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Música / Rock. Fito Páez, los años 80 y el rock como todo llanto

Más allá del anclaje autobiográfico, la serie sobre Fito Páez también entrega una perspectiva estética e histórica acerca de la década en la que la cultura rock argentina se hizo espacio entre los claroscuros de la postdictadura.

Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola

Jueves 11 de mayo de 2023 00:00

Aunque la cultura rock lleva más de sesenta años en Argentina, solo una vez había funcionado el formato ficción para narrar hechos que realmente sucedieron. A la inversa, abundan documentales y similares, muchos de ellos de gran calidad, por cierto. Pero pareciera ser que el límite entre lo ridículo y lo épico es muy finito. Del primer lado quedó Luca vive. Del otro, Tango Feroz.

La película Tango Feroz se estrenó en junio de 1993 y fue un éxito arrollador que reposicionó al rock argentino en la consideración comercial. Entre ese año y el anterior habían venido desde Paul McCartney, los Guns N’ Roses y Metallica hasta Michael Jackson y Madonna. “Paren de venir”, imploraban The Sacados. Pero los cines agotaban localidades y muchos hacían cola para comprar el casete con la banda sonora, que mezclaba a Vox Dei, Moris y Pescado Rabioso con composiciones ad hoc.

Es que, a pesar de narrar “La leyenda de Tanguito” (así se completaba su título), el guion de Tango Feroz terminó concediéndose exageradas licencias artísticas tras el rechazo de la mayoría de los protagonistas de esa historia. Ni siquiera el propio Tanguito aparece con su apellido verdadero: era Cruz, en vez de Iglesias. El truco para reemplazar a “La Balsa” tras la negativa de Litto Nebbia fue “El amor es más fuerte”, un éxito explosivo que superó en ventas al anterior. En Tango Feroz, Tanguito canta una canción que nunca escribió.

Dos meses antes del estreno de esa película, Fito Páez había presentado El amor después del amor en el estadio de Vélez. Dos hechos históricos se entrelazaban en una efeméride que ahora cumple sus treinta años. Mientras explotaba Tango Feroz, Páez surfeaba la cresta de ese 1993 picante con el hito definitivo de su carrera y de su vida. La serie de Netflix que hoy es un éxito lo plantea también de ese modo: todo comienza y termina allí, en Vélez, un vórtice que todo lo contiene. La cumbrera de un techo a dos aguas.

En términos narrativos, la decisión es efectiva: una serie de plataformas buscando desenredarse con intensidad en una temporada de ocho capítulos. Le queda, de por medio, toda la década del 80 como plafón para las historias fundamentales que dan sentido a este éxito.

La serie El amor después del amor fue estrenada hace dos semanas y aún lidera los consumos de contenido hispanoparlante. Es la primera vez que intenta replicarse el modelo Tango Feroz en la producción audiovisual de ficción a gran escala. Aunque, a diferencia de los otros ídolos populares de Argentina registrados por estas nuevas producciones (Ringo Bonavena el más reciente), Netflix cuenta para sí con una medalla que es de indudable envidia para sus competidores: la de tener al narrado vivo y dispuesto a participar.

Fito Páez (tanto como personaje y como personaje) ofrece narrativas tentadoras para una producción de estas características, (no hace falta abundar en ellas porque, a esta altura, ya las viste o las leíste). Y el olfato comercial entendió que era el momento justo: precisamente mientras el músico se reposiciona en la consideración cultural a través del rescate de aquel disco que lo ubicó en el Olimpo del rock argentino.

El amor después del amor no fue el primer disco de Fito. Tampoco el segundo, ni siquiera el tercero. En 1992 estaba cerca de cumplir treinta años y ya había participado en más de diez álbumes entre los propios (cinco), Piano Bar de Charly García, La la la con Luis Alberto Spinetta y los primeros cuatro de Juan Carlos Baglietto, entre otros excompañeros de La Trova Rosarina. Salvo Tercer mundo, todo su trazo fue en los años 80.

