Presentamos como adelanto editorial un capítulo del libro “¡No Somos esclavas! Huelgas de mujeres trabajadoras, ayer y hoy” de la historiadora y periodista Josefina L. Martínez.
¡No somos esclavas! se publicará a fines de febrero en el Estado español. En la primera parte, la autora hace un recorrido por huelgas históricas protagonizadas por mujeres, atravesadas por la relación entre clase, género y migraciones. En la segunda parte, aborda luchas actuales durante la pandemia, donde las mujeres trabajadoras han estado también en la primera línea. El libro cuenta con ilustraciones a color de Emma Gascó.
En este capítulo se abordan las tendencias a la confluencia entre la lucha del movimiento de mujeres, las luchas antirracistas y las huelgas de la clase trabajadora contra la precariedad, en medio de una pandemia mundial que ha generado múltiples crisis. Poniendo el foco en el caso de Estados Unidos, donde se viene desarrollando una importante ola de huelgas en los sectores más precarios, feminizados y racializados de la clase trabajadora, se apuntan algunas reflexiones sobre la formación de una nueva clase obrera global. Finalmente, siguiendo el pensamiento de Rosa Luxemburgo sobre la relación entre lucha sindical y lucha política, se plantean algunas coordenadas sobre las huelgas laborales, los límites del sindicalismo y la necesidad de luchar por terminar con la esclavitud asalariada.
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El 20 de julio de 2020, varios miles de trabajadoras y trabajadores se manifestaron en una jornada de huelga por #BlackLivesMatter en más de un centenar de ciudades de Estados Unidos. Ese día, las reivindicaciones contra el racismo se combinaron con la exigencia de mayores medidas de protección contra la Covid en los lugares de trabajo y por el derecho a formar sindicatos. Grupos laborales especialmente feminizados y racializados tuvieron un papel destacado en las protestas: empleadas de cadenas de comida rápida, personal sanitario y de residencias de ancianos, conserjes, maestras, trabajadores y trabajadoras agrícolas. Desde Detroit a Los Ángeles y Nueva York, decenas de miles abandonaron sus puestos de trabajo durante 8 minutos y 46 segundos, el mismo tiempo que George Floyd había agonizado bajo la bota de un policía, antes de morir asfixiado. En el valle frutal de Yakima, jornaleros y jornaleras de la United Farm Workers [Trabajadores agrícolas unidos] pintaron carteles en castellano que decían: “Huelga por Black Lives Matter” y “Nadie es libre hasta que todos seamos libres”.
“Nos declaramos en huelga porque McDonald’s y otras empresas de comida rápida no nos han protegido en medio de una pandemia que ha devastado las comunidades negras y de color de todo el país”, decía Angely Rodríguez Lambert, una trabajadora de esa empresa en Oakland. Y aunque esta huelga fue parcial y en gran medida simbólica, mostró la potencialidad que podría tener unir el movimiento antirracista con la lucha de la clase obrera en Estados Unidos, una clase diversa y multirracial, capaz de paralizarlo todo y aglutinar las luchas de todos los explotados y oprimidos.
En el país del Tío Sam, el racismo, la xenofobia, el machismo y la homofobia multiplican los agravios de la explotación capitalista. La brecha salarial por género en Estados Unidos se mantiene casi sin cambios en las últimas décadas y, según algunos análisis, la reducción relativa de esta brecha se debe más bien al incremento de los ingresos de las mujeres en posiciones gerenciales, mientras que las trabajadoras más precarias han perdido poder adquisitivo. Del mismo modo, el relativo acercamiento en las ratios salariales entre mujeres y hombres, en muchos casos, son consecuencia de la caída del salario masculino –una nivelación hacia abajo en la precariedad–. Según un estudio reciente del National Women’s Law Center, las mujeres afroamericanas reciben solo 62 céntimos por cada dólar que se paga a los hombres blancos no hispanos. En el caso de las mujeres latinas o de los pueblos nativos, la brecha salarial aumenta, cobrando solo un 54 o 57% de lo que reciben los trabajadores blancos no latinos. Si eres mujer trabajadora en Estados Unidos –y más si eres negra o latina–, es probable que estés más expuesta al contagio, viajando en metros atestados, sin poder acceder a un seguro médico y haciendo malabares para pagar un alquiler y cuidar a tus hijos, con un salario que no alcanza los 15 dólares por hora.
