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Red Internacional
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Historia Rebelde. Franco ha muerto, viva el rey

Un aniversario en el marco de la crisis del Régimen heredero de la Dictadura y del peligro de que se imponga una nueva salida gatopardista. El “se hizo todo lo posible” entonces es usado para negar toda alternativa anticapitalista y de crisis a la “regeneración democrática” del nuevo cuatripartidismo.

Santiago Lupe

Santiago Lupe @SantiagoLupeBCN

Viernes 20 de noviembre de 2015

Con el título de este artículo se podría sintetizar lo que fue el proceso abierto tras la muerte del Dictador hace hoy 40 años. Aquel 20N se producía el “hecho biológico” tan esperado por millones. TVE emitía un comunicado de Presidencia del Gobierno. El mismo Presidente, Arias Navarro, con la cara desencajada, anunciaba: “Españoles... Franco... Ha muerto”. Moría Franco, pero no el Franquismo. La Dictadura seguía en pié y, aunque el horizonte no dejaba de ser incierto, tenía un plan para que lo fundamental sobreviviera.

Franco en persona había pensado una hoja de ruta para dejar todo “atado y bien atado”. En primer lugar educó y escogió a un sucesor capaz de actualizar los principios del “18 de Julio” más allá de Franco. Éste no era otro que el actual Rey hemérito, Juan Carlos I, nombrado heredero de la Jefatura del Estado por las Cortes franquistas en 1969.

La sucesión se produjo como estaba prevista. El Rey tenía por delante una gran responsabilidad de Estado y un proyecto dinástico, ambos profundamente unidos. Por un lado conjurar todo posible derrumbe del Régimen. Evitar un escenario como el que se había abierto en Portugal hacía poco más de un año con la Revolución de los Claveles. En él además de ponerse en riesgo la continuidad del personal político, policial y judicial de la Dictadura, se abría la posibilidad del triunfo de un proceso revolucionario obrero y socialista. Por el otro consolidar la nueva Restauración Borbónica, 45 años después de la salida de Alfonso XIII. Corona y gatopardismo del Franquismo eran pues las dos caras de la misma moneda.

La historiografía de cámara que ha poblado la academia, librerías y medios de comunicación en estas cuatro décadas, han querido presentar el 20N como el inicio de un plan prefigurado por el monarca para el advenimiento de la democracia. Nada más lejos de la realidad. El resultado del 78, no estaba escrito en el 75, y ni siquiera era el proyecto primigénico del Borbón.

De hecho su primera decisión fue mantener a Arias Navarro como Presidente y asumir el proyecto de mayor continuismo de las estructuras de la Dictadura. Si éste no se pudo sostener no fue por una reflexión y convencimiento democrático de Zarzuela, sino porque la lucha de clases no dio tregua a la Dictadura de Juan Carlos I, que había heredado todos los poderes casi absolutos de Franco. Entre diciembre de 1975 y marzo de 1976 se vivió el mayor ascenso huelguístico de la historia del Estado español, por encima de la primavera de 1936. Éste además estuvo acompañado de potentes movilizaciones por la amnistía, agitación en las universidades y huelgas generales en varias ciudades, comarcas y provincias, algunas de ellas con elementos pre-insurreccionales como la de Vitoria.

La situación se mantuvo álgida hasta el verano. En ese momento el heredero de Franco se “convenció” de que había que buscar una salida negociada. Encontrar la fórmula para la restauración de un Estado en profunda crisis, instaurando un nuevo régimen político capaz de ampliar las bases del consenso y de integrar a los dirigentes reformistas del movimiento obrero y la oposición. El tiempo apremiaba porque había un ajuste económico que aplicar sobre la clase trabajadora, y un Estado tan deslegitimado era incapaz sin azuzar el peligro de provocar un proceso revolucionario. El hombre escogido para ello fue Adolfo Suárez. Un arribista provinciano sin muchos principios, pero mucha ambición política. Él sería buen servidor de la Corona hasta que una vez “encumbrado” como padre de la democracia quisiera volar solo y se lo terminasen cargando.

A pesar de la intensa movilización obrera y popular, el Rey sabía que había margen para reconducir la situación. Los dirigentes del movimiento obrero, sobre todo el estalinista PCE de Carrillo y el PSOE de González, habían mantenido en todo momento una política de evitar la radicalización política, combatir las formas de auto-organización y oponerse a todas las huelgas que peligraban con abrir procesos de control territorial como la misma de Vitoria o la de Sabadell.

A eso se dedicaron en los meses siguientes. De entrada, Suárez y el Rey intentaron que su apertura de mano fuera lo menos generosa posible. Querían llegar a la negociación con la mejor posición de fuerza. Presentaron un proyecto de Ley de Reforma Política que proponía una transición “de la ley a la ley”, desde las mismas instituciones Franquistas y sin que el aparato de la Dictadura perdiera el control de lo esencial. Dividieron a la oposición reformista, aislando a los comunistas por un tiempo y beneficiando a los socialistas, que además contaban con el apoyo de la embajada de EEUU y la socialdemocracia alemana.

