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Red Internacional
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OPINIÓN. Grandes valores que no golean, no gustan y ahora ya ni ganan

Algunos muchachos llevan casi una década compartiendo la cancha. Vieron pasar media docena de técnicos pero ellos siguen ahí, inmóviles. ¿El fútbol puede ser todo (y solo) dinámica de lo impensado?

Daniel Satur

Daniel Satur @saturnetroc

Sábado 15 de octubre de 2016

Cuando Alfio Basile renunció a la selección, en octubre de 2008, Lionel Messi, Javier Mascherano, Sergio Agüero y otros compañeros acababan de perder por las eliminatorias para Sudáfrica 2010 con la selección de Chile. En ese entonces, cuando el Coco dijo “chau” el Kun expresó lo que pensaba. “Estoy sorprendido. No lo esperaba, pero hay que respetar su decisión”, dijo.

Ocho años después, cuando en julio Gerardo Martino renunció a la selección, Lionel Messi, Javier Mascherano, Sergio Agüero y varios amigos más venían de perder una final de Copa América, también contra Chile. Pero antes de que el Tata dijera “chau”, Lio y Masche anunciaron que dejaban ellos la selección, porque sentían que ya no tenían más que hacer con la albiceleste.

Finalmente el Tata se fue. Pero Messi y Mascherano al poco tiempo enterraron sus palabras y volvieron a calzarse la camiseta. Ahora salen a la cancha bajo las órdenes tácticas de Bauza, a quien muchos ya le están lustrando el traje de madera (futbolísticamente hablando).

Ninguna década ganada

La cosa es que a lo largo de una década un puñado de jugadores (de los mejores del mundo, de los goleadores más certeros y de los estrategas más sagaces del planeta futbolero) no se mueven mientras por el banco ya pasaron seis directores técnicos de las más variadas escuelas y con las más diversas concepciones. Porque a Basile, Martino y Bauza hay que agregar el paso errante de Diego Maradona, Sergio Batista y Alejandro Sabella.

Claro que errante no quiere decir fracasado ni inservible. En diez años se llegaron a jugar cuatro finales, una de ellas del mundo, y fueron muchos los momentos en los que las expectativas de las y los hinchas crecieron al calor de resultados interesantes. Y allí los técnicos fueron parte, sin duda. Pero sí fue errante, ya que no hubo cuerpo técnico que no se haya bajado de la selección con un sabor amargo y sin dar demasiadas explicaciones.

No será desde esta columna que se sumen bocas al coro de chapuceros al estilo Eduardo Feinmann que, así como piensan en temas políticos o sociales, les encanta regodearse revolviendo cloacas. Pero tampoco se corre el riesgo de quedar del bando de los infelices que quieren sangre derramada por el hecho de analizar y criticar lo que a esta altura parece haberse convertido en una crisis importante.

Pensando en lo impensado

Nada guía menos estas palabras que ese nacionalismo berreta que sentencia que “somos los mejores y, si no, debemos serlo igual”. Mucho menos ese chovinismo infeliz que odia a cuanta selección no argentina se presenta en la cancha. Pero puestos a elegir (como dice Serrat) se podría decir que el deseo de que le vaya bien al seleccionado deportivo ligado a estas tierras es tentador. Sobre todo porque desde este lugar del mundo han salido muchos de los pibes que le dan vida y excelencia al fútbol en las latitudes más diversas. Y eso entusiasma mucho más que tener como “embajadores” a Jorge Bergoglio y Máxima Zorreguieta.

Por eso cuando juega Argentina es como que se presta una atención especial. Y si se gana no pasa desapercibido. Y si gusta cómo juega dan ganas de ver más. Y si golea, bueno, es como una caricia a los ojos. Pero lo cierto es que hace mucho tiempo que Argentina no golea, que tampoco gusta y que, incluso, le cuesta cada vez más ganar.

En el fútbol, como en muchos otros órdenes de la vida, nadie puede, por suerte, augurar qué va a pasar. Por eso alguien dijo alguna vez que el fútbol es “la dinámica de lo impensado”. En el fútbol nadie puede anticipar, aún si la contienda fuera entre una máquina a lo Barcelona y un equipo promedio del Argentino B, quién va a ganar. Al menos hasta que la pelota no se echó a rodar y los pingos se ven en la cancha.

Por eso una gran mayoría de personas (entre las que se incluye este cronista) sigue siendo hinchas de equipos que no tienen prácticamente campeonatos ganados ni glorias internacionales y siguen yendo a la cancha sin perder dos condiciones indispensables: la pasión por el club y la ilusión del triunfo.

¿Es lo que hay?

¿Pero cómo no sentir fastidio cuando se ve que la mejor delantera del mundo no genera al menos una veintena de jugadas de gol por partido? ¿Cómo no sentir bronca cuando esas once estrellitas luminosas destilan menos arrojo y entrega que cualquier patadura de potrero? ¿Cómo no apagar la tele o cambiar de canal cuando en un documental sobre tortugas se observan más movimientos y se produce más adrenalina que mirando a la Selección?

Cierto reduccionismo podría concluir, haciendo cálculos estadísticos, que si en lugar de cambiar técnicos se cambian jugadores se resolvería el problema. Pero puede que la cuestión sea más compleja. Aunque, obviamente, no es posible soslayar que esos muchachos ya llevan muchos años jugando juntos y le ponen menos onda al juego que Biasatti al noticiero, tal vez lo determinante no sean los nombres y apellidos, sino la estructura.