En Estados Unidos –al igual que en todo el planeta– las mujeres son mayoría en la “primera línea” en medio de la crisis de la Covid. Son el 75% de las personas que trabajan en hospitales, el 88% de las cuidadoras, trabajadoras de residencias y asistencia psiquiátrica, el 93% de las cuidadoras de niños, el 63% del personal de las cadenas de comida rápida, el 66% en verdulerías y almacenes de alimentos, el 80% de las cajeras en locales de venta al por menor y centros comerciales, el 68% de las limpiadoras de hoteles y el 90% de las trabajadoras del hogar; las mujeres afroamericanas y racializadas son las que ocupan las posiciones más precarias y las primeras en ser despedidas.
Durante las últimas décadas de hegemonía neoliberal, estas diferenciaciones raciales y de género permitieron a los capitalistas imponer, a su favor, una profunda fragmentación entre la clase trabajadora. Sin embargo, con la crisis actual y la irrupción de iniciales tendencias para retomar un ciclo de lucha de clases que había comenzado antes de la pandemia, la posibilidad de conquistar la unidad entre la clase obrera de conjunto y diferentes sectores oprimidos aparece cada vez más en las calles. Puede verse cuando la juventud negra de los barrios pobres confluye con las trabajadoras precarias, con los activistas LGTB y sindicatos combativos, en una lucha común contra el racismo de Estado, la represión policial y las consecuencias devastadoras de la pandemia, que ya ha provocado millones de despidos.
Jimena Vergara, periodista y filósofa mexicana residente en Nueva York es integrante del comité de redacción de Left Voice y ha participado activamente tanto de las manifestaciones del Black Lives Matter como en el apoyo a huelgas de trabajadores y trabajadoras. Ella reflexiona sobre esta hipótesis:
“En el cénit del movimiento hubo bastante confluencia entre sectores obreros movilizados y el movimiento Black Lives Matter. Por ejemplo, los trabajadores de Amazon a nivel nacional hicieron manifestaciones de apoyo en los almacenes. Pero quizás la acción más importante en apoyo al movimiento fueron las huelgas parciales de 29 puertos en la costa oeste de Estados Unidos, impulsada por el sindicato de portuarios, que es parte de la AFL-CIO. En general, se calcula que ha habido entre 500 y 800 acciones obreras desde que empezó la pandemia, que luego se mezclaron con el movimiento antirracista, donde sindicatos y sectores precarios han sido abiertamente solidarios. Y quizás el elemento más importante en favor del movimiento han sido las organizaciones de base de muchos sindicatos, exigiendo a la dirección de la AFLO-CIO que los sindicatos de policías sean desafiliados de las centrales”.
En este contexto, mientras Trump apostaba por retener el voto de los sectores cristianos, homófobos, racistas y antiderechos, el movimiento juvenil y antirracista se dirimió entre seguir desplegando su organización o rendirse ante la trampa del “mal menor” que ofrecían desde el Partido Demócrata. “Para un sector, Kamala Harris representa la elección de una vicepresidenta negra y mujer, y consideran que eso sería un paso progresivo. El problema es que, además de ser miembro tradicional del establishment demócrata imperialista, Kamala Harris fue fiscal general, es decir que estuvo encargada durante muchos años del sistema criminal, que incluye a los departamentos de las policías locales, un sistema basado en la opresión de la comunidad negra, por el nivel de encarcelamiento, por el nivel de la violencia policial racista, etc.”, explica Vergara.
