Hay algo que ellos sí saben a la perfección: cómo enriquecerse y derrochar en demasía lo que miles no llegaremos a probar nunca. Estoy harta y quiero gritar para que ya nadie nos pueda callar.
Domingo 5 de junio de 2016
Imagen: La persistencia de la memoria (Salvador Dalí -detalle-)
El primer despertador suena a las 3.45, todavía es de noche y los manotazos a la mesa de luz son frenados por el frío que amenaza afuera de la frazada. La estufa se enciende poco, todavía no sabemos cuánto llegará de gas, y la bolsa de agua no llega a estar caliente hasta esa hora.
Me levanto al baño y ya casi me siento un despertador humano, ustedes saben de lo que hablo, de ser igual de responsable si el otro se queda dormido.
Aprovecho y duermo un rato más…
A las 8.00 suena mi despertador, éste ya anticipa la jornada que me espera: actualizar el currículum, ordenar la casa, juntar la ropa del piso y dirigirme a la cocina, donde mientras pongo la pava, observo los platos sucios de la noche anterior.
Refregándome la cara tomo el primer mate, me arremango el pulóver para lavar y así ya empezó el día.
Enciendo la radio, entre noticia y música me desayuno con que otra vez fui golpeada, fui humillada, un día más en las tandas aparecen nuestros nombres de mujeres, contándoles a miles de oyentes que Jimena o Roxana fueron matadas brutalmente y se nos juzga al oír de todos: que si era chica, que si era grande, que cómo vestía, si andaba sola, si era inteligente o suelta.
Baldes y baldes de hipocresía arrojados al juicio ajeno, metidos en una bolsa y empaquetados al mismo nivel que la publicidad de ofertas del supermercado del día.
Trago amargo en la saliva…
Suena la alarma recordando que en dos horas cierran las consultoras donde debo volver a llevar mi currículum, otra nueva tarea desde que perdí el trabajo en el taller.
Entre que lavo, acomodo un poco la casa y limpio, ya se hizo la hora de salir. Cargar los datos en el pen, hacer la cola en el locutorio para imprimir y otra vez me miro los zapatos golpeando puertas buscando empleo.
Se hace el medio día. Bajo del colectivo en la esquina y veo desde lejos que si me apuro llego al almacén antes del cierre. Mientras miro las góndolas y comparo los precios de lo más barato, escucho el rumoreo de la gente a la caja.
Ya nos conocemos, vamos siempre los mismos, los que vivimos en el barrio. Está Fátima, que vive en la esquina; ella tiene tres gurises y los mandados los hace con el más chiquito en brazos. Está Sara, la señora de la vuelta; el papá de Dieguito y las chicas nuevas que alquilan la habitación de la casa de Norma.
Acá nunca se sabe. Las conversaciones pueden ir de lo más sensible a lo más rancio y discriminatorio del pensamiento. Pero hace un par de meses, lo que sí se ve, es la molestia, esa molestia que es como una espina que se va pudriendo cada día que vamos a pagar la comida.
Incertidumbre y bronca.
Dejo las bolsas en la mesa y me detengo a pensar. No sé cómo se hace para que esto que pasó en cinco horas no me retuerza la panza, por lo que siento, pienso y no puedo dejar de decir.
Estoy harta y lo repito bien fuerte: harta, cansada, furiosa...
No tienen ni idea estos gobiernos y estos empresarios lo que es estar en nuestra piel, de la vida que llevamos nosotros, la mayoría. No saben lo que es tomarse dos colectivos a las cinco de la mañana para ir a laburar. Ellos andan en autos importados y camionetas de lujo.
No saben lo que es tener a tu abuela enferma porque con la jubilación no puede pagar la medicina y tener que estar horas esperando en la salita para ver qué podés hacer para que se sienta mejor.
Y encima se creen que tienen el derecho de venir a cuestionarnos, de decirnos que tenemos que tener paciencia, que nosotros tenemos que ajustarnos.
¡Me dan asco! Ni Jimena, ni Roxana son sus vecinas, sus amigas, sus hermanas. Ni van al almacén, contando el pesito que ganaron en la semana.
Ellos vienen a hablar del ejemplo, del respeto, de lo que debe ser, cuando nosotros somos los que tenemos las manos cuarteadas, ¿con qué cara vienen a hablarnos?
Hay algo que sí saben y a la perfección, es cómo enriquecerse, vivir en súpercountries, derrochar en demasía lo que miles no llegaríamos a probar nunca.
Adueñarse de nuestro trabajo para ser pocas familias las que en la Argentina tienen todas las tierras.
Estoy harta y quiero gritar. Por Jimena y por Roxana. Que todas gritemos para que ya nadie nos pueda callar.