La intensidad de los 80s en Argentina se puede medir de varias formas. Una es entender que comenzó con Videla y terminó con Menem. “El rock como todo llanto”, cantaba el Indio a la mitad de esa década, avisando que “el papel picado no va a alcanzar para tapar toda esta mierda”. Más allá de toda la autorreferencialidad sobre la que no vale la pena detenerse un instante, el universo Páez es interesante también en la medida que se imbrica con el de Charly García, el de Fabiana Cantilo, el de Luis Alberto Spinetta. Un punto dentro de otro punto para narrar todo un sentido de época.

Todos alucinamos con las apariciones de Charly en la piel de Andy Chango, la de Spinetta en Julián Kartun y la de Cantilo en la santafesina Micaela Riera (probablemente el papel medular de la serie, en el sentido de que sostiene como ningún otro la atención). Pero, más allá de las mimesis sobre los héroes de nuestro rock reciente, también busca trazarse un contexto cultural de esa Buenos Aires que muestra a Virus en el Stud Free Pub o a Batato Barea en el Parakultural. El destape de la primavera democrática se acelera, aparecen expresiones por todos lados y surge un concepto de underground (otra novedad de la década) que convive con el incipiente mainstream del rock argento.

En toda esa dinámica de hiperactividad y creación aparece también otro entresijo interesante: el showbisss de esa década en la que el rock argentino se expandía. Fito tocaba con Charly, producía a Baglietto, componía para Cantilo. Entonces la compañía le ofrece sacar su propio disco. Firma el contrato, le dan una casa. Después graba “Giros” y colma el Luna Park. Todo se precipita vertiginosamente.

Sobreviene a eso una época creativa pero oscura. La cocaína hace su aparición en la noche porteña sin una noción de lo que hoy llamaríamos “reducción de daños”. Y los personajes lo muestran o —en mayor medida— insinúan. Todo pasa a ser atravesado por frecuencias bajas. Los días duran muchos días en los que nunca sale el sol. Y las consecuencias de eso son notables.

La década, de golpe, se apaga. Tres hechos trágicos del rock lo subrayan: las muertes de Luca Prodan, Miguel Abuelo y Federico Moura entre diciembre de 1987 y diciembre de 1988. La serie, en tanto, lo sostiene con distintos hechos de la vida de Páez que acentúan la sordidez de esa noción de fin de era. En poco tiempo muere su papá y asesinan a su abuela y tía-abuela, madre postiza. La vida de Fito se entrevera con la de un país en el cataclismo: la propia discográfica le habla de la dificultad para fabricar discos en Argentina por el nivel de inflación.

Finalmente, la historia acelera y entrega un héroe saludando desde la torre: el momento en el que Fito Páez se convierte en un objeto cultural de consumo masivo. El amor después del amor transforma a Fito en otra cosa. En otra persona y en otro producto. Los 90 nos pegaron a todos de maneras distintas. Y, mal que le pese a varios, Páez salió convertido en un clásico. Así lo demuestran cada una de las canciones que la serie eligió regrabar con la voz del cantante uruguayo Agustín Britos, o bien con la de la propia Micaela Riera completando su propia narración de Fabiana Cantilo.

El éxito después del éxito sería una segunda temporada, naturalmente. La serie genera consumos, charlas, tendencias y memes. También escuchas en los artistas de esa época. Es inocente suponer que Netflix no se regodea con toda esta info. Claro que eso cambiaría el escenario: abandonamos los queridos 80 para contar otra historia, quizás con mejores taquillas, pero menos épicas.

Como sea, la primera experiencia de ficción sobre el rock argentino en la era de las plataformas dejó manija a más de uno y una: muchos piden la de Charly, lógicamente (¿habrá otro más verosímil que Chango, a pesar de que cante mal?), también la de Fabiana Cantilo (como un protagónico necesario de Riera) y hasta de Federico Moura, que levanta la tribuna en El amor después del amor con un cameo de él. Bienvenida cualquiera que sea.