Es difícil escribir sobre alguien que muere. Las ideas se entremezclan, imágenes y géneros literarios. ¿Qué escribir? ¿Una cronología de hechos? ¿Una lista de recuerdos? ¿Un guión con el montaje de las imágenes que se superponen en la cabeza? Para ir cerrando el ancho caudal de posibilidades voy a relatar una serie de experiencias no necesariamente asociadas de manera simétrica.
Domingo 16 de noviembre de 2014 16:00
Cuando conoci a Juan Carlos yo militaba en el PTS hacía pocos años, participando de la experiencia de Contraimagen. Teníamos la ambición de ligar el cine de nuevo a su “elemento natural”, que es la clase obrera, su gran público y su gran fuente de inspiración. Algo había pasado en el país, la crisis de la salida del Gobierno de De la Rúa había generado una crisis de todas las instituciones del Estado, y la debacle económica era tan profunda y tan sentida que la sociedad se transformó en un laboratorio de experiencias “anticapitalistas” (no tanto por deseo, sino por defección del mismo).
En medio del gran cimbronazo que fueron las “Jornadas Revolucionarias” que vivimos en esos días, cerca del único local que teníamos, Chipi [NdR: Christian Castillo] me hizo notar que mientras venía de su casa había visto una fábrica tomada y me pidió que nos acerquemos. Era la fábrica de trajes Brukman. Fuimos con Celeste, una compañera, y nos presentamos en nombre de la “Secretaría de relaciones obrero-estudiantiles” que con un escaso 3 o 4 % de los votos en Filo igual nos permitía “ejercer funciones”.
En la puerta de la fábrica había una alcancía. Una mujer joven, aguerrida mamá de tres chiquitos, que hoy cuando los vi ya eran tremendos pibes, tenía escrito a mano un volante que decía más o menos así: “ATENCIÓN: trabajadores de Brukman, la empresa se fue. Mantenerse en sus puestos de trabajo, la fábrica está tomada. Por una sociedad sin explotados ni explotadores”. Este volante dibujado en una hoja de cuaderno mano con lapicera fue el comienzo de una relación. Me ofrecí para diagramarlo e imprimirlo con las fotocopias que teníamos disponibles por el Cefyl. Me fui en la bici al local, lo diagramé, seguí con la bici hasta Filo, imprimí los volantes y en la canasta los traje de nuevo hasta Brukman (no sin antes pelearme con los burócratas que dirigían el Cefyl, idiotas que no iban a entender de qué se trataba la delicada misión en la que me encontraba arrojado a todo pulmón).
Es que Brukman era la posibilidad de que la clase obrera tuviera una incipiente aparición en la escena nacional signada por la crisis “orgánica” (crisis económica, político-estatal y alto nivel de luchas callejeras, aunque sin la intervención del proletariado). Si Brukman era una posibilidad para que se expresara la clase obrera, pues valía la pena jugarse todo para que esto pasara. Así llegué pedaleando grandes planes con los mil volantes calentitos y comenzamos a hacernos amigos.
Juan Carlos era de oficio planchador; en pocos días había transformado su lugar de trabajo en un bunker para la resistencia. El segundo piso era su centro de operaciones, un cuartito para descansar y tomar mate, una mesa con una radio, diarios y periódicos de todas las corrientes, al lado de las calderas que alimentaban seis planchadoras industriales con las que él hacía magia. Los días pasaban a toda velocidad. La principal discusión en la fábrica era “sacar al conflicto afuera”. “Afuera” significaba intervenir en un proceso de movilización de las clases medias pobres y los trabajadores desocupados, el famoso bloque de los “piquetes y cacerolas” y las Asambleas Populares. Juan Carlos era el primero que se anotaba a venir “afuera”. Era un gran orador, podía con naturalidad y emoción relatar sobre la lucha contra los vejámenes del capitalismo. En la primera Asamblea Popular a la que fuimos le querían poner un límite de tres minutos para que hablara (como era la moda de ese entonces), lo cual para Juan Carlos fue tomado como un insulto ya que inhibiría sus cualidades oratorias frente a la presión del tiempo. Además, el representaba a cincuenta obreras y a sus familias, no hablaba por cuenta propia. Casi nos vamos a las puteadas. Por suerte la Asamblea lo dejó hablar todo lo necesario.
En Brukman no se pasaba hambre por la enorme habilidad de las mujeres para administrar lo mínimo, pero nadie estaba gordo. Los primeros días de febrero los obreros de Zanon, en la Patagonia, que desde octubre mantenían una “guardia obrera” en el portón para evitar que la patronal vacíe la empresa, envalentonados por la “ausencia de Estado” decidieron romper el precinto del gas, que era lo único que les impedía prender los hornos y ponerlos a producir. Estos cerámicos fueron una llama que encendió una hoguera. Los compañeros de lo que sería el colectivo El Ojo Izquierdo documentaron la puesta en producción y nos mandaron un casete VHS. Con eso editamos un par de minutos de cortometraje. En el sexto piso de la fábrica funcionaba la cocina-comedor y había una TV colgada del cable. Llevé la cinta VHS y una casetera y todo el día pasé el corto donde los obreros de Zanon ponían a producir la fábrica y “Me matan si no trabajo, y si trabajo, me matan” de Raymundo Gleyzer. Ya la idea de que se podía producir "sin patrón” ardía bajo la piel y quemaba los nervios erizados por la falta de respuestas del Gobierno, las boletas de luz que se hacían oscuridad y teñían de negro el horizonte.
Contagiadas por Zanon, el impulso de las Asambleas Populares y las noticias de que decenas, cientos y se llegaron a contabilizar más de dos mil fábricas pequeñas que se habían ocupado, las obreras de Brukman empezaron a vender los trajes y a fabricar a pedido. El velo transparente que separa la producción de sus creadores se resquebrajaba.
El segundo piso donde nos reuníamos a leer La Verdad Obrera con Juan Carlos empezó a tomar otro color. Las calderas se prendieron, los percheros se llenaban de sacos y pantalones que humeaban a lo loco. Ahí brillaba el oficio del planchador, pisando pedales, tirando el vapor, la presión, el calor, cambiar la posición de la pieza, otra y otra más.
Pero al mediodía se paraba todo, el calor era muy grande y era mejor sentarse a tomar tereré y hablar de política.
Podría seguir escribiendo unas horas más, quizás días, de memorias y anécdotas. Quizás lo haga más adelante. El domingo la noticia me llegó a las 6 a. m. y salí en un remís a la fábrica. Mi militancia desde el 2004 se concentró en la zona norte. Volví a ver a Juan Carlos en toda marcha y acto que hubieran, y siempre nos saludamos con el mismo afecto, pero perdimos la costumbre de sentarnos a charlar en su bunker. Es algo que me trae tristeza frente a su partida. Me hace pensar en todas las demás cosas que no estoy haciendo de las que me voy a arrepentir. Mientras velábamos a Juan Carlos pensé que estas experiencias de alguna manera nos preparan para nuestra propia muerte, que es igual de inevitable. La contraparte es haber vivido cada minuto de nuestra vida luchando por la libertad, elixir exquisito en que se transforma cada gramo de aire que respiro, y así sellamos nuestra suerte, querido Juan Carlos, en nuestra despedida. Hasta la victoria.
Carlos Broun. Domingo 16 de noviembre de 2014.