Este mes se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de Kafka. Con los años, el particular mundo que construyó se volvió tan distinguible y potente, que su nombre acabó constituyéndose en un adjetivo: lo “kafkiano”. En este artículo, un breve resumen de dos lecturas respecto a su obra: la de Deleuze – Guattari y la de Benjamin.
Miércoles 10 de junio de 2015
Quizás la obra de Kafka sea una de las más ricas y más comentadas de la literatura del siglo XX. A lo largo de los años, gracias a la (feliz) desobediencia de su íntimo amigo Max Brod, quien desoyó la voluntad testamentaria de Kafka que demandaba la destrucción de sus escritos, se han multiplicado las interpretaciones en torno a la obra del escritor checo.
Desde el psicoanálisis a las interpretaciones religiosas, el abanico de lecturas ha sido tan prolífico como su obra. La ley, la culpa, la burocracia, la figura del padre, la animalidad, son todos temas que rondan la obra de Kafka y que han interesado a los más destacados pensadores y corrientes de pensamiento del siglo XX. La carta al padre ha sido el deleite de psicoanalistas, tal como El Proceso o la famosa parábola Ante la ley han sido materia de discusión en torno al derecho y a la burocracia.
La diversidad de interpretaciones excede el marco de cualquier artículo, pero quisiera en este espacio hacer foco en las dos lecturas que considero más potentes: la de Benjamin y la del tándem Deleuze - Guattari.
Kafka por Deleuze – Guattari
En su Kafka, por una literatura menor, estos pensadores proponen una lectura que discute las interpretaciones tanto religiosas como psicoanalíticas. Publicado en 1975, se vierten en ese libro varias de las ideas que habían aparecido tres años antes en El Anti- Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, primera de una serie de producciones en conjunto que realizaron ambos filósofos.
El libro se abre con el concepto de rizoma. Los filósofos empiezan por aclarar que la obra de Kafka es, precisamente, “rizomática”. Es decir, a ella puede ingresarse por múltiples puntos de entrada, como de hecho sucede en las construcciones de Kafka, sean éstas castillos, madrigueras u hoteles. El rizoma supone la multiplicidad de puntos de entrada y con ello la conjuración de una entrada exclusiva que obligaría a un principio jerárquico a partir del cual se explicaría la totalidad de la obra. En rigor, habría que evitar conceptos como “interpretación” o “explicación”. La obra de Kafka “no se ofrece sino a la experimentación”.
Es entonces la concepción de esta obra como experimentación la que mueve a éstos pensadores en su exploración en torna a ella. Tomemos La carta al padre, a la que está dedicada el segundo capítulo del libro, y en la que hacen pie las interpretaciones más emblemáticas de un cierto psicoanálisis clasicón en torno a la obra de Kafka. Apretujando el argumento y a riesgo de sintetizar demasiado, puede sostenerse que el Padre de Kafka es leído tal como funciona el Padre en el psicoanálisis: a la vez ideal del yo, punto de identificación, y, por otro lado, superyó feroz. Kafka está llamado a seguir el camino de ese exitoso padre burgués que ha logrado construir su fortuna por sí mismo. Ese punto de identificación, supuestamente apaciguador, tiene, sin embargo, su contracara: la culpa. Se debe estar eternamente agradecido a ese padre que ha dado todo. La deuda con el padre es infinita. De este vínculo tortuoso puede deducirse ese sentimiento de culpa que tanto aqueja a los personajes de Kafka.
Ahora bien, lo que proponen D&G es una lectura que abra ese triángulo psicoanalítico clásico, familiar. O, más bien, descubrir los otros triángulos que operan detrás de aquél. Extender el análisis más allá de la familia nuclear, y comprender el “adentro” de la familia en relación con las esferas políticas y sociales de la que ésta es parte. En otras palabras, abrir los adentros. Así, en La metamorfosis, la máquina burocrática se continúa en la familia. Unos burócratas se hospedan en la casa y ocupan, en la mesa familiar, los lugares antes ocupados por los familiares. O, por ejemplo, la intrusión, en el comienzo de El Proceso, tanto de los funcionarios de la justicia, como de los compañeros de trabajo de Kafka, en el interior de su habitación. Las fronteras, en el universo kafkiano, se erosionan, señalando una contiguidad llena de intersecciones, donde sólo se creían ver esferas separadas.
Colocados en este plano, los devenires – animales en Kafka constituyen una línea de fuga, una estrategia de huida, no únicamente del universo familiar, sino más allá, de los elementos burocráticos de una sociedad, que forman con aquélla una continuidad. El vínculo Padre- Hijo no es el núcleo de la cuestión. Si por algo importa este vínculo, es porque a partir de él pueden derivarse otras potencias: sociales, políticas, históricas. “El problema en torno al padre no es cómo volverse libre en relación a él (problema edípico) sino como encontrar un camino en donde él no lo encontró” escriben D&G. Éstos sintetizan su perspectiva invirtiendo la noción clásica del psicoanálisis: “…no es Edipo quien produce la neurosis, es la neurosis que produce a Edipo”. Kafka no podría ser candidato al diván, pues no se trata su proceso de una neurosis edípica. Hay un “deslizamiento perverso” en la Carta al padre, que consiste, no en culpabilizar al padre por las propias imposibilidades, sino, por el contrario, en suponer su inocencia. Es el padre, primero, quien en el pasado tuvo que renunciar a su propio deseo, sometiéndose a un orden dominante que ahora, por la imposibilidad de haber encontrado su propia salida, intenta imponer al hijo. Si el padre es la figura de la autoridad, si incluso es de temer, no es sino porque, previamente, incapaz de haber encontrado salidas, ha acabado por someterse a un orden social.
La obra de Kafka cobra entonces otro sentido. Los autores introducen cierto frescor en la imagen algo fijada y estereotipada que ha tendido a prevalecer en torno a la figura del checo: la de un autor sufrido que, existencialmente traumado por la figura despótica de su padre y por la imposibilidad de satisfacer las expectativas de éste, se pasó su vida encerrado, escribiendo, como único escape posible a la realidad. Oponiéndose a esta imagen algo reactiva, los autores restituyen la positividad a las creaciones de Kafka, leyendo en los devenires animales procedimientos estratégicos, “líneas de fuga” que persiguen una “materia no formada”, una huida de lo significante, que amenaza con apresar y codificar lo viviente. Así, afirman: “Gregorio se vuelve cucaracha, no sólo para huir de su padre, sino más bien para encontrar una salida allí donde el padre no supo encontrarla; para huir del principal, del negocio y los burócratas; para alcanzar esa región donde la voz lo único que hace es zumbar”.
Kafka, entonces, indicando los trazos por donde puede pasar una “literatura menor”, en oposición a una “literatura mayor”, simbólica y significante. Una literatura abocada a trabajar la materia y la sonoridad de la lengua, en una experimentación que implique una desterritorialización de la lengua, un agujereo de los “idiomas nacionales”, una contaminación de la propia lengua por otras lenguas, pero también por sonoridades animales o, por qué no, por ruidos maquinales. Una literatura, en fin, que sea capaz de trabajar intensiva (y no simbólicamente) la lengua.
Kafka y la redención
Walter Benjamin fue otro de los pensadores que se vió capturado por la obra de Kafka. Dedicó varios años a estudiarla, y, finalmente en 1934 acabó publicando Franz Kafka. En el décimo aniversario de su muerte, su texto más importante en torno a la figura del checo.
La lectura que hace Benjamin sobre Kafka conduce al primero a retomar temas que habían sido centrales en su obra de juventud, en la estela del judaísmo: sobre todo, la idea de mesianismo y, ligada a ésta, la de redención. Temas que retornan en la obra de Benjamin para no volver a abandonarlo, y que unos años después de la publicación de Franz Kafka… se plasmarán en ese pequeño gran ensayo titulado Tesis sobre el concepto de historia, dedicado “A quienes cayeron en la rueda del progreso. Por su redención”. Texto que sintetiza, como ningún otro, esa singular búsqueda que ocupó al filósofo alemán en sus últimos años: buscar la convergencia entre el materialismo histórico y una suerte de mesianismo secularizado.
La dedicatoria citada más arriba expresa con precisión el núcleo de sus ideas. La redención es una noción que atañe no únicamente al futuro, sino, aún más, al pasado. Es el pasado, sobre todo (los que cayeron bajo la rueda del progreso) el que es redimido a partir de la “ruptura mesiánica – revolucionaria de la continuidad”. No se comprenderían estas ideas sin tener en cuenta el contexto histórico dominado por el nazismo y el fascismo en Europa, que producen una barbarie que, lejos de llevarse mal con el progreso, se producen precisamente con las herramientas extraídas a partir de él. Benjamin lee éstos fenómenos como una “barbarie moderna, industrial, dinámica, instalada en el corazón mismo del progreso técnico y científico”.
