Presentamos el prefacio especial a la edición en castellano de Genes, células y cerebros. La verdadera cara de la genética, la biomedicina y las neurociencias de Hilary y Steven Rose, primer volumen de la colección Ciencia y Marxismo de Ediciones IPS de Argentina, de reciente publicación.
¿Cuánto hay de verdadero detrás de las afirmaciones grandilocuentes de las neurociencias, la genómica y la biomedicina regenerativa de células madres? ¿Cuáles son los orígenes, las posibilidades y los límites para cada uno de estos campos? Genes, células y cerebros. La verdadera cara de la genética, la biomedicina y las neurociencias parte de estas preguntas fundamentales para comprender de qué se tratan las “ciencias de la vida” y condensa las reflexiones y estudios de dos investigadores que desde hace décadas vienen problematizando, desde un punto de vista anticapitalista y socialista, las relaciones entre ciencia y sociedad. Sus autores, Hilary y Steven Rose –socióloga feminista de la ciencia y neurobiólogo, respectivamente– son parte de una generación de científicos y científicas que en los años ‘60 emergieron denunciando el uso de la ciencia con fines bélicos por parte de los Estados imperialistas, pero también fueron más allá y cuestionaron la relación entre ciencia y capitalismo: el modo en que la producción científica es mercantilizada y utilizada para beneficiar al capital y sus gobiernos, abonando al mismo tiempo una ideología conservadora.
Hilary Rose es Profesora universitaria en Londres y fundadora de la Sociedad británica por la Responsabilidad Social de la Ciencia. Se ha dedicado a la crítica a los sesgos patriarcales y el lugar de la mujer en la producción científica –cuestión que atraviesa todo el libro retomando los aportes de varias generaciones de críticas feministas en ciencia– y en 2001 publicó Love, Power and Knowledge: Towards a Feminist Transformation of the Sciences (Amor, poder y conocimiento: hacia una transformación feminista de las ciencias). Steven Rose es especialista en neurobiología, Director del Departamento de Biología y del Grupo de Investigación del Cerebro y el Comportamiento de la Open University en Inglaterra, y se ha especializado en mecanismos celulares y moleculares del aprendizaje y la memoria. Sus aportes también son claves para una crítica de la ciencia en el capitalismo, en particular del reduccionismo y determinismo biológico que justifican diferentes formas de opresión. Entre otras obras, escribió No está en los genes (1984, junto a Richard Lewontin y Leon Kamin), Trayectorias de vida: biología, libertad, determinismo (1998), Tu cerebro mañana: cómo será la mente del futuro (2005), entre otras obras.
El libro fue publicado en inglés en 2012 [1] y con esta edición, la primera en castellano, Ediciones IPS de Argentina inaugura su nueva colección de Ciencia y Marxismo. A continuación, publicamos el prefacio de los autores para esta edición.
* * *
PREFACIO
Es un placer especial presentar Genes, células y cerebros a los lectores iberoamericanos, ya que fue durante sus largas expediciones a través de Sudamérica que Charles Darwin recopiló los materiales que sentaron las bases de su teoría de la evolución por selección natural, la gran teoría unificadora de la biología. A pesar de que pertenecemos a diferentes disciplinas, ambos apoyamos la moderna teoría evolutiva darwiniana y sus postulados acerca de nuestros orígenes humanos, aunque no sin reservas. Adherir críticamente a la visión de Darwin no es algo nuevo. En 1879, cuando no habían pasado diez años de la publicación de El origen del hombre, su segunda obra de envergadura, la feminista Antoinette Brown Blackwell cuestionó su visión, al tiempo que expresaba su acuerdo con ella. Criticó a Darwin por centrar su enfoque en la evolución de los hombres, pasando por alto a las mujeres. Esta crítica sería retomada un siglo más tarde por las biólogas feministas, en particular por Ruth Hubbard, quien publicó un ensayo con el provocativo título de “¿Solo han evolucionado los hombres?” [2].
Tuvo que pasar más tiempo para que la visión de Darwin hacia la gente de color, de tintes racistas, fuera cuestionada. Su certeza de que el sexo y la raza estaban determinados biológicamente era simplemente la expresión del sentido común de un caballero británico de origen burgués cuyo horizonte era la Inglaterra victoriana del siglo diecinueve. Darwin vivía de las rentas que le proporcionaba su capital (digamos que se abstuvo de invertir en el comercio de esclavos), y por ello no se vio nunca en la obligación de tener que trabajar para ganarse la vida. Al igual que muchos de los de su clase Darwin tuvo mucho tiempo disponible, y lo aprovechó para dedicarse al estudio.
Las actuales obras de divulgación sobre las ciencias de la vida encierran una gran paradoja. Por un lado, los psicólogos evolucionistas que dicen hablar en nombre de Darwin afirman que atributos humanos como la inteligencia, la salud mental, la belleza son algo fijado y biológicamente determinado por nuestro pasado evolutivo, y lo mismo sucede con categorías como sexo, género, raza y clase. Por otro lado, tenemos las promesas prometeicas de la nueva biología, sobre todo la genética y la neurociencia, que nos ofrecen modificar, manipular e incluso trascender lo “naturalmente dado”. Los enormes avances tecnocientíficos de las últimas décadas abren posibilidades de intervención en los aspectos más íntimos de nuestras vidas que hasta hace poco eran inimaginables. Pero sucede que son parte integral de la economía neoliberal del siglo veintiuno, lo que plantea todo tipo de nuevas problemáticas sociales, culturales y éticas de carácter profundo. La tarea que nosotros, una socióloga feminista de la ciencia (Hilary) y un neurocientífico (Steven), nos hemos propuesto en este libro es explorar, explicar y analizar las transformaciones operadas en el campo de las ciencias de la vida.
Escribimos desde la perspectiva de Europa y Estados Unidos, cuna de estas nuevas tecnociencias, y tomamos muchos de los ejemplos del Reino Unido por ser el país donde se han dado los debates sociopolíticos que más conocemos. No obstante, mientras esta edición se estaba preparando, nos percatamos de que temas como el determinismo biológico y el triunfalismo tecnológico, con los que ya estamos familiarizados aquí, son parte de la opinión pública en Argentina. Nos topamos con especies conocidas: el científico mediático de moda que sostiene, sin mayores problemas, que el patriarcado es un producto inevitable de la psicología resultante de la evolución humana, los que van en busca del “cerebro argentino” y también aquellos científicos que ocupan cargos en los laboratorios de las universidades, los directorios de empresas y los entes de asesoramiento gubernamental. El determinismo biológico y el optimismo tecnológico reduccionista son ideologías globales poderosas. Sin embargo, según creemos nosotros, su fundamento es una teoría biológica perimida o simplemente errónea, como lo muestran los postulados acerca de la universalidad del patriarcado, o la búsqueda de “soluciones instantáneas” farmacológicas para tratar los problemas de salud mental que genera una sociedad enferma.
El análisis que desarrollamos en Genes, células y cerebros abreva en el campo de los estudios sociales de la ciencia, abonado por la vieja pregunta de Marx sobre cui bono? –¿quién se beneficia?– y por nuestra propia experiencia de participación en campañas en favor de la responsabilidad social de la ciencia y los científicos. Pasamos revista a la historia de la teoría de la evolución y la selección natural (y a sus desarrollos más recientes). También abordamos la transformación de la genética, en tanto ciencia en pequeña escala, en esa empresa tecnocientífica gigantesca llamada genómica, con sus enormes bancos de datos de ADN. Por último, damos cuenta del intento por utilizar los poderes curativos de las células madre, una historia breve pero plagada de escándalos, y del ascenso aparentemente irresistible de la “neuromanía”.
Genes, células y cerebros se publicó por primera vez en el Reino Unido en 2012, y vale la pena considerar brevemente cuánto han avanzado los campos tecnocientíficos que identificamos en los últimos siete años. Las viejas teorías nunca mueren por completo, eso es seguro, pero sus defensores sí lo hacen, o al menos se retiran. En el campo de la teoría de la evolución, estuvo muy de moda la afirmación de que son nuestros “genes egoístas” los que manejan las riendas, mientras que nosotros y el resto de las criaturas vivientes seríamos “torpes robots” que respondemos pasivamente (nuestra tarea es transmitir estos genes a la generación siguiente), pero ha sido merecidamente relegada al desván de las curiosidades históricas. Son los organismos, no los genes, los que ocupan ahora el centro del escenario: la facultad de agencia y las acciones con las que transforman sus entornos son el tema de un campo de investigación llamado “construcción de nichos”. Por su parte, la epigenética estudia cómo la experiencia del desarrollo repercute sobre el ADN y “marca” la heredabilidad de nuestros genomas.
