Las repercusiones de la causa del adolescente palestino quemado vivo demuestran la desorientación del gobierno derechista de Benjamin Netanyahu para terminar con la ola de violencia entre palestinos e israelíes.
Sábado 5 de diciembre de 2015
A dos meses de perseverar la espiral de violencia con 101 palestinos y 17 israelíes asesinados, la Justicia israelí aflojó un poco de lastre con el afán de descomprimir tensiones.
Dos israelíes fueron declarados culpables del secuestro y asesinato de Abu Kdheir, un adolescente palestino de 16 años, residente del campo de refugiados de Shuafat, que fue hallado con el cuerpo enteramente carbonizado el 2 de julio de 2014. La causa gravita en la memoria popular palestina porque abrió lo más macabro de los llamados “crímenes de odio”. Kdheir fue quemado vivo con la más premeditada saña de tortura que causó horror y encendió el reguero de una escalada de protestas callejeras en Cisjordania, seguida de la contraofensiva sionista con el lanzamiento del Operativo Margen Protector que costó más de 2200 palestinos muertos y la destrucción casi íntegra de la infraestructura de Gaza.
La sentencia de los dos israelíes, que eran menores en el momento del crimen, será dictada el 16 de enero. Pero no todas podían ser luces. Repentinamente la Corte de Jerusalén puso en tela de juicio la “salud mental” del principal ejecutor e instigador, Yosef Ben David, aplazando un pronunciamiento hasta realizar una pericia psiquiátrica. Ben David lideraba de un grupo de judíos ortodoxos que impulsaba acciones de vandalismo contra los palestinos de Jerusalén oriental y Cisjordania. El abogado de Ben David, Asher Ohayon, señaló que su cliente “no era responsable de sus actos”. Ohayon no es un abogado más, es representante de Honenu, una poderosa ONG financiada por el Estado de Israel y EE.UU. para prestar servicios legales a activistas de ultra derecha del asentamiento judío de Kiriat Arba, que concentra 7500 colonos armados que hostigan de forma permanente a más de 250 mil palestinos residentes de Hebrón. Honenu no se limita al asesoramiento legal sino que solventa económicamente a las familias de los activistas de ultra derecha caídos en desgracia, entre ellos Ygal Amir, asesino del ex premier laborista Itzjak Rabin.
De entrada la causa estuvo viciada de racismo y las más desprejuiciada desidia e incompetencia, acusando a la misma familia del adolescente palestino del asesinato tras descubrir su "presunta condición homosexual", una retahíla de falsedades sin prueba alguna. El drástico giro puso al desnudo el fraude de la investigación policial y el curso de zigzagueante de las autoridades israelíes.
El padre de Kdheir exigió la demolición de las viviendas de las familias de los tres asesinos, según estipula la nueva legislación israelí para los delitos que promueven el “terrorismo”. “¡Acaso no son terroristas!”, ironizó acusando la doble moral del Estado sionista, tras la demolición de la vivienda de la familia de Ibrahim al Akari, ultimado por soldados de la FDI tras embestir con su vehículo a dos israelíes.
El juicio de marras, acaso como un leading case, ilustra las vacilaciones y la desorientación del gobierno del premier derechista Benjamin Netanyahu para terminar con la ola de ataques individuales a cuchillo que sembró miedo en la población israelí, expresado en avenidas y calles raleadas de transeúntes.
Contra sus principios, el lider del Likud hasta alimentó especulaciones sobre la entrega unilateral de 40 mil dúnams de tierra (equivalentes a 4000 hectáreas) a la Autoridad Palestina en la zona C, la más grande de Cisjordania (60% del territorio) y de pleno dominio israelí.
Varios analistas sostienen la hipótesis que casos como el de Kdheir sintetizan el “terror judío” como el factor que generó la escalada de violencia entre palestinos e israelíes. El brutal asesinato de la familia Dawabshe en Duma y la carbonización de un bebé de apenas 18 meses, el incendio de una escuela árabe de Jerusalén y el vandalismo contra la Iglesia de los Panes y los Peces, constituyen parte de los casos más resonantes del acciones de terror judío cometidos pocos meses antes del estallido de violencia. En este sentido, las autoridades del Shin Bet y la FDI declararon que habían identificado “una docena de activistas de ultra derecha que rechazan la autoridad del Estado y viven de acuerdo a la Tora”, a los que proponían mantener a raya para poner paños fríos. Indudablemente, el gatopardismo de las dos principales instituciones represivas del Estado hebreo guarda un interés estratégico. De los 500 mil colonos judios armados en Cisjordania hay más de una “docena” de milenaristas dispuestos a expulsar a los palestinos de sus territorios.
Indudablemente el movimiento de colonos constituye la vanguardia del terror, pero de conjunto el terrorismo judío brota como una hidra de mil cabezas desde la simiente del mismo Estado sionista fundado en la Nakba y la limpieza étnica del pueblo palestino. Desde el gobierno de Netanyahu que mantiene la iniciativa reaccionaria de revocar la residencia de más de 100 mil palestinos de Jerusalén oriental, contemplando su expulsión detrás del muro que separa la ciudad, con pleno consentimiento de la oposición “progresista” Unión Sionista del laborista Itzjak Herzog, hasta el mantenimiento del bloqueo que estrangula a Gaza como un campo de concentración a cielo abierto. Todas las instituciones del Estado Judío convergen sobre la opresión nacional, la ocupación colonial y las políticas de apartheid sobre el pueblo palestino.
Un ejemplo banal y aparentemente insípido es la Autoridad de Antiguedades, una institución que promueve y financia la arqueología, particularmente en Jerusalén oriental, con el objeto de erradicar barrios árabes como Silwan, tras presuntos intereses históricos y universales.
En tono profético Netanyahu sentenció que el Estado de Israel estaba destinado a “vivir por la espada para siempre”, una síntesis de su carácter de Estado gendarme permanente, como sentenciara 40 años antes el general laborista Moshé Dayán para mantener “una guerra de mil años” con los pueblo árabes. Alli radica la fuente inagotable que nutre la savia del terror judío.