La vicepresidenta reclamó un consenso “de todas las fuerzas políticas” para renegociar el acuerdo firmado con el Fondo Monetario. Una política inscripta en una estrategia que lleva décadas fracasando: la "regulación" estatal de una sociedad capitalista en creciente declinación.

Eduardo Castilla X: @castillaeduardo
Viernes 28 de abril de 2023 21:07

Foto: Matías Baglietto.
Emergió casi en el final del discurso, cuando los aplausos de despedida empezaban a ganar la escena; cuando era evidente que Cristina Kirchner no anunciaría una candidatura: “Tenemos que hacer un programa de gobierno. No hay que pelearse ni tampoco un programa donde hagamos fe, anticapitalista ni nada por estilo. Vuelvo a repetir lo que ya he dicho en muchas oportunidades, hoy el capitalismo ya no es una ideología, es simplemente el modo de producción de bienes y servicios más eficiente”.
Mientras la decepción abrumaba el corazón de sus simpatizantes, la vicepresidenta en funciones volvió a reclamar un consenso “de todas las fuerzas políticas” destinado a renegociar el acuerdo firmado con el FMI. Una política que solo conduce a profundizar la subordinación del país al poder financiero internacional y a las grandes potencias imperialistas. Esa orientación se hace patente en dos definiciones. Por un lado, la vicepresidenta confirmó su vocación de “pagadora serial”, justificando los pagos de la deuda pública, incluyendo la contraída con el Fondo. Por el otro, propuso un mecanismo que ataría esos pagos al superávit comercial. Una medida que, de hacerse efectiva, redoblaría el sometimiento nacional.
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Recuperando la discursividad histórica el peronismo, Cristina Kirchner ratificó la defensa del sistema capitalista. Celebró su supuesta “eficiencia”. Algo discutible si se atiende a las casi 1.000 millones de personas que habitan el mundo en condiciones de extrema pobreza. O a la inmoral desigualdad que marca la distancia entre la reducida elite mundial (1 % de la población) y la inmensa mayoría de los habitantes del planeta.
Ese mensaje recorre la historia de aquel movimiento. Es el que brindó Perón, en 1944, a los empresarios reunidos en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires: “Se ha dicho, señores, que soy enemigo de los capitales, y si ustedes observan lo que les acabo de decir no encontrarán ningún defensor, diríamos, más decidido que yo, porque sé que la defensa de los intereses de los hombres de negocios, de los industriales, de los comerciantes, es la defensa misma del Estado” [1]. Es el mismo que le recordó, tres décadas más tarde, el líder exiliado a un joven Juan Manuel Abal Medina: “Vea, doctor, yo respeto y aprecio mucho a Fidel Castro y lo que hace en Cuba. Pero la Argentina no es Cuba, el Ejército argentino no es el ejército de Batista y, sobre todo, nosotros no somos marxistas” [2].
Cristina Kirchner engarza en esa tradición política; recupera esa histórica defensa del capitalismo. Contiene -o pretende contener- a derecha y a izquierda. Avisa al gran capital que el peronismo ofrece la certeza del respeto a la gran propiedad privada. Advierte, a simpatizantes y seguidores/as, que el cuestionamiento al gran empresariado no puede ni debe transcender los límites de esta sociedad. Aún en tiempos de catástrofe social y económica como el que habitamos.
En esa tradición -dejemos asentado- esa defensa del capitalismo estuvo lejos de ser un “problema ideológico”. En el límite de su vida, el último Perón libró una tensa batalla en favor del Pacto Social, aquel acuerdo de precios y salarios construido en interés de la rentabilidad capitalista. Garantizando esa política hasta su último suspiro, el viejo líder no tuvo reparo en crear y empoderar a las bandas asesinas de la Triple A.
El capitalismo de Cristina
Cristina juega con las temporalidades. Discursivas y políticas. Cuando narra el presente, lo hace como analista; cuando habla como dirigente política, se refiere al pasado y al futuro. Su “nosotros” es, casi siempre, fantasmal. Aun así, su rememoración histórica posee lagunas. Este jueves, en casi ochenta minutos de discurso, solo dos veces pronunció la palabra “ajuste”. Lo mismo ocurrió con “privatizaciones”. Logró, además, el milagro retórico de referirse extensamente a los años 90 sin mencionar el apellido “Menem”.
La “Argentina circular” contra la que bramó es inexplicable sin la experiencia kirchnerista en la gestión del poder estatal. Una experiencia donde se ofreció, como dijimos la semana pasada, al Estado como “sujeto” de transformaciones sociales profundas. Esa promesa discursiva entró en default hace tiempo. El Frente de Todos no hizo más que extender la cesación de pagos.
