En estos días las y los jornaleros del valle de San Quintín, Baja California preparan nuevas movilizaciones por salarios y mejoras de condiciones de trabajo. La clase trabajadora empieza a moverse. Pero no parte de cero. Tiene una historia plena de luchas, de creatividad para organizarse, para hacer oír su voz, de combatividad.
Martes 28 de abril de 2015
Las huelgas de inicio del siglo XX, Río Blanco y Cananea, la lucha ferrocarrilera de 1958, los mineros de Nueva Rosita, la primavera magisterial de fines de los ’80 son sus hitos más conocidos. Pero hay mucho más por conocer, por descubrir. Las y los trabajadores que salieron a marchar y a parar por Ayotzinapa, las y los que se ahogan en una línea de producción con salarios que no alcanzan ni para tortillas, mineros, telefonistas, petroleros, trabajadoras y trabajadores de tiendas departamentales expuestos a todas las formas de violencia laboral imaginables, todos necesitan conocer su historia. Conocer cómo dijeron basta las generaciones obreras anteriores y cómo lucharon. Cómo se organizaron, a pesar y contra el control de los charros. En esta nueva sección de Tribuna Socialista queremos contar esas historias que dan cuenta de la combatividad y el arrojo de la clase trabajadora mexicana, reconstruyendo las voces de los protagonistas de esas luchas, que nos llegan en las alas del tiempo, a partir de hechos históricos y el análisis marxista de las lecciones que dejaron para los trabajadores de hoy.
Marcela Ríos
Estoy seguro que mucho les han hablado en estos últimos 109 años, de las huelgas de Cananea y Rio Blanco; de nuestra heroicidad, bravura y dignidad; de que fuimos precursores de la revolución y provocamos que se promulgara la constitución del ´17.
Pero imagino que hay cosas que nos les han contado, no al menos tal como nosotros las vivimos. Y es que, quienes escriben la historia para los vencedores, tienen prohibido dejar por escrito lo que podría ser una poderosa fuente de ideas que prometa cambiarlo todo.
Ya entonces, nuestras huelgas fueron un germen poderoso que despertó la conciencia de millones en nuestra clase y le dieron impulso a cientos de luchas los años siguientes cimentando las bases de nuestra revolución.
No pueden permitirse que ese germen se propague por el mundo a través de los siglos.
Y porque en ese luchar, embravecido y desesperado, iban nuestros deseos e ilusiones de cambiarlo todo, de tener derecho a lo elemental, pero no pudimos concretarlo, es por eso que he vuelto hoy después de tantos años a contarles al menos algo de lo que ellos no han de contarles.
Porque he comprendido que nuestra clase tiene el derecho a triunfar, pero para ello será necesario comenzar a planificar ese triunfo. Y qué mejor que partir de nuestras propias lecciones que tantas vidas nos costaron.
Porque entendí que, sin nosotros, sin la clase trabajadora, no hay ganancias, sin nosotros… no hay nada. Y eso hay que transmitirlo.
A cambio, solo pido un favor a los lectores, trabajadores, trabajadoras y estudiantes: que intenten imaginarse ser parte de esta historia, buscando la similitud con sus propias historias, pues tengo la firme convicción que por más que el escenario parezca distinto, en mucho de lo que aquí les narraré podrán encontrar algo de sus vidas, al igual que de la vida, hoy, de nuestro querido México.
Pido mantener también mi nombre en secreto, y es que al ser parte miles de hombres y mujeres que hicieron nuestra hermosa historia sin más intención que vivir dignamente, es mi deseo solo ser uno más de esos valerosos sujetos, uno de los miles heroicos obrero del mineral de Cananea.
1906: La huelga de Cananea
En nuestra lucha, parecida a la de los obreros textiles de Río Blanco y sus familias, si bien de forma elemental pues nuestra madurez como clase aún era muy baja a principio del siglo pasado, empezamos a entender que nuestro trabajo tenía un mayor valor del que el patrón nos pagaba por él, y que las condiciones en las que laborábamos debían ser otras, no tan salvajes. Pero también entendimos que debíamos luchar si queríamos conseguir un cambio.
A esto último no nos fue sencillo llegar, pues debimos romper antes con la ingenuidad de pensar que, sólo ante nuestro reclamo, el patrón comprendería y nos otorgaría nuestros derechos.
Debimos ver con nuestros propios ojos su desprecio ante la seriedad de nuestras desesperadas peticiones, para comprender que debíamos reforzar la organización y tomar medidas más duras como la huelga, e incluso extenderla a las demás minas o textiles, según la lucha en cada empresa.