El triunfo de Biden en las elecciones y su proclamación como presidente de EEUU en enero de 2021 despierta sin dudas ilusiones en amplios sectores del movimiento obrero, las mujeres y la juventud: la idea de que con el nuevo gobierno se podrán revertir las políticas más racistas de Trump, conseguir aumentos salariales o terminar con la brutalidad policial. La realidad es que el Partido Demócrata es un pilar clave del establishment imperialista norteamericano, y está muy lejos de impulsar políticas para resolver estas aspiraciones sociales de forma permanente. Siempre ha sido el partido de Wall Street y las multinacionales norteamericanas, el partido de las intervenciones imperialistas en el mundo revestidas de discurso “humanitario”. Pero la clase trabajadora norteamericana, precarizada y tratada como basura durante tanto tiempo, está comenzando a ejercitar su capacidad en acción en múltiples huelgas y nuevas formas de organización, mientras amplios sectores de la juventud sienten que no le deben nada a este sistema capitalista y empiezan a ver con simpatía la idea de una sociedad postcapitalista e incluso del socialismo, aunque sin tener claro cómo lograrlo.
Por todo eso, en el próximo período está abierta la posibilidad de que algunos sectores de trabajadores y trabajadoras, migrantes, afroamericanxs y del movimiento de mujeres puedan comenzar a hacer una experiencia con este nuevo Gobierno, radicalizando sus posiciones para buscar entonces una alternativa política y de lucha desde la izquierda. Esta dinámica también se puede ver en otros países con gobiernos “progresistas”, como en el Estado español o en Argentina. En el caso español, después de más de un año de gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, la formación de Pablo Iglesias pareciera haber convertido la máxima del “no se puede” en su lema, justificando de forma permanente que, aunque están en el Gobierno con la vicepresidencia y varios ministros, “no pueden hacer más” para cambiar las cosas, porque se impone su debilidad. Con este relato de la “correlación de debilidades” justifican entonces que son parte de un Gobierno que rescata a las grandes empresas, mientras la mayoría de la clase trabajadora, las mujeres y la juventud están pagando los costos de esta crisis. Un gobierno que mantiene intactos los pilares del régimen monárquico español, que niega el derecho a la autodeterminación de los pueblos, que permite que se sigan realizando miles de desahucios a familias pobres, mientras los grandes especuladores inmobiliarios son recompensados, o que mantiene las deportaciones y las leyes racistas contra las personas migrantes. En relación con las mujeres trabajadoras, este gobierno también ha mostrado sus límites de clase. Cuando la ministra de Igualdad, la dirigente de Podemos, Irene Montero, cierra el acto para Forbes Women –que agrupa a las multinacionales más importantes del mundo– asume los gestos del feminismo más liberal y meritocrático. Muy distinto a resolver las demandas más sentidas de las trabajadoras hogar, las jornaleras o las jóvenes precarias.
En 1980, el intelectual Andre Gorz anunciaba la muerte de la clase obrera en su libro Adiós al proletariado. Según sus predicciones, las aspiraciones socialistas de la clase obrera eran “tan obsoletas como el propio proletariado”, y los cambios del capitalismo habían abierto paso a una sociedad post-industrial. Su augurio se convirtió en sentido común en la academia universitaria y entre los intelectuales del establishment. En medio del triunfalismo capitalista de los inicios de la década neoliberal, parecía que el capitalismo había logrado superarse a sí mismo de forma extraordinaria: obtenía cuantiosos beneficios y, según estos intelectuales, ya no había trabajadores que pudieran cuestionar la explotación.
Sin embargo, en las décadas que siguieron este pronóstico se demostró absurdo y completamente alejado de la realidad. Si bien la producción industrial tuvo una contracción en los países del norte más ricos, se produjo al mismo tiempo una expansión enorme de la proletarización en los países del llamado sur global. El investigador Immanuel Ness [1] sostiene que entre 1980 y 2007 “la producción en el Sur se ha expandido, y la producción global en su conjunto ha crecido de 1.900 millones de trabajadores a 3.100 millones -mucha más gente trabajadora que en cualquier otro momento de la historia del capitalismo.” En el mismo sentido apunta Kim Moody [2] en su estudio sobre la clase obrera norteamericana: “El número de trabajadores industriales en las economías desarrolladas cayó de 122 millones en 1999 a 107 millones en 2013, mientras que los de Asia Oriental aumentaron de 176 millones a 250 millones en esos años. Junto con este cambio, se produjo una de las migraciones humanas más grandes de la historia, en gran parte el resultado del despojo debido al desplazamiento rural y la guerra.”
Moody destaca también la feminización y racialización en el caso de Estados Unidos, donde las mujeres componen el 46% de los miembros de los sindicatos y donde también ha aumentado la proporción de personas negras, asiáticas y latinas en los mismos. Incluso señala que en los últimos años algunas de las “huelgas más militantes han sido dirigidas por mujeres”, como la lucha de miles de enfermeras de Pensilvania o la ola de huelgas de las maestras en varios Estados.
A su vez, el proceso de asalarización de amplios sectores de la población que pertenecían al mundo rural en países como China, India, Brasil o el sudeste asiático, reprodujo aquellos brutales fenómenos de empobrecimiento, migraciones forzadas, violencia, explotación y hacinamiento en grandes ciudades que se habían vivido en los inicios del capitalismo. Observando las épocas iniciales de acumulación capitalista, con la explotación brutal de hombres, mujeres y niños junto a la expoliación de las colonias, Marx afirmó que el capital había llegado “chorreando sangre y lodo”.
En este contexto, que parece repetirse una y otra vez en los albores del siglo XXI, emerge una clase obrera reconfigurada, más feminizada y diversa que nunca, como hemos intentado mostrar a lo largo de este libro, poniendo el foco en algunas luchas de mujeres trabajadoras durante la pandemia del año 2020.
Leyes de extranjería y precariedad laboral: racismo y capitalismo
Neris Medina llegó a España hace doce años, como trabajadora “contratada en origen”. En República Dominicana había trabajado en la industria maquiladora de la zona franca de Santo Domingo (territorio libre de impuestos para las grandes multinacionales, con trabajos basura y salarios de hambre). Allí cobraba un equivalente a 10 euros por semana, así que cuando una empresa española de hamburguesas abrió una campaña de reclutamiento para sus tiendas de comida en Madrid, no lo dudó. Tuvo que endeudarse para emprender el viaje, dejar por unos años a sus hijas, y enlazar dos trabajos continuos para poder sobrevivir. Antes de la crisis del 2008, llegaban cada año a España cerca de 200.000 inmigrantes con la modalidad de “contratos en origen”, un mecanismo utilizado por grandes empresas para abastecerse de mano de obra barata, sin derechos y más vulnerable, ya que la residencia depende del contrato. “Ellos buscaban países pobres, con las peores condiciones laborales, para poder traer a la gente aquí y tenernos esclavizados, es parte de la esclavitud moderna”, sostiene Neris Medina. Esta misma modalidad de “contratos en origen” es la base del trabajo agrícola en la mayoría de los países europeos o en la construcción.
