Este artículo fue publicado en Ideas de Izquierda Nro.2 (septiembre 2019). En el mismo abordamos lo que va del gobierno de Andrés Manuel López Obrador y un debate en torno al bonapartismo. Aunque AMLO llegó al gobierno con una retórica centrada en que pondría fin al neoliberalismo, muchas de sus iniciativas se mostraron claramente alejadas de una agenda progresista; pasemos revista a las más importantes.
La llamada austeridad republicana se reveló como un plan de adelgazamiento estatal, cuyos principales perjudicados son los trabajadores de la administración pública. Se aprobó la Guardia Nacional, que implicó un salto en la institucionalización de la militarización, como explicamos en esta revista. Los militares adquirieron gran peso en la Cuarta Transformación (4T) y se puso en marcha una operación de legitimación ideológica en torno a la idea que el ejército es “pueblo armado”. Recientemente, la aprobación de la “Ley Garrote” en Tabasco, a instancias del MORENA, marcó un nuevo y ominioso capítulo para el nuevo gobierno.
La oposición popular a proyectos como la termoeléctrica de Huexca o el Tren Maya, fue desoída por el gobierno. Las “consultas ciudadanas” sirven para diluir la voluntad de los sectores afectados por las iniciativas del poder ejecutivo e imponerlas bajo una pretendida legitimación plebiscitaria. En cuanto a la reforma educativa, después de muchas idas y vueltas, MORENA sancionó —con el aval de la oposición parlamentaria— una legislación que, aunque modificó algunos aspectos repudiados por el magisterio, mantiene y profundiza otros, instituyendo un régimen laboral de excepción para los docentes. Mención aparte merece la política antimigrante de AMLO, a la cual nos referimos más abajo.
La violación de una menor por parte de elementos policiales, despertó movilizaciones en la CDMX que expresan la rabia de las mujeres contra la violencia patriarcal denunciando el rol de las fuerzas represivas. Ante esto el gobierno respondió primero criminalizando la protesta y posteriormente buscó cooptarla; mientras continúa oponiéndose a resolver aspiraciones fundamentales como el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos.
Retórica de cambio y esencia conservadora
Antes de las elecciones, el programa de López Obrador incluía el cuestionamiento a determinados aspectos, los más repudiados, que caracterizaron la política gubernamental en los sexenios previos. Pero desde su asunción retrocedió incluso de sus propias promesas, con políticas típicamente neoliberales, como las que mencionamos previamente.
Evidentemente, la situación internacional condicionó la ilusión reformista. Estamos ante un progresismo tardío, sin el margen relativamente favorable del que gozaron otras experiencias posneoliberales, [1] con una economía prácticamente estancada. Aunque, en un análisis profundo, los motivos de AMLO van más allá. Su conservadurismo busca reafirmarle, al gran capital y las trasnacionales, que la 4T le garantiza estabilidad política y económica.
A pesar del importante apoyo que aún revelan las encuestas, AMLO camina por un terreno complejo. La génesis de su presidencia señala que sus altos índices de aprobación dependen de mantener la ilusión en que cumplirá las expectativas populares, las mismas que lo encumbraron como una alternativa a los partidos tradicionales en julio del 2018.
La ominosa política migratoria de la 4T
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca fue una pesadilla para los políticos mexicanos. Enrique Peña Nieto terminó su mandato cruzado por la renegociación del TLC y el muro fronterizo. Aunque el mes de mayo tuvo el mayor número de deportaciones de los últimos tres años, eso no fue suficiente para Trump, quien impuso nuevas condiciones.
Desde entonces, las deportaciones crecieron un 30 %. AMLO ya repatrió a 82 132 personas, 22 000 más que en los mismos meses de 2018. La Guardia Nacional desplegó 15000 efectivos en ambas fronteras, una nueva “border patrol”.