En un sentido contrario, el PCE y el PSOE fueron dando muestras de “buena voluntad” a costa de actuar de bomberos de la movilización social. Se opusieron a la Ley de Reforma Política con la boca pequeña y llamaron a una huelga general en noviembre después de haber traicionado un sin fin de huelgas de los principales sectores, lo que llevó a un resultado modesto (para ser la primera después de casi cuatro décadas de Dictadura) pero que presentaron como una “debilidad” para justificar la cercana entrega.

Con los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha, se abrió de nuevo la oportunidad de retomar el camino del ascenso obrero del 76. Sin embargo aquí el PCE intervino decididamente para evitarlo. Junto al PSOE llamaron a la calma y a “no caer en provocaciones”. Mientras, el gobierno Suárez aprobaba la Ley Antiterrorista con la que se aplicaría una represión selectiva muy dura contra la extrema izquierda, el movimiento libertario y todo sector en lucha que no se disciplinase a las nuevas consignas de “responsabilidad” de Carrillo y González.

El resultado fue el que conocemos. Suárez desarrolló su Reforma Política. Disolvió las estructuras más vinculadas a la Dictadura como el Sindicato Vertical, el Movimiento o el Tribunal de Orden Público. Su personal político se recolocó como funcionarios del nuevo Estado. En el caso del TOP casi se limitaron a cambiar su letrero por el de la Audiencia Nacional. Convocó elecciones generales en junio de 1977, con toda la extrema izquierda aún ilegalizada y miles de luchadores en las cárceles, y éstas se convirtieron en constituyentes.

Todo un proceso aceptado por las direcciones reformistas que después serían parte de la elaboración de la misma Constitución (con todos sus “candados” sobre la forma de Estado, el derecho de autodeterminación y demás demandas democráticas) y las principales leyes como la de Amnistía de octubre del 77 (que garantizaba la impunidad de los crímenes de la Dictadura) o los Pactos de la Moncloa (que garantizaron la aplicación del ajuste económico sobre la clase trabajadora).

Quedaría todavía película por delante, con agentes estrella que marcaron los contornos definitivos del nuevo Régimen, como el PSOE de Felipe González o el “fallido” golpe de Estado del 23F. Pero lo fundamental se logró con la aprobación de la Constitución de 1978.

Hoy, el fruto de aquel acuerdo entre la Corona y la élites franquistas por un lado (políticas, policiales, militares y empresariales), y las direcciones estalinista y socialdemócrata del movimiento obrero, con el concurso de los representantes políticos de la burguesía vasca y catalana, está en una crisis de difícil salida. Desde 2011, el Régimen del 78 viene siendo cuestionado por miles, que lo ven como un régimen corrupto, al servicio de una minoría de banqueros y grandes empresarios y que niega derechos que reclaman millones como el de autodeterminación de las nacionalidades.

Como en 1975 la Corona, los agentes políticos del régimen en crisis, las direcciones burocráticas del movimiento obrero y una nueva clase política que pretende erigirse en la representante de los millones que han cuestionado el Régimen del 78, hablan y preparan algún tipo de nueva Restauración del Estado en crisis. Hasta los dirigentes de Podemos no han tenido empacho en exponer públicamente esas intenciones, como la apuesta por una nueva “revolución pasiva de Iñigo Errejón con la que polemicé hace unos meses. Cambiar algo, para que nada cambie. Cambiar seguramente mucho menos que en el 78, para que todo siga estando casi exactamente igual. Ese es el contenido de la senil Transición 2.0 que se esconde detrás de las distintas reformas constitucionales que el nuevo cuatripartidismo quiere presentar antes y, sobre todo, después del 20D.

En este sentido no es de extrañar que para todos ellos cuando echan la vista atrás a aquel 20N de 1975 y los tres años que les siguieron todos coincidan en que “se hizo, todo lo que se pudo”, ocultando la política consciente de unos y otros para abortar toda salida obrera y socialista a la crisis del Franquismo. Es que ellos, cuarenta años después, pretenden vendernos la idea de que los cambios cosméticos que se esconden en los distintos proyectos de “regeneración democrática” serán “todo lo posible”. Contra esta idea, y retomando las lecciones de la lucha antifranquista y la fallida estrategia de la “ruptura democrática”, es necesario construir una alternativa de la izquierda anticapitalista y de clase para hacer descarrilar el gatopardismo del Siglo XXI.


Santiago Lupe

Nació en Zaragoza, Estado español, en 1983. Es director de la edición española de Izquierda Diario. Historiador especializado en la guerra civil española, el franquismo y la Transición. Actualmente reside en Barcelona y milita en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT) del Estado Español.

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