El anuncio de que los gobiernos de EE. UU. y Canadá presentarán consultas en torno a la política energética de México, cuestionando que se priorice a las empresas paraestatales nacionales, sacudió, una vez más, las aguas de las relaciones entre los socios del T-MEC.
Lunes 1ro de agosto de 2022 20:38
Las consultas son un mecanismo previsto por el Tratado México - Estados Unidos - Canadá (T-MEC) para encarar controversias entre los países que lo integran. Se trata del último episodio de un proceso de reclamos por parte de la Casa Blanca (secundada por el gobierno canadiense) ante los cambios que el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha promovido en materia energética, el cual se da, además, en el contexto de la crisis energética a nivel internacional, motorizada por la guerra en Ucrania.
En Estados Unidos, el empresariado y distintos sectores del régimen político alegan que la Ley de la Industria Eléctrica mexicana favorece a las empresas paraestatales del país (CFE y Pemex) frente a las compañías privadas y que, particularmente, va en detrimento de las trasnacionales de origen estadounidense y canadiense. Esto ha sido retomado en declaraciones e informes dados a conocer por la administración del presidente Joe Biden.
El presidente López Obrador, fiel a su estilo, ha realizado declaraciones altisonantes hablando de su defensa de la soberanía nacional, alegando que durante las negociaciones del T-MEC su administración dejó “bien claro” su capacidad decisoria en el terreno doméstico ante los representantes de sus socios comerciales. A la par, dio a conocer que se comunicará directamente con Joe Biden para conversar sobre las consultas anunciadas. En este marco, aprovechó la ocasión para atacar a la oposición derechista, la cual utiliza el momento actual de las relaciones bilaterales para resaltar que la administración estadounidense llamó al orden al gobierno mexicano después de la Cumbre de las Américas realizada en Los Ángeles.
AMLO ha respondido a estas críticas internas de los llamados “conservadores”, alegando que el gobierno estadounidense es “respetuoso” de la independencia de México; de esta manera respondió a los neoliberales nativos defendiendo las “buenas intenciones” de la Casa Blanca y arguyendo que ésta no busca una mayor subordinación del gobierno de nuestro país a Washington. Esto es una expresión muy clara - bajo la evidente presión que ejerce EE. UU.- de los límites que tiene el “progresismo” del gobierno de López Obrador para enfrentar la opresión imperialista.
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López Obrador: entre los gestos de autonomía y la subordinación
Para comprender el momento actual, hay que considerar que los meses previos han estado signados por distintos gestos del presidente de México, cuyo objetivo es marcar distancia de la política exterior de la Casa Blanca en torno a aspectos puntuales de su agenda, con la intención de mostrar autonomía en este terreno. Esto está a tono con el posicionamiento regional que ha enunciado AMLO, esto es, un “progresismo” moderado y abanderado de la nueva ola rosa en América Latina.
Esto lo presenciamos en la reciente Cumbre de las Américas, cuando López Obrador mostró su inconformidad con la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua por parte de la administración estadounidense, por lo que envió en su lugar al canciller Marcelo Ebrard y obligó a la Casa Blanca a poner en movimiento su maquinaria diplomática para evitar el fracaso de la cumbre.
Esto había estado antecedido por los gestos amistosos hacia Cuba (que incluyen la reciente contratación de médicos cubanos); por los primeros escarceos en torno a la reforma energética, con el viaje de John Kerry, enviado especial de los EE. UU. para el clima, a la Ciudad de México; y por las declaraciones agresivas de sectores del establishment del poderoso vecino del norte ante el proyecto de reforma energética de AMLO. Así como también por la postura de no intervención que el gobierno mexicano sostuvo ante la guerra en Ucrania, que contrasta evidentemente con la política injerencista del poderoso vecino del norte en este conflicto.
Después de la cumbre tuvo lugar la visita de López Obrador a Washington. Sobre ésta, mientras desde el oficialista Morena alegaban que había sido “un éxito total del presidente”, la oposición -y la prensa a su servicio, como el analista Raymundo Riva Palacio- alegaron un “total fracaso de AMLO”. Pero la realidad es más compleja de lo que unos y otros expresan en sus análisis simplistas.
La reunión del presidente mexicano con su par estadounidense, Joe Biden, tuvo el objetivo primordial de ahuyentar cualquier suposición de que lo acontecido en la Cumbre de las Américas afectaría las cuestiones claves de la relación bilateral -es decir aquellas que se relacionan con la llamada “integración” económica, la migración y las cuestiones de seguridad-. Ese es un aspecto que indudablemente se logró (e incluyó anuncios de colaboración financiera en torno a la seguridad fronteriza e inversiones estadounidenses en México), lo que AMLO necesitaba presentar ante la gran burguesía nativa y las transnacionales yanquis.
Sin duda, también incluyó acuerdos que no trascendieron a la prensa. A nadie puede escapar la “casualidad” de que, al día siguiente de la reunión, Rafael Caro Quintero -uno de los narcos más buscados por la DEA y el FBI- fue apresado por las autoridades mexicanas.