En Patriarcado y capitalismo [3], analizamos la relación entre racismo, opresión patriarcal y capitalismo. Las opresiones no se limitan, como creen algunos, a dimensiones simbólicas del ámbito de la “representación”, sino que constituyen mecanismos de dominación, que sustentan y reproducen agravios materiales, y que forman parte del sistema capitalista como una totalidad compleja. Tampoco se trata de resabios de un pasado preindustrial, sino que emergen y se multiplican entre los engranajes del capitalismo más moderno, garantizando regímenes jerarquizados de mayor explotación laboral para una mano de obra racializada, migrante y feminizada. El racismo institucional y la precariedad laboral para las mujeres migrantes está muy presente en los campos de fresa de Huelva, entre las trabajadoras del hogar o las cuidadoras de las residencias. Las leyes de extranjería y el conjunto de instituciones que dan forma al racismo de Estado (centros de internamiento para extranjeros, edictos policiales, vallas y muros) garantizan una mano de obra disponible y condicionada para aceptar salarios más bajos, privada de derechos políticos elementales y, en muchos casos, sin poder organizarse sindicalmente. Es un fenómeno que Marx analizó en su obra El Capital como una parte clave del sistema de acumulación, el ejército industrial de reserva. Por eso, reivindicaciones como la regularización inmediata y permanente de todas las personas migrantes y la derogación de las Leyes de extranjería deberían tomadas por todos los movimientos sociales y en especial por los sindicatos, junto con la anulación de las reformas laborales neoliberales o la reducción del tiempo de trabajo entre ocupados y desempleados, sin rebajar el salario.
A esta altura, queda claro que es tan equivocado pensar que se puede defender una política de clase sin atravesarla por las cuestiones de género y el antirracismo –eso sería puro economicismo sindicalista o corporativo–, como ilusorio pensar que es posible terminar con todas las opresiones sin luchar de forma revolucionaria por poner fin al capitalismo.
Mujeres trabajadoras, sindicalismo y revolución
En los artículos que fui publicando en la revista española CTXT, en la Red internacional de Izquierda Diario y en otros medios durante el último año –que en gran parte constituyen el material de base de este libro– me propuse mapear algunas de las luchas más actuales de mujeres trabajadoras y migrantes, mediante testimonios y experiencias de diferentes latitudes. Desde las huelgas en las maquilas globales en el sudeste asiático, China y México a la lucha de las jornaleras en los campos de Andalucía y California; las nuevas organizaciones de las trabajadoras del hogar en varios países y las protestas de las limpiadoras y enfermeras en los hospitales. Sin pretender aquí ofrecer un estudio acabado, pienso que brindan algunas postales sobre esta nueva clase obrera global.
El trabajo alienado, junto a la violencia del capitalismo patriarcal y racista deshumaniza al extremo. “¡No somos esclavas!”, “¡No somos basura!”, “¡No somos descartables!” son algunos de los gritos más frecuentes en las huelgas que hemos conocido en los últimos meses. ¿Cómo se soporta una sociedad que genera tal nivel de explotación de los cuerpos para que alguien tenga que afirmar algo tan simple como “nosotras también somos personas”? Pero ellas aseguran también que no son víctimas. No se ubican desde un lugar de vulnerables que necesitan protección (ni de parte del Estado ni de la policía). No, en la propia lucha se empiezan a descubrir como sujetos políticos: luchadoras, mujeres que se organizan, que la están peleando, que se unen con otras trabajadoras y trabajadores. Ellas son mujeres que ponen el cuerpo en la primera línea y que no quieren ser esclavas, trabajadoras que no se conforman con migajas, que empiezan a exigir derechos y se atreven a soñar con otra vida, para ellas o para sus hijos. Lo más interesante, tal vez, es lo que las une a todas, a escala internacional. Cuando se comparten vivencias similares y se hace frente a los mismos grupos capitalistas globales, aquella idea del Manifiesto Comunista puede cobrar fuerza, de manera actualizada: trabajadoras y trabajadores del mundo, ¡unidas!
Al final de este recorrido, me vienen a la mente muchas otras huelgas y luchas protagonizadas por mujeres trabajadoras en el último período: la ola huelguística de las maestras en Estados Unidos en 2018 y 2019; los paros de enfermeras en Portugal y las trabajadoras de residencias en Guipúzcoa; las Kellys que se organizan contra los abusos de los hoteleros, o sus compañeras del otro lado de los Pirineos, en su mayoría migrantes centroafricanas, que han desplegado importantes huelgas en el hotel Ibis Batignolles; las limpiadoras de estaciones de trenes de la empresa Onet en París, etc. También sería interesante recuperar la experiencia de las teleoperadoras o de lxs riders de Glovo y otras Apps que luchan contra la precariedad laboral, las luchas de las mujeres de pollera que en los barrios populares del Alto boliviano enfrentaron la represión, o las campesinas y campesinos que se manifestaron en las calles de Quito contra el aumento del combustible. Sin olvidarnos de lxs estudiantes y jóvenes precarixs chilenxs, que, durante varios meses, cada noche, se enfrentaron a los pacos y conmovieron al mundo. Claro que una historia del presente tiene esa ventaja, sigue en construcción. Así que seguimos.
Para transformar de raíz la sociedad, hay que “aprender a mirar la vida a través de los ojos de las mujeres”, escribió hace más de 80 años el revolucionario ruso León Trotsky. Algo que ahora parece más necesario que nunca. Y en el Programa de Transición, en 1938, sostenía que las organizaciones reformistas solo prestaban atención a las “capas superiores de la clase obrera, ignorando a la juventud y a la mujer obrera, cuando precisamente la degeneración del capitalismo descarga sus más pesados golpes sobre la mujer en tanto que asalariada y en tanto que ama de casa”. Por eso, proponía que las organizaciones revolucionarias debían “buscar apoyo entre los sectores más explotados de la clase obrera y, por tanto, entre las mujeres trabajadoras.”
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En la mitología griega, el astuto Sísifo fue castigado por Zeus. Una vez en el reino de los muertos, era obligado a empujar una pesada piedra colina arriba, pero, antes de alcanzar la cima, la piedra rodaba hacia abajo y Sísifo debía recomenzar su ardua tarea, así hasta la eternidad. La revolucionaria Rosa Luxemburgo, en Reforma o revolución señaló que mientras el sistema capitalista siga existiendo, los sindicatos están condenados a realizar “una suerte de trabajo de Sísifo” que, si bien es indispensable, está marcado por profundos límites : avanzar, conseguir algunos derechos con duras batallas, retroceder producto de los ataques renovados del capital y volver a empezar. Esto es así porque la lucha de clases entre los capitalistas, por un lado, y la clase obrera, las mujeres y la juventud, por otro, no cesa nunca, mientras se mantengan intactas las relaciones de explotación y opresión. Los fondos buitres del capital financiero, la banca internacional, los propietarios de todos los medios de producción y los dueños de la tierra buscan aumentar sus ganancias y presionan siempre para rebajar salarios, extender la jornada laboral, liquidar derechos laborales, etc. En su apoyo cuentan con los Estados capitalistas y las fuerzas represivas, con la casta de políticos profesionales a su servicio, o la colaboración de instituciones reaccionarias como las Iglesias financiadas por el Estado, que llaman a las trabajadoras y trabajadores a resignarse ante las miserias de este mundo.
En el capitalismo, trabajadoras y trabajadores solo tienen para ofrecer su capacidad de trabajar, una fuerza de trabajo que los capitalistas compran a cambio de un salario miserable. Esta sociedad ha generalizado una nueva forma de esclavitud: la esclavitud asalariada. Pero la clase trabajadora se rebela a ser tratada como esclava; entonces resiste, lucha, forja lazos de solidaridad, organiza huelgas combativas, despliega toda su creatividad, forma sindicatos y partidos propios, se autoorganiza y hasta puede llevar adelante revoluciones.