Benjamin se vuelca a una crítica radical de la idea de progreso, tal como se manifiesta en distintas vertientes, desde el evolucionismo darwinista a las corrientes ortodoxas del marxismo y su creencia en la inevitabilidad de la victoria del proletariado. Y su respuesta pasa por, precisamente, la interrupción de esta historia concebida como un continuo, hija de una concepción “vacía, homogénea y mecánica” del tiempo histórico. La revolución, para Benjamin, es un acto de ruptura de este continuo histórico, un acto que consiste en “la detención mesiánica del devenir”. No se trata acá, de la creencia en la llega de un Mesías concreto, sino de concebir que a cada generación le es dada una “débil fuerza mesiánica, a la cual el pasado tiene el derecho de dirigir sus reclamos”. Son, en última instancia, los explotados de la historia los que son redimidos en el tiempo mesiánico. Y es la detención de esa rueda del progreso, bajo la que han caído, lo que garantiza esa redención.
Ahora bien, a todo esto… ¿Kafka? ¿Adónde quedó? Quiero focalizar en una parte de ese ensayo sobre Kafka. Se trata del momento en que Benjamin hace mención a América, única de las tres novelas de Kafka en las que al protagonista le es asignado su nombre completo: Karl Rossman, tras los escuetos Josef K. de El Proceso y la mera inicial K. con la que se denomina al protagonista de El Castillo.
Benjamin puntualiza el episodio en el que Karl acude a la solicitud del Teatro natural de Oklahoma: “El que quiera hacerse artista, ¡que se presente! Somos el teatro que puede necesitar a cualquiera, ¡a cada uno en su sitio” lee Karl en un cartel. Para Benjamin, el teatro de Oklahoma remite al teatro chino, un teatro gestual. Lo justifica adjudicándole a Karl Rossman un típico carácter chino, “transparente y puro (…) casi falto de carácter”. Y le asigna a este teatro un lugar central en la obra de Kafka, en tanto sugiere que “una cantidad de estudios e historias menores de Kafka se iluminan por completo cuando se las pone (…) como actos en el teatro natural de Oklahoma”. Y agrega: “Sólo entonces se reconocerá con certeza que la obra entera de Kafka representa un código de gestos”.
Sin lugar a dudas, son esos gestos, contundentes y enigmáticos al mismo tiempo, los que se nos pegan a la memoria cuando leemos a Kafka: las espaldas de los jueces, ubicados en las alturas del recinto, encorvadas contra el techo o los personajes que hunden sus rostros en el pecho, entre tantos otros. Según Benjamin, ese teatro representa la oportunidad de la redención para los solicitantes. Si es un teatro “natural”, se debe a que, allí, “se puede necesitar a cualquiera”, es decir, cada quien actuará de sí mismo. Todos esperan, ansiosos, la entrada a ese teatro, ya que están siendo llamados para representar sus propias vidas. Benjamin sugiere que la recurrencia y la minuciosidad con que Kafka se ocupa de la descripción de los gestos se deben al asombro que le causa observar los gestos de sus contemporáneos. Casi como si su contemporaneidad le resultara tan enigmática que, para acabar de comprenderla, le fuera necesario describirla y quizás exagerarla.
Como los actores del teatro chino, que hallan en la repetición su maestría, y en el instante de la representación su conexión con lo eterno, la redención en Kafka se encontraría, cree Benjamin, en “esa nada con la que recién se vuelve útil el algo”. Tal como escribe Kafka en su diario: “armar a martillazos una mesa con la moderación metódica y detallista del artesano y al mismo tiempo no hacer nada (…) Para él martillar es un martillar real y al mismo tiempo también una nada, por lo cual, de hecho, el martillar se habría vuelto más osado, más decidido, más real y, si tú quieres, más demente”. Ese lugar (y más aún ese tiempo) en el que el algo y la nada convergen, y hacen emerger un tiempo otro, un tajo en el continuo del tiempo.
Puede argumentarse, no sin razón, que el vínculo entre lo teológico y lo político, en Benjamin, es por demás problemático. Reconciliar la idea de mesianismo con la de materialismo histórico no parece ser tarea fácil. Sin embargo, la interpelación a poder pensar un tiempo cualitativo en oposición a uno cuantitativo y lineal sigue siendo un desafío que quizás merezca la pena ser tenido en cuenta en un tiempo en el que se vuelve cada vez más literal ese latiguillo tan famoso de que “el tiempo es dinero”.