En “Funes el memorioso” (Ficciones, 1944), Borges compone un personaje inolvidable, ese “compadrito de Fray Bentos”, “antecesor del superhombre” que, tras sufrir un accidente, ha adquirido una percepción y una memoria infalibles. Como en varios de sus cuentos, la filosofía juega un papel importante. Heráclito, Nietzsche, Locke, encarnan en actitudes, en disposiciones, en delirios. A lo que uno de esos cuentos borgeanos (“El idioma analítico de John Wilkins”) provocó en Foucault, debemos nada menos que “Las palabras y las cosas”. Y es, precisamente, acerca del lenguaje, de la (im)posible adecuación entre palabras y cosas, que me gustaría reflexionar en este artículo.
Sábado 17 de enero de 2015
Tal como es descrito por Borges, el universo percibido por Ireneo Funes parece regido por el fuego heracliteano, elemento que representa para el filósofo presocrático la idea de un mundo en constante devenir. El fuego es el principio que impone a las cosas su permanente mutación, su condición de nunca permanecer idénticas a sí mismas en el tiempo. En efecto, el atributo de Funes es poder percibir el mundo de este modo cambiante. Nada se sustrae a su percepción: “Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra”. Su sensibilidad es tal, que el instante presente sintetiza también el pasado de lo percibido. No es sólo la forma, sino también la materia de las cosas, lo que queda lacrado en su memoria. El presente es extremadamente “rico” y “nítido”, y, por la misma razón “casi intolerable”.
Es por ello que para él los conceptos resultan inútiles, en tanto la incesante transformación de la realidad y el excesivo presente no pueden ser apresados por ellos. Y sin embargo, inmerso en esa multiplicidad que percibe, Funes permanece inmóvil. Único punto fijo en medio de ese mundo inquieto. Cabría preguntarse: el propio Funes, ¿cambia constantemente o permanece siempre idéntico a sí mismo? Y, acaso, ¿no es su inmovilidad condición para percibir el mundo de ese modo “multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso”?
Ireneo Funes se encuentra prisionero en un mundo de acontecimientos. Se nos dice que “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Se diría que percibe hechos –operaciones–, no cosas. Si todo permaneciera quieto, ¿acaso sus sentidos, extraviados en los detalles, captarían –soportarían– la quietud?
Heráclito tuvo un discípulo, Cratilo, que halló una solución radical al problema de la imposibilidad del lenguaje para asir la realidad: el mutismo. Como para Cratilo, también para Funes la forma más coherente de adecuación a este universo tan múltiple e inasible, sería el mutismo. Eso, o la insistencia en el delirante proyecto de un lenguaje que persiga al tiempo, capaz de nombrar cada mutación, por más ínfima que sea. Este lenguaje, sin embargo, renunciaría a representar la identidad de las cosas, buscaría por el contrario el registro de los hechos, de los cambios. Quizás no funcionaría como un lenguaje, sino más bien como un código, capaz de actualizar toda mutación, a cada momento.
“La escafandra y la mariposa” (Julian Schnabel, 2007) es un film francés basado en la autobiografía homónima de Jean-Dominique Bauby (JDB), escrita de un modo y en circunstancias altamente singulares. La película narra la historia de Jean Dominique, redactor en jefe de la revista francesa Elle, internado en un hospital tras sufrir una embolia masiva que deja intactas sus facultades intelectuales, pero inhabilitada su capacidad motora y expresiva.
La trama se centra en el proceso y el método de escritura del protagonista, cuya única vía de comunicación es su ojo izquierdo. Valiéndose de él, como si tecleara con el párpado las letras del abecedario (dispuestas según la frecuencia con que cada letra es utilizada) que una enfermera le deletrea, dicta a ésta un libro que él va escribiendo en su mente. Durante el tiempo de escritura antes de morir, por las noches viaja a través de su memoria en búsqueda del tiempo perdido, y por las mañanas dicta a la enfermera los frutos de su evocación.
Tal como le sucede a Funes, a JDB la fatal inmovilidad le trae aparejada la agudización de su memoria y su imaginación. Éste, sin embargo, compone su libro desde el reverso del mundo. Es cerrando los ojos, por la noche, que se entrega a sus evocaciones.
Ambos materiales resultan valiosos para reflexionar sobre lo que puede acontecer a la percepción y a la memoria cuando éstas desarticulan su vínculo inmediato con la acción. El accionar utilitario impone un modo de percepción de las cosas que privilegia un uso calculado de éstas: ¿qué es esto? ¿Para qué sirve? ¿Para qué se usa? La utilidad prefigura la percepción de la cosa y, por ende, la disposición con la que nos aproximamos a ella.
Sin embargo, en lo que respecta al lenguaje y al pensamiento, hay una profunda diferencia entre la perspectiva con la que Borges considera a Funes y las consideraciones que arroja la película. Hacia el final del texto, a través del narrador, se cuela con claridad la perspectiva de Borges sobre su propio personaje. Nos dice: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”, y también, un poco antes: “…no lo olvidemos, éste (Funes) era casi incapaz de ideas generales, platónicas”.
Ese desarrollo hiperbólico de la memoria y la percepción son, para Borges, lo opuesto al pensamiento. Los delirantes proyectos de Funes y su desmesurada memoria están en las antípodas del idealismo platónico. Quedan emparentados, de hecho, al empirismo (“Locke, en el siglo XVII, postuló un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro, cada rama, tuviera un nombre propio”). Desde esta perspectiva, el lenguaje debe estar al servicio de la abstracción. Los conceptos deben ser el vehículo para generalizar, olvidando diferencias y singularidades.
La experiencia de JDB sugiere una idea muy distinta. Testimonia el deseo de que la palabra cobre cuerpo. JDB escribe con y desde el cuerpo. Su ojo izquierdo teclea. El dispositivo de escritura impone una lentitud que lo hace detenerse en cada letra. El título de su libro es ya una muestra de este testimonio. La escafandra es lo que ciñe su cuerpo y lo mantiene inmóvil. El parpadeo-tecleo de su ojo izquierdo es la mariposa. Sistema cuerpo-escafandra; ojo-mariposa. Desde aquí escribe el protagonista. Quizás las radiografías de todo su cuerpo, con las que empieza la película, señalen precisamente la importancia que para JDB adquirió la micropercepción de su propio cuerpo en el proceso de escritura.
Parpadeo –aleteo de mariposa–; escafandra –cuerpo inmóvil, encerrado–. Los dos términos que componen el título transforman una intensidad del cuerpo en palabra. La palabra nace de la intensidad. Es este uso intensivo de la lengua, en franco contraste con el uso simbólico, el que señala la posibilidad de una experiencia con el lenguaje que difiera de su habitual uso funcional, sometido a la formalidad y a la abstracción.