Quiero destacar esto, pues estas elementales conclusiones tuvieron mucha importancia, tanta, que fueron el germen que fecundó en millones con el correr del tiempo y dieron pie a miles para que comenzaran a entender que unos pocos pueden vivir en la opulencia a costa de nuestras indignas vidas; que hay un puñado que dan de comer a sus hijos manjares, a costa de que las mayorías podamos darles solo frijoles y tortillas; de que otra vida es posible, pero que hay que ir por ella aunque nos cueste los máximos esfuerzos. Pues será necesario para que nuestros hijos puedan gozar de la vida que merecemos.
Y así fue que aquel 1º de junio de 1906 comenzamos nuestra justa lucha en la mina Oversight de Cananea (en Sonora), con esa necesidad de ir en busca de la vida que nos era negada, la que comprendíamos merecer por todo el esfuerzo que realizábamos en las extenuantes jornadas de 14 y 16 horas diarias sin días de descanso.
Sumado a que nuestros miserables contratos incluían los abusos de autoridad de los empleados de privilegio, jefes y carceleros, con el inhumano maltrato que debíamos padecer de manos de esos lacayos gringos del también gringo patrón, quienes siendo de nuestra misma clase, más allá de donde hubieran nacido, por unas monedas más y menos horas de trabajo que nosotros, eran capaces de traicionarnos, humillarnos y matarnos de ser necesario.
Ese día, recuerdo que amanecimos firmes y dispuestos a pedirle las mejoras al patrón, pero con el correr de las horas y ante la rotunda negativa del Sr. Greene, se fueron sumando cada vez más y más almas con sus cartelones en alto que rezaban: “cinco pesos, ocho horas”. Para las 10 de la mañana era tal la rabia acumulada que la huelga estalló.
Tan pronto paralizamos la mina, el patrón espantado y temeroso llamó al Jefe Municipal, éste al Gobernador de Sonora y siguieron los llamados hasta el mismo presidente Porfirio Díaz. El empresario y sus sirvientes al mando del país, estados y municipios, entendieron bien claro el mensaje, y con prisa comenzaron a prepararse, pero no para darnos lo que pedíamos; lejos de escuchar nuestros sensatos reclamos, decidieron ahogarlos.
No puedo dejar de mencionar, pues estaría faltando a la verdad y no se completarían mis conclusiones, que quienes alentaron nuestro despertar sindical fueron los valerosos hombres magonistas, intelectuales luchadores enrolados en el Partido Liberal Mexicano, que desde hacía tiempo tenían claro su fin de acabar con el régimen dictatorial y asesino de Díaz, y entendían que debía despertar la clase obrera para librar la insurrección armada que los podría llevar a conquistar tal fin.
Aunque nosotros aun no éramos conscientes de ello, sí lo era Porfirio Díaz por lo que venía persiguiéndolos hacía tiempo y tomando nota de todas sus acciones. Por ello, al mismo tiempo que el empresario extranjero era beneficiado por las políticas impulsadas por el régimen de Díaz –el capital extranjero era aproximadamente el 80% en nuestro país–, contaba con todo el apoyo armado dictatorial para salvaguardar a sangre y fuego sus intereses.
Desde la mina de cobre más importante de la región, habíamos comenzado a hacer circular un volante con nuestras peticiones en el resto de las minas, y ya no estaríamos solos porque todas las minas del mismo patrón entraron esa mañana en huelga, pues como reguero de pólvora se habían extendido nuestras demandas despertando en otros la misma conciencia.
Nuestra firme decisión y la idea de unidad les dieron las fuerzas para sumarse al reclamo. Ya éramos miles detrás de tan justo fin. Y aunque el estar unidos sin dudas nos fortalecía y era una condición elemental para la lucha, veremos que no fue suficiente.
Siendo unos 2000 obreros decidimos marchar por las calles del pueblo expresando nuestro reclamo y el repudio a la negativa del patrón; nuestras esposas corrieron a las escuelas y sacaron a nuestros hijos a la calle formando un cortejo a nuestro paso al que se sumaban los demás pobladores en apoyo. Nuestros reclamos eran justos y ese era el reconocimiento. No voy a olvidar el rostro de orgullo de nuestros hijos al vernos marchar en busca de lo que tanto nos merecíamos todos.
En el recorrido de nuestra pacífica protesta, al pasar a un costado de la tienda de raya, los hermanos Metcalfe, gerentes del odiado lugar –símbolo de la miseria con la que nos sometían a alimentar a nuestras familias–, primero se burlaron arrojándonos agua para luego empuñar sus fusiles junto a los trabajadores estadounidenses, y desatar la balacera sobre nosotros que estábamos desposeídos de toda arma.
Nos mataron a dos e hiriendo a muchos. Ingenuos, no lo esperábamos, la artera agresión nos desbordó. El odio acumulado respondió y ellos también tuvieron sus bajas.