En los hechos, México actúa como “tercer país seguro”. Sin duda, la subordinación a la Casa Blanca en el terreno migratorio es el capítulo más ominoso del gobierno de López Obrador, que va de la mano de la institucionalización de la militarización del país. Aunque la “rendición” de AMLO ante el apriete de Trump, hizo que las aguas de la crisis se calmaran, se demostró que la relación con EEUU será un factor de inestabilidad de aquí en más. En tanto López Obrador no pretende enfrentar seriamente la presión imperialista, los arrebatos e imposiciones de Trump pueden afectar la credibilidad del gobierno. Al parecer, del norte sólo pueden venir nuevas contradicciones.
Las nuevas formas de hacer política
El estilo político confrontativo de AMLO se convirtió, desde el inicio de su gobierno, en un terreno de disputa. Sus seguidores lo enaltecen como una nueva forma de hacer política. Los intelectuales de la derecha argumentan que quiere minar las “instituciones democráticas” y que ataca la libertad de prensa.
Lo que pretende AMLO es fortalecer su figura mediante la concentración del poder, y de las principales decisiones y planes sociales. Más que pasar por encima de la “democracia” capitalista, el presidente utiliza su capital político, y su peso institucional, para presionar a la oposición y que acepte su agenda de gobierno, aprovechando la influencia en determinados medios de comunicación. Con una práctica hegemónica, busca convertirse en el principal árbitro de la política nacional, aprovechando sus propias fortalezas y las debilidades ajenas. En esa dinámica, presenta evidentes rasgos bonapartistas.
Esto va acompañado de una gran operación ideológica. Obrador pretende establecer su administración como un parteaguas respecto a figuras y momentos claves del pasado, y darle a su liderazgo una dimensión histórica. [2] Por su alcance, puede inscribirse en la tradición de las grandes operaciones político-ideológicas de la burguesía nativa, como la que generó identidad entre la Revolución Mexicana y el régimen posrevolucionario. [3]
AMLO fustiga por “conservadores” a los opositores, eliminando toda distinción entre la oposición de derecha y quienes cuestionan sus políticas desde la izquierda. En sintonía con esto, en su disputa con la prensa de oposición, reivindica como parte de su legado la experiencia periodística, en los períodos previos de “transformación”, de los hermanos Flores Magón y Francisco Zarco.
Sobre bonapartismo e imperialismo
No abundaremos aquí en las características fundamentales del bonapartismo, desarrolladas por Marx en su obra. Solo recordar que remite a una situación de crisis y escisión social y política, para la cual no se encuentra aún otra salida. Y que se resuelve, provisoriamente, en un precario equilibrio, a través de la emergencia de un líder que se apoya en instituciones claves del estado burgués, en particular el ejército.
La concentración de poder en el bonaparte de turno —que, elevado sobre las instituciones y clases en pugna, se convierte en garante de ese equilibrio—, lo muestra en apariencia por fuera del control de la clase dominante, a la par que defiende los intereses históricos de ésta, aún contra fracciones particulares de esa misma clase.
En el caso mexicano, el régimen bonapartista es el resultado de una revolución desviada (o “interrumpida” como señaló Adolfo Gilly [4]) que seguía presente en la conciencia de las masas y a la cual la burguesía respondió con diversas medidas y la Constitución de 1917. Surgió en el delicado equilibrio social y político posrevolucionario, y tomó en sus manos la tarea de reconstruir el estado burgués, lidiando con el insurgente campesinado y el proletariado que se fortalecía al calor de la industrialización del país. La mayor expresión de esta dinámica fue el sexenio de Lázaro Cárdenas.
Las expropiaciones petroleras de 1938 impulsaron al revolucionario ruso León Trotsky, exiliado en Coyoacán, a estudiar el régimen encabezado por Cárdenas. El telón de fondo del cardenismo fue la agudización de las contradicciones generales de la sociedad. El michoacano fue el gran timonel que, lidiando con el resurgir obrero y campesino, preservó los intereses del capitalismo mexicano y construyó los mecanismos que le dieron estabilidad en las décadas siguientes, en particular en la relación con los sindicatos y el rol subordinado del ejército. Actualizando e innovando la tradición inaugurada por Marx, Trotsky definió al cardenismo como un bonapartismo, pero de tipo especial, sui generis.
En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política se ubica en la segunda alternativa; sus mayores conquistas son la expropiación de los ferrocarriles y las compañías petroleras. [5]
Es central comprender que Trotsky incorpora —como un elemento definitorio para entender los regímenes en los países del mundo colonial y semicolonial— la relación con el imperialismo; lo cual, evidentemente, no estaba planteado en los tiempos de Marx.
Siguiendo el método marxista, la comprensión de la dinámica nacional no puede escindirse de las determinaciones internacionales. De esta forma, define un método -que va más allá de la especificidad cardenista- para entender los regímenes políticos burgueses en los países oprimidos, subordinados por el imperialismo, y cómo su inestabilidad se agudiza en circunstancias concretas: por ejemplo en los ‘30, cuando se dieron importantes cambios en el juego de las potencias imperialistas en América Latina.
Partiendo de eso, Trotsky propone que —de acuerdo a la ubicación que se adopte respecto al imperialismo— el bonapartismo sui generis puede asumir una orientación a derecha; esto es, como instrumento directo del capital extranjero, o bien apoyarse en el proletariado para establecer distancia respecto al primero, como se vio en el caso cardenista. En esta configuración del bonapartismo, es fundamental la relación con el movimiento obrero y sus organizaciones, las que:
[...] o están bajo la tutela del estado o bien, sujetos a una cruel persecución. Este tutelaje está determinado por las dos grandes tareas antagónicas que el estado debe encarar: atraer a toda la
clase obrera, para así ganar un punto de apoyo para la resistencia a las pretensiones excesivas por parte del imperialismo y, al mismo tiempo, disciplinar a los mismos obreros poniéndolos bajo control de una burocracia. [6]
En las décadas posteriores, el bonapartismo priista se estabilizó —una característica distintiva del régimen mexicano—, recortó concesiones y enfrentó la protesta obrera con la coerción, estableciendo una nueva relación entre el régimen y el movimiento de masas. El periodo neoliberal, a inicios de los ‘80, marcó el punto culminante en la subordinación a los Estados Unidos.
Con la transición pactada entre el PRI, el PAN y el PRD en 1994 y el inicio de la alternancia en el 2000, el régimen mantuvo fuertes rasgos bonapartistas, expresados en la figura presidencial, combinados con un mayor juego “democrático” a través del accionar del Congreso de la Unión, la alternancia de partidos en Los Pinos y el mayor peso adquirido por los gobiernos estatales. Se consolidó un régimen bonapartista con mayores rasgos democrático-burgueses, que representó una respuesta, desde arriba, a las aspiraciones de cambio frente al viejo priato a fines de los ‘90.
El elemento determinante fue, otra vez, la relación con el imperialismo. El régimen político de la alternancia se caracterizó por encabezar un nuevo ciclo de entrega a las transnacionales y del saqueo imperialista.
El bonaparte equilibrista
El trasfondo del gobierno de AMLO no se asemeja al período cardenista, pero tampoco puede asimilarse a los sexenios abiertamente neoliberales. Para discernir sus rasgos bonapartistas es determinante considerar su ubicación ante el imperialismo estadounidense. Frente al cual mantiene los mecanismos esenciales de subordinación y dependencia como los tratados comerciales, la militarización del país, la política migratoria y el pago de la deuda externa y acepta las exigencias de la Casa Blanca, mientras sostiene una retórica conciliadora y de amistad con EEUU. A la par en algunos momentos adopta una retórica que pone cierta distancia, como en el caso de Venezuela o ante los atentados racistas recientes.
Para entender las características que asume, hay que tomar en cuenta la actual crisis de representación de la que surgió la presente reconfiguración del régimen político, en la cual la figura presidencial goza —y a la vez pugna— por mayores márgenes de acción.