La vicepresidenta habló como si la concentración oligopólica en la producción de alimentos hubiera emergido con la pandemia. No obstante, ese estado de cosas arrastra una pesada continuidad, iniciada en la dictadura genocida y consolidada durante los años de Alfonsín y Menem. Esa realidad económica no fue cuestionada en la llamada “década ganada”. Cristina Kirchner se encargó de recordarlo. Fue allá por 2018, en una sesión del Senado. Cuando eligió la última hora de la noche para enrostrarle a Cambiemos que la multinacional alimenticia Arcor había ganado más bajo sus gobiernos.
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Ocurre algo similar si se atiende a la extranjerización de la economía nacional, de la que también habló CFK. Si miramos al pasado, veremos que, en el largo ciclo que va entre 2003 y 2015, la reversión parcial de algunas privatizaciones -entre las cuáles destacó YPF- no alteró lo esencial de la estructura económica nacional. El investigador Martín Schorr lo consignó, señalando que “un análisis entre puntas permite concluir que, a pesar de las transformaciones reseñadas, el grado de extranjerización de la elite empresaria doméstica no mostró una restricción significativa” [3].
Esa extranjerización explica, en gran parte, el extraordinario drenaje de divisas de aquel período. Graficando esa dinámica, en Salir del fondo, Esteban Mercatante indicó que “los pagos de la deuda, la fuga de capitales y los giros de utilidades de las empresas imperialistas explican la sangría de divisas. Según el balance cambiario del BCRA, durante 2003-2015, la formación de activos externos del sector privado no financiero (fuga de capitales) alcanzó los USD 102.000 millones, los pagos de servicios de la deuda insumieron otros USD 54.000 millones netos, y las remesas de utilidades otros USD 24.000 millones (neto)” [4].
Ese ciclo histórico tampoco permitió dejar atrás el carácter esencialmente primarizado de la economía nacional. Al peso social y económico del gran capital rural se añade, también, el atraso productivo de ramas enteras de la industria. Devorando insumos adquiridos en dólares, esa fracción de la clase dominante también aportó lo suyo a hacer más exigente la restricción externa.
Lógicamente, el kirchnerismo no puede ser sindicado como responsable exclusivo de esas tendencias profundas. Éstas expresan, en última instancia, los límites estructurales de la propia clase capitalista; su histórica vocación fugadora y la persistente reticencia a reinvertir ganancias. Atada al interés del poder financiero internacional, esa clase social parece tener sus representantes más genuinos en la golpeada coalición de Juntos por el Cambio. Su mundo ideal habita en las crudas palabras de Milei. Su conciencia de la relación de fuerzas le dicta un curso más moderado de acción en el futuro inmediato.
El peronismo eligió, muchas veces, el terreno de administrador crítico o semi-crítico del interés capitalista. El Frente de Todos no escapó a esa saga. Crítico feroz en las palabras, asumió la desastrosa herencia macrista como propia. Vocero tibio de un discurso latinoamericanista, corrió a Washington a garantizar respeto por el acuerdo con el FMI. El kirchnerismo acompañó ese itinerario. Lo sigue haciendo. “Sergio”, que es Massa -como “Mauricio” era Macri- es el garante de un persistente ajuste. Es, también, quien asegura la continuidad de ese acuerdo que la propia Cristina Kirchner define como “inflacionario”, confirmando lo denunciado -hace más de un año- por el Frente de Izquierda Unidad.
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¿Capitalismo regulado desde arriba o socialismo revolucionario desde abajo?
Este jueves, antes de interrumpirse bruscamente al recordar el intento de magnicidio en su contra, Cristina Kirchner afirmó: “¿A quién le van a hacer creer los políticos hoy, cualquiera sea el origen, la idea, que van a poder controlar lo que hace el poder económico concentrado, y que van a solucionar los problemas de los argentinos, en este estado de cosas? Qué no me jodan. Que no me jodan más con esas fantasías”.
Esas “fantasías” fueron la que ella sostuvo -hace apenas un año y doce días- en la apertura de la sesión plenaria de EuroLat 2022. En aquel encuentro, la vicepresidenta ofreció un manual de instrucciones para que el Estado regule al gran empresariado. Pero el tiempo circula a frenética velocidad en la economía y la política argentina. Aquel capitalismo regulado por el Estado se presenta ya como un insípido recuerdo; como artimaña discursiva para encubrir la inacción casi total frente al caos que impone la constante búsqueda de rentabilidad empresaria.
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El Estado “regulador” actúa, por ejemplo, como garante de las múltiples exenciones impositivas que recibe el gran empresariado. Las mismas que precisamente denunció este jueves CFK. Ese Estado acaba de otorgar -con escaso resultado- la tercera edición del dólar agro. concesión destinada a calmar la voracidad de las patronales rurales. Es, también, el que cede al chantaje del lobby inmobiliario, mientras millones de familias carecen del elemental derecho a la vivienda en todo el territorio nacional. La regulación estatal se ejerce, milimétricamente, en interés del capital. Ratificando aquella maravillosa definición del Manifiesto Comunista, el gobierno del Estado moderno sigue siendo la junta de los asuntos comunes de la burguesía.
La perspectiva que propone Cristina Kirchner lleva décadas fracasando. El Estado no es el contralor del Mercado. Es el garante, incluso con discurso crítico, de sus intereses fundamentales.
Agotada esa salida “desde arriba”, se impone el debate sobre las alternativas. Una verdadera transformación social, que enfrente el caos económico y social creciente, solo puede emerger desde abajo; desde la fuerza social de la clase trabajadora y el pueblo pobre. Un planteo que en el PTS-Frente de Izquierda hoy sintetizamos en la consigna de reorganizar el país desde abajo.
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Esa reorganización se presenta urgente ante la crisis en curso. Por ejemplo, el atraso y la dependencia de la economía nacional están en la base de la debilidad del peso frente al dólar. Poner la administración del comercio exterior y del sistema bancario en manos de la clase trabajadora, nacionalizándolos, aparece como un primer paso esencial para enfrentar esa situación. Limitado la masiva salida de capitales, evitando la fuga de divisas, terminando con las múltiples maniobras de facturación que hacen los grandes conglomerados capitalistas, locales e internacionales. Esas medidas implican frenar la permanente fuga de riqueza nacional, que el gran empresariado realiza por medios legales e ilegales.
Medidas de este calibre solo pueden ejecutarse bajo un gobierno de los trabajadores y el pueblo pobre. Un poder político que, nacido de la movilización revolucionaria de las mayorías populares, tenga como premisa terminar con la propiedad privada del gran capital. En la persistencia de esa estructura económica hay que buscar las razones últimas del caos permanente que asola a la sociedad toda. Hoy, mientras cientos de millones son condenados al hambre extrema o al padecimiento de enfermedades tratables, la producción social se orienta esencialmente a la obtención de la ganancia privada.
Solo cuestionando en profundidad el decadente capitalismo argentino puede dejarse atrás la permanente circularidad del atraso y la dependencia que marca la historia nacional desde sus orígenes.
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Nuestra perspectiva -que definimos como un socialismo revolucionario desde abajo- apunta a superar ese estado de cosas. A luchar por empezar a edificar una sociedad donde la producción y distribución de la riqueza sea planificada y decidida de manera democrática por el conjunto de la población. Donde el creciente desarrollo tecnológico se convierta en base de verdadera satisfacción a necesidades humanas cada vez más elevadas. Donde el hambre, la pobreza o la explotación sean condenadas al lugar de los ingratos recuerdos. Esa perspectiva es necesariamente internacional. Una nueva sociedad socialista solo puede emerger superando al capitalismo a escala planetaria.
Esa perspectiva hace urgente organizar la fuerza de la clase trabajadora. En Argentina y en todo el mundo. Es, lógicamente, la que estará presente este lunes 1° de Mayo, en una nueva conmemoración del Día Internacional de los Trabajadores y las Trabajadoras. Ese día, en Plaza de Mayo, atestiguando el enorme poder de la clase obrera internacional, hablará Clément Allochon, joven trabajador ferroviario en los talleres de Châtillon en Francia, uno de los muchos y muchas protagonistas de la masiva rebelión contra la reforma de pensiones en Francia. La invitación está hecha.
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[1] Peña, Milcíades, Historia del pueblo argentino, Buenos Aires, Emecé, 2012, p. 486.
[2] Abal Medina, Juan Manuel, Conocer a Perón, Buenos Aires, Planeta, 2022, p. 67.
[3] Schorr, Martín, La cúpula empresarial en tiempos del kirchnerismo: consolidación estructural y redefinición de liderazgos, en Schorr, Martín, El viejo y el nuevo poder económico en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2021, p. 182.
[4] Mercatante, Esteban, Salir del fondo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2019, pp. 57-58

Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.