Los trabajadores gringos nos persiguieron expulsándonos hacía la serranía. En el camino de la huida quemamos cinco depósitos de madera, un depósito de semillas, otro de forrajes y el edificio de la maderería donde aquellos laboraban.
Ahora entiendo que los patrones no podían permitir una sublevación, no podían dejar que sus intereses se vieran cuestionados, y entonces se unieron para acabar rápidamente con la amenaza, aleccionar al pueblo y a los obreros de las otras minas.
El mismísimo presidente de EE.UU. (T. Roosevelt) estuvo al tanto. Desde el estado de Arizona enviaron a sus rangers a controlar la situación pisoteando la soberanía del país pues para los capitalistas no hay fronteras que detengan sus ganancias, y el 2 de junio entraron armados a México para custodiar la tienda de raya y las instalaciones del capital gringo. Entonces fuimos perseguidos, asesinados los que se resistieron, contando con todo el apoyo de la policía rural porfirista. El 3 se declaró ley marcial en Cananea y así terminaron de controlarnos encarcelando a nuestros líderes en la prisión política de San Juan de Ulúa.
El 6 de junio un silencio gris con olor a rojo, recorría las minas, y la actividad volvió a la normalidad.
Ellos parecían haber triunfado, pero las contradicciones del régimen dictatorial porfirista ya eran profundas, expresaba la combinación entre formas capitalistas y pre-capitalistas en momentos de un inicial desarrollo industrial en América. Un movimiento obrero super explotado, un territorio expoliado por capitales extranjeros, un movimiento campesino en condiciones semiesclavas y enormes sectores esclavizados; condiciones que la burguesía terrateniente de la época y sus políticos mantenían bajo férreo control.
La huelga de Río Blanco
No habían ganado. Demasiada era la leña seca y muchos los motivos por los que la chispa podía alumbrar en cualquier lugar del país. Tan era así, que el 7 de enero de 1907 estalló la huelga de la textil Río Blanco. Miles de familias en condiciones superiores de miseria que las nuestras; con jornadas de 14 horas y por paga $ 0.50 cvs al día, de los cuales $2 debían darle al patrón semanalmente por la renta de pobrísimas chozas. Toda la familia trabajaba en las bodegas.
Las mujeres sufrían abortos espontáneos a causa de infecciones; la gente contraía la peste y moría; en la tienda de raya los alimentos eran 75% más costosos que en los pueblos cercanos, pero al cobrar su salario en vales sólo podían comprar en ella. Estaban atrapados. El cansancio se fue acumulando con los años, pero no solo allí, sino en todas las textiles del francés patrón. Y el odio se hizo insostenible.
Con su dirección, también magonista, comenzaron a reunirse en las casas, a la salida de sus trabajos, en un intento de organizarse, pero el patrón se enteró y prohibió que se juntaran. Se endureció el maltrato en las fábricas, pues ¿cómo iban a osar organizarse? Los obreros sortearon ese escollo y continuaron conspirando. A punto de lanzarse a la huelga, se enteran que estalló antes en la textil de Puebla y que el patrón decidió dejarla correr sin paga para derrotarlos por hambre.
Acudiendo al pedido de ayuda de Puebla, Río Blanco decide retardar su movimiento y crean un fondo de huelga para sostener a sus hermanos de clase. Esa lucha no debía ser quebrada por hambre, pues si así sucedía ellos mismos estarían en peores condiciones. De su raquítica ración, media fue para sostener por un tiempo a sus hermanos en huelga.
Al enterarse el patrón, cerró la fábrica poblana y suspendió las otras como represalia por haber ayudado a sus compañeros y para que no pudieran seguir sosteniendo la medida de fuerza. Ya libres del trabajo, los obreros pudieron organizarse mejor, completaron el pliego petitorio y se declaró la huelga en Río Blanco.
Sus demandas tampoco entonces fueron atendidas. Resistieron dos meses con sus escasas raciones, proveyéndose de frutos silvestres y raíces que recogían en las montañas, pero conforme comenzaron a enfermarse sus mujeres y niños, la desesperación los embargó e ingenuamente decidieron ir por la ayuda de Porfirio Díaz, creyendo que aquel no permitiría tal abuso.
Éste simulo escucharlos. Hizo como que imponía al patrón que reabriera las fábricas pero en verdad lo favoreció, pues si bien prometió investigar –lo que nunca hizo– exigió a los obreros a cambio que regresaran a trabajar en las mismas condiciones que antes de lanzar la huelga.