Que la lucha sindical es un “trabajo de Sísifo” queda claro cuando hacemos un recorrido panorámico por las luchas de la clase obrera y las mujeres trabajadoras, como hemos propuesto en este libro. La lucha por reducir la jornada laboral, para aumentar los salarios y por conseguir mejores condiciones laborales, estuvo presente en las grandes huelgas del siglo XIX y principios del siglo XX, pero también fue retomada infinidad de veces en la historia hasta la actualidad. Cuando las jóvenes trabajadoras de las maquilas de Ciudad Juárez o Myanmar [4] se ven obligadas a hacer huelgas salvajes en pleno 2020 para exigir derechos tan elementales como poder formar un sindicato o para tener protección sanitaria, nos recuerdan aquellas batallas que dieron las obreras de Lawrence en la huelga de Pan y Rosas en 1912, o las luchas de las trabajadoras del Corte Inglés, en los años 70 del siglo XX. [5]
En las conversaciones que tuvimos con las jornaleras de Huelva [6], Ana Pinto nos contaba que está luchando hoy por lo mismo que luchó su madre hace más de 20 años. Y esto también ocurre con otras protestas sociales. Por ejemplo, el movimiento de mujeres en varios países ha conseguido arrancar el derecho al aborto, como en Argentina, mientras otras regiones del planeta siguen atrasando más de cien años. Pero allí donde las mujeres, la juventud, las personas LGTBI o la clase trabajadora consiguen obtener derechos mediante la lucha, estos se ven amenazados una y otra vez, porque las fuerzas reaccionarias y conservadoras se mantienen al acecho, listas para contraatacar.
Con la Pandemia de la Covid-19 se ha abierto una crisis múltiple: sanitaria, económica, social, geopolítica, una crisis de cuidados y medioambiental, por mencionar algunas de sus aristas más importantes. Según la OIT, en el mes de julio del 2020 se habían perdido hasta 400 millones de empleos en todo el planeta, y aunque en varios países estas cifras se recuperaron parcialmente, ha quedado un tendal de nuevos desempleados. El Banco Mundial estima que la crisis de la Covid empujará entre 88 millones y 115 millones de personas a la pobreza extrema, mientras que la cifra total llegará a los 150 millones durante 2021. Estamos hablando de personas que viven con menos de USD 1,90 al día. Es una catástrofe que tendrá profundas consecuencias en la vida de millones de personas, generando probablemente nuevos fenómenos sociales y políticos. Frente a tanta incertidumbre, lo único seguro es que el mundo está atravesando grandes sacudidas y ya nada será como lo conocíamos.
Sin embargo, no para todos fue igual. Las 400 personas más ricas de EE. UU. aumentaron sus fortunas un 8 %, y 15 de ellos lo hicieron en más de un 40 %. Primero en la lista, Elon Musk, quien incrementó su fortuna un 500 %. Este super rico ganó 7.000 millones de dólares en un solo día y aumentó su patrimonio en 100.000 millones en lo que va del año, especialmente por la subida de acciones de la compañía Tesla.
Ante la catástrofe sanitaria y social, los representantes de los Estados respondieron de forma unánime con restricciones a la movilidad, imponiendo confinamientos obligatorios, aumentando la presencia policial en las calles o con “toques de queda”, mientras los trabajadores y trabajadoras esenciales seguían contagiándose en el transporte público, en trabajos precarios y sin condiciones de seguridad elementales. El argumento era que “no quedaba otra opción” porque no había “recursos suficientes” para hacer otra cosa. Y, sin embargo, los recursos están ahí, a la vista de todos.
En el caso español, nueve empresas se encuentran en la lista FORTUNE Global 500, que agrupa a las mayores corporaciones mundiales por ingresos. Banco Santander es la entidad nacional mejor posicionada, ocupando la posición número 93 del ranking con unos beneficios de 74.720 millones de euros. El resto de las empresas españolas en la reconocida lista son: Telefónica, con beneficios de 54.197 millones de dólares; Repsol con 47.544 millones; BBVA con 46.892 millones; ACS con 43.706 millones; Iberdrola con 40.783 millones; Inditex con 31.584 millones; Mapfre con 27.520 millones y Naturgy Energy Group con 25.991 millones de dólares de beneficio. Si “no hay recursos” para mejorar los servicios públicos, para poder otorgar subsidios de emergencia a todas las personas que han quedado sin ingresos, o para impedir que nadie se quede sin vivienda en medio de esta crisis, es porque los gobiernos, sean “progres” o “conservadores”, no están dispuestos a tocar las ganancias de estos grupos económicos. En el caso del gobierno del PSOE-Unidas Podemos en el Estado español, este primer año de gestión de la crisis ha mostrado todos sus límites, demostrando que no es más que otro gobierno al servicio de las grandes multinacionales, aunque se muestre con un rostro “progre”.
Y mientras en enero de 2021 se superaban las cifras oficiales de 2 millones de fallecidos por la Covid en el mundo, un puñado de empresas privadas y naciones imperialistas más ricas acapara la mayoría de las vacunas. Para esta fecha, los países más ricos, que concentran un 14% de la población mundial, ya habían comprado más de la mitad de las dosis de vacunas de todo el mundo. Hasta la propia OMS tuvo que reconocer que los datos muestran un “catastrófico fracaso moral que será pagado con vidas”. En estas condiciones, cuando un puñado de multinacionales especula con la vida de millones de personas en todo el planeta, el lema de “socialismo o barbarie” se vuelve más actual que nunca.
Esto nos lleva a otra conclusión: no alcanza con la lucha sindical, ni con luchas limitadas al activismo en los movimientos sociales. Podemos hacer una huelga de alquileres hoy, pero mañana, con una nueva crisis, se multiplicarán los desahucios y los fondos buitres seguirán acaparando casas vacías y dejando a miles de familias sin casas. Podemos lograr frenar la privatización en un hospital, pero solo será temporal, porque los gobiernos y las empresas privadas seguirán intentando subastar este jugoso negocio, a costa de la sanidad pública. Todas esas luchas, con sus triunfos y derrotas, son fundamentales entonces, no solo por lo que pueden conseguir como reivindicaciones inmediatas, sino como “escuelas de guerra” para la ejercitar los músculos, aprender a identificar a los enemigos, cobrar conciencia de las propias fuerzas, sumar aliados, y, sobre todo, prepararse para futuros combates, adoptando una estrategia para vencer.
En Salario, precio y ganancia, Marx comparaba la lucha de la clase trabajadora por aumento de salarios con una lucha permanente de guerrillas, provocada una y otra vez por los abusos del capital. Y señalaba, también, que las trabajadoras y trabajadores no deben olvidar que con estas luchas están enfrentando los efectos, pero no las causas de estos efectos, que lo que hacen es aplicar paliativos, pero no curan la enfermedad. Estas luchas, en todo caso, deben permitir “comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de "¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!", deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: "¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!".
Las mujeres trabajadoras, junto con sus compañeros, no solo han protagonizado enormes huelgas, también han llevado adelante revoluciones, han conquistado el poder político y por esa vía han intentado iniciar un camino para superar las miserias del capitalismo, tal como lo contamos en el capítulo dedicado a la Revolución rusa. [7] Aquella grandiosa revolución triunfante fue después traicionada y asfixiada desde dentro, con la consolidación de la burocracia estalinista. Pero ese retroceso histórico no nos debería hacer olvidar de todo lo que ha sido capaz la clase trabajadora, con las mujeres a la vanguardia.
“¡No somos esclavas!”. Este comienza a ser el grito de miles de mujeres trabajadoras en todo el mundo. Mediante luchas duras, aunque todavía parciales, se empieza a forjar una nueva generación que no le debe nada al capitalismo, más que sufrimientos, precariedad y frustraciones. Para terminar con esta moderna esclavitud, tendremos que liquidar el régimen de la esclavitud asalariada. Entonces sí, después de expropiar a los expropiadores, podremos iniciar el camino común hacia una sociedad sin opresiones y sin explotación, donde todos los desarrollos técnicos y científicos no sean acaparados por un puñado de especuladores, sino que estén al servicio del más amplio desarrollo de la creatividad y la dicha humana.
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