Al mismo tiempo hay que decir que la reunión no cambió lo que parece ser la tónica ya instalada de la relación asimétrica entre los vecinos, la cual se ha convertido en un modus vivendi para el gobierno mexicano. Éste mantiene una distancia moderada de la política exterior estadounidense, sin afectar ni cuestionar ninguno de los puntos esenciales que marcan la subordinación económica y política de México.
Como el mismo AMLO ha alegado, el T-MEC está más firme que nunca. Este tratado -cuyo entramado es aún más leonino que su antecesor, el TLCAN- es la base sobre la cual se erige la llamada “integración” de América del Norte, que ha reconfigurado la economía nacional de acuerdo con los intereses de las grandes trasnacionales y las administraciones estadounidenses, convirtiendo a la planta productiva de nuestro país en un paraíso maquilador, a la par que supuso la apertura comercial que afectó y arruinó, desde la década de 1990, al campo mexicano y a muchas ramas de la industria.
De igual manera, la política migratoria se ha formulado a tono con las necesidades del vecino del norte, como se expresó precisamente en la reciente Cumbre de las Américas, actuando México como un estado tapón y su Guardia Nacional como una Border Patrol (patrulla fronteriza) al sur del río Bravo. En tanto que la política de seguridad y de combate al narcotráfico -más allá de que México reclama cambios en algunos aspectos, como el control de armas- responde en lo sustancial a las exigencias de la Casa Blanca y sus agencias de seguridad, como se ve en la captura de varios capos en los últimos meses, incluido el mencionado caso del fundador del cártel de Guadalajara.
Por debajo de la soberanía que el gobierno mexicano alega, lo que se mantiene firme es la subordinación y dependencia del país al imperialismo, cuyas consecuencias -para las y los trabajadores y el pueblo pobre- son el saqueo de los recursos naturales a manos de las empresas estadounidenses y canadienses, la explotación y miseria de millones que trabajan para las transnacionales, así como la militarización del país y la persecución contra nuestras hermanas y hermanos migrantes.
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Desplegar las banderas del antiimperialismo
La disputa en torno a la ley eléctrica no cambiará esto. Cabe recordar que el gobierno mexicano nunca puso en cuestión las inversiones de las empresas trasnacionales en el sector. En los meses previos a la votación de la reforma energética en el Congreso (cuya aprobación fue frustrada por la oposición), los funcionarios de la Cuarta Transformación dejaron bien claro que “no se expropiaría ni un tornillo”, dándole así gran tranquilidad al capital extranjero. Lo que la malograda reforma pretendía es asegurar una mayor participación estatal y condiciones más favorables para el sector público -algo que también pretende la mencionada Ley-, pero cuidando de no afectar sustancialmente la participación del capital privado.
Evidentemente, los actuales cuestionamientos de los gobiernos de Estados Unidos y Canadá pretenden limitar esta política del gobierno mexicano, garantizando las mejores condiciones para sus empresas. Aunque esto llegue incluso a convertirse en una controversia en el TMEC, no afectará seriamente un Tratado que es altamente beneficioso para las empresas y los propios gobiernos, en detrimento de los intereses de las mayorías trabajadoras y pobres de la región.
El “progresismo” de AMLO está entonces lejos de afectar los intereses del imperialismo y sus empresas. Esto es congruente con su política interna, que defiende y preserva los intereses de los grandes empresarios y sus ganancias, entre los cuales se reclutan algunos de sus compañeros de gira, como el caso del millonario empresario Carlos Slim. En esto continúa los pasos de los distintos progresismos latinoamericanos: aún aquellos que sostuvieron roces mayores con Washington -como Hugo Chávez o Evo Morales- evitaron cuestionar la dependencia estructural de sus países y respetaron los mecanismos claves del saqueo imperialista, como la deuda externa, la cual pagaron puntualmente. En la actualidad, los progresismos de la llamada “segunda oleada rosa”, son aún más moderados en relación con la opresión y dominación imperialista, y allí están -como se ve actualmente en Argentina- las terribles consecuencias para el movimiento de masas.
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Los “progresismos” como el de AMLO no pueden, ni quieren, romper la cadena de subordinación y saqueo que perpetúa la miseria y la expoliación. Se requiere recuperar las banderas del antiimperialismo, que apunten a romper con la dependencia económica y la subordinación política, militar y diplomática de México respecto al imperialismo yanqui.
Para eso es fundamental la movilización revolucionaria de la clase obrera y el conjunto del pueblo pobre, buscando la alianza internacionalista con la poderosa clase obrera multiétnica de Estados Unidos, así como con las y los trabajadores de Canadá, lo cual requiere, por parte de las organizaciones sindicales y populares, de una política verdaderamente independiente respecto al gobierno y la oposición neoliberal.
Opuesto a la política que sostiene tanto el “progresismo” mexicano que administra los negocios capitalistas, como la derecha conservadora, es necesaria una perspectiva antiimperialista, socialista y revolucionaria, cuyo objetivo estratégico debe ser conquistar una verdadera integración, la cual puede ser en beneficio de las grandes mayorías solo si es encabezada por la clase obrera de América del Norte.
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Pablo Oprinari
Sociólogo y latinoamericanista (UNAM), coordinador de México en Llamas. Interpretaciones marxistas de la revolución y coautor de Juventud en las calles. Coordinador de Ideas de Izquierda México, columnista en La Izquierda Diario Mx e integrante del Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas.