Martes 11 de abril de 2017
Foto: Vía País
“Estimadxs,
Nos contactamos con ustedes para invitarlos a participar como cronistas de la épica, utópica y fantasiosa Batalla del Parque España, que ocurrirá el próximo sábado 1 de abril a partir de las 18 horas y que contará con su presencia entre el público si aceptan nuestra propuesta.
La Batalla es un acontecimiento excesivo que reunirá más de cien actores, bailarines y músicos que arribarán desde distintos puntos de la ciudad de Rosario y se encontrarán y enfrentarán en el Parque España”
De esta manera se iniciaba el texto del mail que recibíamos de parte de la organización de dicho acontecimiento artístico que al parecer venía acaparando la atención de los miembros de las redes sociales y de algunos medios de comunicación de la ciudad. El proyecto se develaba bastante pretensioso, involucrando a muchos artistas de la ciudad, pero a su vez se sostenía en el misterio y la incertidumbre, la poca divulgación de lo que realmente sucedería, cómo sucedería, dónde exactamente sería el comienzo, de todas formas varios escritores aceptamos le desafío.
Ese día fuimos más que algunos cronistas. Acercándose la hora establecida en las inmediaciones de las escalinatas del Parque España varios conocidos y otros no tanto conformamos una multitud. Nos mirábamos unos a otros como queriendo descubrir quién sabía realmente dónde sería el comienzo, de qué manera sería, cuál sería la mejor ubicación para no perdernos nada. Sabíamos además, que una parte del evento sucedería en el interior del teatro, para lo que días antes había que ir a buscar entradas gratuitas para asegurar la localidad entre el público. La conversación entre los presentes empezó a tratarse justamente de eso, y los que no tenían entradas intentaban indagar sobre la posibilidad de que a alguien le sobrara alguna para poder entrar.
Sobre la explanada entre el teatro y el Río Paraná, la disposición de un vallado (un tanto innecesario según mi punto de vista) que delimitaba un extenso territorio, comenzó a despejar algunas dudas, nos arrimamos al límite enrejado aceptando que ese sería el espacio escénico.
Comenzaron a acercarse entonces grupos de personas a los cuales fuimos identificando según cualidades o características claras. Estaban los altos, los gordos, los viejos, los deportistas, los jóvenes (o bailarines de danza contemporánea según una discusión que presencié), los motoqueros, las mujeres con perro y sus respectivas correas. Todos se encontraron en lo que inmediatamente pasó a ser el campo de batalla. Comenzaron a generar movimientos con la intención de desarmarse unos a otros, incluso por momentos dos grupos llegaban a mezclarse entre sí con la idea de atacar a un tercero. De repente, del interior del teatro emerge un monstruo, un bicho, con cara de simio y cuerpo alargado como reptil pero de piel hecha de paja. Movía sus ojos y era manejado por una gran cantidad de personas que se encontraban en su interior. Esta nueva presencia provocó que los grupos vuelquen su atención hacia este nuevo sujeto al parecer amenazante y que se convertiría en el nuevo blanco de los golpes. Cuando la pelea estaba haciéndose más feroz, todos, incluido el monstruo, corrieron hacia el interior del teatro.
Los espectadores hicimos lo mismo, se nos arengaba para que lo hagamos rápido, y nosotros sin dudar entramos en esa dinámica veloz. Ya en la sala sin una butaca disponible, comenzó a cantar un coro, una melodía que rezaba entre sus versos la palabra “batalla”, los personajes dispuestos alrededor de todo el teatro, algunos tendidos en el piso, el monstruo deambulando por el escenario. Distintas escenas se sucedieron en un devenir caótico hacia una danza circular y lisérgica de cuerpos desnudos: el monstruo cantaba con voz de mujer, y su lengua era un hombre que contaba su procedencia mitológica del litoral, de cuando comía oro para protegerlo y lo convertía en dorados que expulsaba hacia el agua. Su relato lloraba el pasado y se mostraba como propio de alguien que no reconoce muy bien en qué sitio se encuentra en este momento ni para quiénes está hablando exactamente. Luego se desata con furia el destrozo total del monstruo por parte de los actores, las partes del bicho vuelan por el aire, llegando incluso a las butacas se esparcen por todo el teatro. La pelea se torna entonces de uno a uno entre los distintos personajes, muchos de ellos se quitan la ropa y la escena se multiplica en la totalidad del teatro hasta centrarse una vez más en el escenario con las corridas y danzas circulares de los cuerpos desprovistos de ropas. El coro canta en la luz tenue de la sala, parados por detrás de los espectadores hasta inducirnos a una oscuridad total que se interrumpe cuando la puerta del teatro se abre y todos comprendemos que es el final y aplaudimos.
