Se le atribuye a Borges la frase que afirma que es mejor releer que leer. El escritor nacional por excelencia podía ignorar muchas cosas, pero del oficio del lector algo entendía. En estos días tuve que volver a repasar el Manifiesto Comunista, escrito por Marx y Engels hace 170 años. Y es verdad: en cada relectura, más aún cuando se trata de un texto clásico con la potencia del Manifiesto, siempre se descubren cosas nuevas. El apartado “Proletarios y comunistas” es verdaderamente extraordinario. Sobre todo en el arte de la polémica, y especialmente cuando rebate los lugares comunes que levantaban quienes defendían el orden social capitalista como si fueran principios eternos o naturales. Allí, con un sólo golpe, arrasan con los argumentos de los defensores de la sagrada propiedad privada. Lo interesante es que la crítica se produce dentro del campo de su propio razonamiento lógico. Explican: “Ustedes se horrorizan de que queramos abolir la propiedad privada. Pero, en vuestra sociedad, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros; existe precisamente porque no existe para esas nueve décimas partes. Nos reprochan, pues, el querer abolir una forma de propiedad que no puede existir a condición de que la inmensa mayoría de la sociedad sea privada de toda propiedad”. Excelente y, además, muy actual. En el mismo sentido hablan de la producción, de la cultura, de la nación o hasta de la familia. Básicamente, se decía que los comunistas o socialistas querían destruir todas esas instituciones que la misma sociedad estaba dinamitando de hecho. Con la misma lógica, se puede intentar discutir algunas de las falacias que se disparan hoy -y más en este momento de crisis aguda- contra las medidas que se proponen desde la izquierda para enfrentar la crisis. Podemos empezar por lo más evidente: la deuda externa. Se afirma que la propuesta de romper con el tutelaje del Fondo Monetario Internacional llevaría a la economía a un caos total, a un desastre inimaginable, a un castigo internacional implacable, que sería calamitoso. Sin embargo, lo que queda cada vez más demostrado es que la economía bajo la tutela del FMI es una catástrofe que lleva todos los días a la ruina a millones de personas y de familias, que el círculo vicioso de inflación, tasas de interés por las nubes y endeudamiento salvaje sólo contribuye a un caos económico incontrolable. A tal punto que los campeones de la “libertad de mercado”, salen a última hora a buscar soluciones en el parche gastado de los “precios cuidados” e intentan acuerdos con las grandes cadenas de supermercados que, inmediatamente antes de sentarse a discutir con el Gobierno, aumentaron 10% los precios para cubrirse de un eventual “congelamiento”. Lo mismo puede decirse de los servicios públicos. Se afirma que su nacionalización y puesta en funcionamiento por los trabajadores y trabajadoras en común con los usuarios, conduciría a un descontrol, una parálisis o al hundimiento por “falta de inversión”. Sin embargo hoy, cualquiera que utilice el transporte público, experimente lo que son los servicios de luz o gas en los hogares, sabe que eso es exactamente lo que sucede ahora y con un agregado: se pagan carísimo y dicen que es el precio “de mercado”. En el mismo sentido puede hablarse de las grandes industrias o los recursos estratégicos (la minería o el petróleo) o la oligarquía del campo: exigir su expropiación sería un delirio que conduciría a la paralización; pero hoy con la libertad absoluta que reina para que hagan y deshagan a su antojo, la capacidad instalada de la industria está parada casi en un 50% y los dueños de la tierra están jugando a la ruleta con los dólares de la cosecha: antes de liquidarlos, los ponen en plazo fijo con las jugosas tasas de interés y después, si pueden, los fugan. Lo mismo para los bancos y el capital financiero, no hay que atacarlos porque “se acabaría el crédito” y hoy el crédito está prácticamente vedado para todo el mundo (por impagable), excepto para una ínfima minoría. Y así se podría seguir con muchos otros aspectos de la vida económica o social, pero me detengo en uno: la Patria, la Nación, el país, la Argentina. Cuántas veces se acusó a la izquierda que reivindica una perspectiva internacionlista, justamente de ser antipatria. Pero estos patriotas que inflan el pecho cuando cantan el himno en los eventos deportivos con lágrimas de cocodrilo en los ojos, le entregaron la llave del país a Christine Lagarde y al FMI. La nueva dama de hierro se siente tan propietaria del futuro argentino que esta semana se tomó el atrevimiento de mandar un mensaje mafioso a todos los candidatos: sería una tontería, dijo, una tontería, que ‘le den la espalda al trabajo que se está haciendo’. Ninguno, con la excepción de la izquierda, le contestó como se merecía. Parece el mundo del revés, se acusa de utópicos o delirantes a quienes pretenden terminar con una sociedad en la que diariamente se produce una aberración que está en la base de todo, que pretenden mostrar como “natural” y que los autores del Manifiesto sintetizaron de una manera magistral: un mundo anárquico, irracional y loco en el que “los que trabajan no poseen y los que poseen no trabajan”.