AMLO se apoya en una popularidad y fortaleza institucional directamente proporcional a la crisis de los viejos partidos. El nuevo “hombre fuerte” de México, su legitimidad y su partido, prácticamente hegemónico en ambas cámaras, es garantía de estabilidad después de décadas de desprestigiados gobiernos priistas y panistas. A la par que cuenta con gran consenso, López Obrador le otorgó un lugar a las fuerzas armadas que expresa su curso bonapartista: amplía sus funciones y lo instituye como un ejército “del pueblo” y “revolucionario”, para reciclarlo como pilar clave del estado burgués.
La llegada de AMLO es a la vez resultado y respuesta, desde arriba, a una situación de crisis y escisión de largo aliento entre gobernantes y gobernados. La resistencia obrera, juvenil y la protesta social en los años previos —como en el caso de Ayotzinapa— evidenciaron una verdadera crisis orgánica. La frase de “gobernar para ricos y pobres” con la que llegó a Palacio Nacional, es una buena síntesis de que el nuevo gobierno pretende pilotear una situación compleja, signada por esta escisión, donde debe garantizar la estabilidad capitalista mientras lidia con las aspiraciones de cambio, [7] las cuales está muy lejos de poder resolver.
Aunque AMLO no crea un nuevo régimen en términos estrictos, su llegada se da en un momento de intensas transformaciones en el sistema de partidos —hundimiento de unos y ascenso de otro—, fortalecimiento de la figura presidencial y una nueva hegemonía del Morena. La tarea estratégica del nuevo oficialismo es recuperar la credibilidad del régimen político, soldando la brecha con el movimiento de masas.
En este curso, surge la necesidad de subordinar orgánicamente al movimiento de masas al partido hegemónico. José Revueltas, analizando al régimen posrevolucionario, definia que las transformaciones ocurridas en el partido de gobierno y en particular la integración de las organizaciones obreras y campesinas al mismo, le permitían actuar “como una especie de extensión social del Estado, que de este modo hacía penetrar sus filamentos organizativos hasta las capas más hondas de la población e impedía con ello una concurrencia política de clase”. [8]
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A Obrador no le basta con el manejo discrecional de los planes sociales; requiere de una burocracia sindical alineada con su gobierno. Allí radica la importancia del rol que juegan líderes sindicales como Napoleón Gómez Urrutia, dirigente del poderoso sindicato minero, al frente de una nueva central (la Confederación Internacional de Trabajadores) subordinada al Morena y al gobierno, que pretende atraer a sectores de la vieja burocracia sindical priista.
Un horizonte de inestabilidad y contradicciones
La actual fortaleza no debe engañarnos respecto a la dinámica futura: el régimen político encabezado por López Obrador tiene por delante un panorama de inestabilidad social y política, y una economía incierta.
La base de la fuerza gubernamental, es también fuente de peligros: las expectativas en el cambio marcan una diferencia sustantiva con las administraciones anteriores y puede alimentar la movilización por los derechos obreros y populares. Eso es lo que emergió con el movimiento de las maquiladoras de Matamoros a inicios del 2019; el cual, además, marcó otra saludable novedad expresada en el protagonismo del proletariado industrial que creció al calor de la penetración imperialista.
Aunque ese ciclo de movilización concluyó, la contradicción puede emerger en nuevos momentos de protesta. Y la apuesta sigue en pie: esperamos que del choque con el conservadurismo de AMLO y el régimen político surjan nuevos procesos de la lucha de clases. Que una nueva vanguardia obrera y juvenil haga una experiencia con el oficialismo y las direcciones políticas y sindicales afines y avance en la necesidad de la independencia respecto al gobierno y la oposición burguesa. Y que de allí, de la emergencia de una generación de obreros y jóvenes y su fusión con el marxismo revolucionario, se nutra una nueva y superior organización antimperialista, internacionalista y socialista.
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