De espectador a escritor
Una semana pasó ya desde que se desató La Batalla del Parque España, hecho artístico, performance, obra de teatro, intervención, obra de danza, el primer cuestionamiento que aparece en el campo de las reflexiones al respecto tiene que ver con la capacidad (o quizás responda a una necesidad humana) de nombrar a aquel experimento dentro de un género determinado. La tarea se dificulta y esta imposibilidad se traslada incluso a la formulación posterior de registros escritos, de crónicas, análisis. Una vez más, los géneros literarios, los formatos de escritura se ponen en duda, se tornan inabarcables, finitos ¿Son estas dificultades o problemáticas intrínsecas a la obra? Seguramente, pero también son consecuencia de una característica propia de las artes escénicas contemporáneas.
El cuerpo de la contemporaneidad artística cuestiona los estereotipos, a través de la diversidad de anatomías que no ocultan si no que exaltan sus complejidades busca ampliar las capacidades narrativas e incluso argumentales. Tal es el caso de La Batalla, que no solo ponía a más de cien fisonomías en el escenario, si no que les otorgaba a sus personajes grados de pertenencia e identificación a ciertos subgrupos determinados por características físicas que incluso determinaban el accionar de cada uno de dichos grupos, y por ende la necesidad de enfrentarse a los distintos. Y encuentro aquí una primera cuestión a destacar del acontecimiento, referida a la lógica argumentativa que se construye como esencia en la escena y que genera a su vez la primera identificación con el espectador, una de las justificaciones para que el espectador se encauce en al plano argumentativo. Por ejemplo los altos se pelean contra los gordos, y ambos a su vez con los viejos, ésta es la lógica que plantea la escena y el espectador la analiza indefectiblemente desde esta óptica. Y lo hace porque encuentra lógico que entre pares, que entre los que son más o menos parecidos se fortalezca la necesidad de destruir a quien está por fuera de dichas características, y más aún si lo que está en juego es el territorio. Es un juego de lógicas que rozan el absurdo, porque en definitiva ¿Por qué a los altos les interesaría realmente destruir a los gordos? pero que se justifica principalmente por una conexión con nuestra esencia más primitiva, animal, y que a lo largo de la historia de la humanidad ha ido encontrando, construyendo y formulando distintos justificativos y formatos para desatar las contiendas.
Luego de planteada esa lógica, en la que los espectadores aprobamos y desarticulamos el accionar de los personajes agrupados (aunque continuamos riendo por lo bajo ya que nos resulta absurdo), aparece un elemento más extraño pero que vuelve a jugar con nuestra capacidad de interpretación, a la vez que nos arroja un símbolo polivalente y de numerosas referencialidades: el monstruo. Lo primero que pone en jaque la bestia, es la verosimilitud, y en este punto volvemos a pensar en que la lógica que ya habíamos aceptado justificando el devenir de la batalla es surrealista. Bien podría haber sido el sueño de alguien, pero el monstruo, que en el imaginario podría justificarse como lo que realmente no está si no que vive en el inconsciente colectivo del grupo conformado por los subgrupos que batallan, encuentra su razón de ser en la mitología. El monstruo escupe los fonemas, el discurso, el verbo, lo hace desde el teatro, precisa la acústica de la bóveda, y el coro de ángeles. La historia se detiene por un momento, la extrañeza precisa ser interrumpida para que el monstruo actúe como verdadera bisagra entre lo oculto y lo que se deja ver. Pero, en vez de entrar en alguna especie de remanso argumental, en donde todos empatizamos con la seguridad y por tanto lo apacible de “estar entendiendo algo”, la escena se exacerba en la exposición de las individualidades y sus movimientos, las individualidades y sus fisonomías y uno cree estar viendo más cuerpos de los que ve. Y no solo eso, lo que se esparce y se hace miles es la propia unidad del monstruo, a la que se la vuela por el aire, se la destroza y la desordena.
Lo mismo ocurre con la narrativa, a este punto uno empieza a elegir qué historia quiere seguir, con qué dúo, o con qué trío, hacia dónde voltear la mirada. Todo es inabarcable, el caos es la característica de la escena, lo dionisíaco se ha puesto una vez más por encima de lo apolíneo a tal punto que las escenas suceden excediendo los límites del escenario, por detrás de la gente, entre la gente, en las escaleras, al lado mío, abajo, arriba. El sonido viene de todos lados dejando atrás la armonía coral que antes nos venía de frente, llegando al extremo de ser el final mismo de la obra el coro a nuestras espaldas, desafiando la frontalidad occidental cristiana, dejándonos con las retinas llenas de desnudez e hipnóticos pubis colorados, en un inmenso vacío de oscuridad. Nos altera en la tranquilidad del asiento, nos hace aplaudir antes de tiempo, sintiéndonos a salvo luego, cuando se deja entrar la luz por la puerta del teatro.