Si quien manda es el mercado (con su marketing regulador) es lógico que los más caros, codiciados y cotizados sean los primeros y casi los únicos. Por eso Bauza, el señor que se ganó cierto respeto por su “seriedad”, lo primero que hizo cuando asumió el cargo fue viajar a Barcelona a arrodillarse ante Messi y Mascherano para rogarles que vuelvan.

Es un juego

Sin pretender (al menos en esta columna) que esos muchachos cobren lo mismo que cualquier trabajador en lugar de fortunas incomensurables, ni que la democracia soviética se extienda entre planteles y cuerpos técnicos, al menos se podría impulsar una corriente de opinión que plantee que para jugar un mundial u otra copa es menester, de base, demostrar que sobran ganas de jugar.

Es un juego, después de todo, muchachos. Es un juego que, jugado con libertad y entusiasmo, se convierte en un espectáculo rayano con el arte. Si claramente una obra de teatro puede salir mal aún con tanto ensayo, no se va andar pidiendo perfecciones y finezas ajenas al juego propiamente dicho. Pero mucho menos aconsejable es contentarse con seguir eyectando entrenadores mientras se espera que en 90 minutos a alguno de los muchachos les chispee la pila sulfatada y saquen de la galera alguna lúcida jugada de gol.

No hay analista sesudo que desconozca hoy lo cuesta arriba que asoma lo que queda de eliminatorias para Rusia. Brasil, Colombia, Bolivia y Ecuador suenan a esta altura como cucos aún para quienes ostentan laureles e insignias en los mejores equipos de las mejores ligas del mundo.

Ganas de ganar

Pero como esto es fútbol, en definitiva un juego, hay que apostar. Es cierto, cuesta creer que esta camarilla de jugadores asuma que para entrar a la Historia del goce popular no alcanza con la chapa de campeón y con la fama ganada en lo individual. Pero quizás tanto maltrato a la pelota recriminado hasta por los fanáticos les inyecte aunque sea algo de amor propio.

Indudablemente apostar por el juego colectivo, por el “tomala vos, dámela a mí”, con el norte puesto en divertirse para así divertir a millones, parece no estar en el ADN de esta bandita de ricachones que se creyeron que tienen comprada la gallina de los huevos de oro. Pero quién dice que tocando fondo no se les pinche el orgullo de una vez y se aviven que para ser ídolos hay que comerse la cancha y dejar la vida en ese rectángulo de pasto.

Tal vez quebrar el estigma de contar con el mejor jugador del mundo no sea tan imposible. Si no lo fue hace 30 años por qué debería serlo ahora. Es cierto que los fondos buitre enquistados en la FIFA y en la AFA destrozaron mucho en tres décadas de zona liberada.

Pero como esto, aún con todos sus condicionantes, sigue teniendo mucho de dinámica de lo impensado, ¿por qué negarse a la idea de que ese mejor jugador del mundo y su grupo de amigotes van a levantar alguna vez la mirada de sus ombligos?

Antes del “que se vayan todos”

Pensemos por un instante en el espectáculo artístico más bello, de cualquier disciplina. Pensemos en una película o en un recital de rock, en una pieza teatral o en un concierto sinfónico, en una comedia musical o en un show de stand up . Nadie que paga una entrada o se sienta un par de horas frente al televisión con el fin de que le endulcen un poco los sentidos y le alimenten el espíritu se pone a pensar, mientras disfruta del espectáculo, la fortuna que gana el artista que se tiene en frente. Pero lo que no está dispuesto uno a aceptar es que lo estafen con improvisaciones, falta de compromiso con el libreto e incluso con desinterés manifiesto en el goce de vivir y sentir la obra compartida.

Es posible que a esta altura quienes colocan al fútbol en una categoría casi artística piensen que lo que está pasando con la selección se parezca cada vez más a una estafa de artistas y productores que piensan más en la facturación de la gira que en alimentar espíritus y endulzar sentidos.

Pues bien, a ese grupo de galanes les llegó la hora de ponerse la función al hombro y empezar a revertir aunque sea parcialmente lo mucho que vienen defraudando. Tienen todo para hacerlo. Lo único que no tienen, ya, son excusas.

¿Se puede perder? Sí, por supuesto. ¿Se puede quedar fuera de la copa? Totalmente. ¿Se puede acabar en mitad de la carrera? Sin dudas. Lo que no se puede es abandonar antes de tiempo ni negarse a “dejar la vida” en la cancha para intentar llegar a la gloria. Porque de eso viven, muchachos.

Tal vez por estas horas, donde se escribe tanto sobre el tema y los insultos convierten a Agüero, Higuaín, Di María, Romero y Bauza en trending topic, esos muchachos se aviven que en este país hace algunos años se acuñó una frase que siempre puede volver: “Que se vayan todos”. De ellos depende que no les pase.


Daniel Satur

Nació en La Plata en 1975. Trabajó en diferentes oficios (tornero, librero, técnico de TV por cable, tapicero y vendedor de varias cosas, desde planes de salud a pastelitos calientes). Estudió periodismo en la UNLP. Ejerce el violento oficio como editor y cronista de La Izquierda Diario. Milita hace más de dos décadas en el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS).

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