Demostrando su honestidad, los obreros cumplieron a Porfirio su palabra. Pero la debilidad que arrastraban por la falta de alimentos les impedía cumplir las 14 horas de trabajo y decidieron concentrarse en la tienda de raya y pedir el adelanto de maíz y frijoles para llegar a la próxima paga. No sólo el patrón les negó lo que pedían sino que el encargado de la tienda, poco querido por su maltrato y abuso con los obreros, les aclaró que no se les daría “ni agua”.
Nuevamente, el odio de clase se expresó violentamente, primero saqueando y quemando la tienda y luego incendiando la misma fábrica. Dicen que fue una mujer, Lucrecia Toriz, quien instó a sus compañeros, convenciéndolos de que lo que había allí dentro era para sus familias, que debían ir en su búsqueda y tomar en sus manos lo que les era negado.
Cuando lo supe, no me fue extraño, pues en los momentos extremos de indefinición, por lo general, son las mujeres quienes empujan con su sensible fortaleza. Son ellas las primeras que deciden que nuestros hijos no morirán de hambre. Tampoco me extrañó cuando llegó el rumor de que la misma mujer había sido encarcelada en la prisión política de San Juan de Ulúa corriendo la misma suerte que muchos de sus líderes, o al menos, los que no habían sido fusilados.
Por años me pregunté por qué se dieron así los hechos, si en sus fines no estaba incluida la violencia, ni poseían armas, ni buscaban el desorden. Solo pude respondérmelo viendo que nuestra historia está plagada de estos ejemplos.
Y es que el gobierno y el patrón si buscaban el desorden, y por eso empujaron a la desesperación a los obreros. Aquellos sí habían sacado las lecciones de nuestra lucha en Cananea y entendían que el germen seguía latente en Río Blanco, por lo que esa lucha sería elegida para, según ellos, terminar de aleccionar a nuestra clase, pero esta vez intentarían asegurarse de ello.
A las afueras del pueblo ya estaban los batallones de ejército dirigidos, ni más ni menos, que por el Subsecretario de “guerra” Gral. Rosalío Martínez. El resto, sé que podrán imaginarlo. Los sobrevivientes nos dijeron en el pueblo que, durante días, dejaron casi un millar de cuerpos apilados en las calles, hombres, mujeres y niños masacrados por querer vivir solo un poco menos miserablemente.
A pocas horas de la masacre sería agasajado el General Martínez por los industriales dueños de la fábrica textil, mientras, según se dice, las viudas y los huérfanos seguía buscando a sus muertos.
Los de arriba tenían tanto pánico de nuestro poder que no dudaron en exterminar a un batallón entero de rurales por negarse a disparar a su pueblo. Sabían que no podía haber vacilaciones.
Cuando me enteré de estos acontecimientos, supe que el instinto de supervivencia de la clase dominante estaba mucho más desarrollado que el nuestro, que ellos no eran nada ingenuos. Pero ya Cananea y Río Blanco estaban adelantando lo que sucedería apenas cuatro años después.
Muchas veces me pregunté si podríamos haber ganado. Hoy solo puedo decirles que no lo sé. Pero lo que sí sé es que con formas superiores de organización hubiéramos superado la manera tan espontánea de luchar. Y es que nos faltó la coordinación consciente entre los estados acordando la participación de las demás fábricas en la toma de decisiones, que pudieran expresarse así las demandas de cada una unificándonos en un pliego único de reclamos de toda la región.
Y aunque esto era necesario, tampoco hubiera bastado, pues era indispensable contar con una preparada autodefensa obrera y estar armados para evitar la aniquilación del movimiento tal como se dio. Pero, observando el desarrollo de la historia comprendí que, fundamentalmente, nos faltó una dirección que nos guiase a unificar nuestras luchas con los millones de campesinos que enfrentaban a esa misma dictadura.
Nos faltó esa necesaria alianza revolucionaria que años más tarde posibilitó la toma del poder por los desposeídos obreros y campesinos de aquel lejano país, como fue la Revolución en Rusia.
Fuentes consultadas
James D. Cockcroft: Precursores intelectuales de la Revolución Mexicana: 1900-1913, 24ª. ed., México, Siglo XXI Editores, 2004.
Pablo González Casanova (coord.), Ciro F. S. Cardoso, Francisco G. Hermosillo, y Salvador Hernández (autores): De la dictadura porfirista a los tiempos libertarios, 6ta. ed., en La clase obrera en la historia de México, México, Siglo Veintiuno-UNAM, Instituto de Investigaciones Sociales, 1996.
Huelga en Cananea, en “Frente de Trabajadores de la Energía”, México, núm. 76, vol. 6, 26 de junio de 2006.
John Kenneth Turner: México bárbaro, México, Porrúa, 2011.
Jorge Sayeg Helú: “Para la memoria histórica / La huelga de Cananea”, en El Búho, México, núm. 80, s/f.