La decodificación de la secuencia de ADN que comprende el genoma humano, al menos en borrador, se realizó a un gran costo y con mucha publicidad coincidiendo con el arribo del nuevo milenio. Desde entonces los rápidos avances en la tecnología han reducido el costo y el tiempo de la secuenciación, por lo que muchas naciones han creado biobancos que contienen las secuencias genéticas de cientos de miles de sus ciudadanos, con la esperanza de que la información allí reunida pueda usarse para identificar genes asociados con enfermedades físicas y mentales de aparición frecuente, y también crear posibles tratamientos en el futuro. Describimos las esperanzas que sustentaron la creación de los dos primeros de estos grandes bancos de datos, en Islandia y el Reino Unido, y señalamos hasta qué punto no han cumplido con la promesa de hallar tratamientos, por muy interesantes que hayan sido los hallazgos científicos conseguidos gracias a ellos. Hoy en día, existe la esperanza de combinar los datos del ADN con las historias clínicas que albergan estos biobancos nacionales y crear repositorios internacionales gigantes, que contengan datos de varios millones de personas. La meta es identificar los genes que contribuyen a una pequeña porción del riesgo de contraer una enfermedad (tarea que hasta ahora ha sido muy ardua de lograr). Los optimistas sienten que su esperanza se aleja cada vez más, que es –según reza el refrán– como tratar de encontrar las agujas perdidas de los genes en el pajar del ADN. Otras personas, incluidos nosotros mismos, ponemos en duda que tales genes existan. La enorme potencia de las computadoras actuales no puede compensar las falencias de una teoría errada. No obstante ello, la información que contienen las secuencias de ADN se ha convertido en un activo que puede ser vendido a las compañías farmacéuticas y a las aseguradoras, proporcionando un medio adicional de vigilancia que hurga en los detalles más íntimos de la vida privada y la salud de una persona, comparable al conocimiento que Google posee sobre cada compra o búsqueda por computadora que hacemos.
En contraste con el fracaso de los biobancos, que hasta ahora no lograron generar beneficios importantes para la salud, los avances en la tecnología del ADN y las células madre han alentado el crecimiento de lo que hemos dado en llamar eugenesia del consumidor: una ideología de la elección que es parte integral de la economía neoliberal. Los ensayos de terapia génica, que fueron básicamente discontinuados en la primera década del siglo, se han reiniciado lentamente y hubo ciertos éxitos. La prohibición internacional contra la ingeniería genética humana –modificación del genoma humano– todavía se mantiene. Pero la invención de una tecnología para “editar” el genoma con precisión mediante la eliminación y el reemplazo de pequeñas secuencias de ADN específicas, llamada CRISPR-Cas9, ha transformado el campo radicalmente. La ingeniería genética clásica consiste en acoplar genes enteros de una especie a otra, como sucede con la soja modificada genéticamente que Argentina exporta, que tiene incorporados genes de resistencia a la sequía provenientes del girasol. Los entes reguladores de todo el mundo están siendo presionados para que declaren que la tecnología CRISPR-Cas9 es tan éticamente diferente de esto que debería estar permitida. Quienes no creen que esto sea así, sienten que reemplazar la palabra “ingeniería” con “edición” no es más que un “cambio de marca”.
Este campo se ha vuelto tan competitivo, y es potencialmente tan rentable, que se ha convertido en terreno fértil para los investigadores ambiciosos y los aspirantes a empresarios, mientras los escándalos y las afirmaciones no probadas se multiplican. Hay clínicas sin licencia que ofrecen dudosas terapias con células madre, lo que hace que florezca el turismo reproductivo. El escándalo de Hwang en Corea, que detallamos en el libro, tuvo su paralelo en China. Allí, en 2018, He JianKui, experto en ingeniería genética, anunció que había utilizado la tecnología CRISPR-Cas9 para insertar una modificación genética en niñas gemelas con el fin de hacerlas inmunes al virus del VIH transmitido en el esperma de su padre. Al igual que Hwang en Corea, He fue obligado a renunciar a su puesto, y sus becas de investigación han sido canceladas por los expertos chinos en bioética. Aun así, esto sienta un precedente con respecto a la edición de genes. Tal como lo analizamos en el libro, el nuevo problema que ha surgido no se reduce al esfuerzo de las autoridades éticas y los entes reguladores que pugnan por ponerse al día con una tecnología que parece imposible de controlar. El problema radica, más bien, en cómo las revistas científicas pueden identificar y detener la publicación de trabajos fraudulentos en un contexto donde prosperan las estafas.
En cuanto a la neurociencia, la neuromanía alimentada por ella no ha hecho más que aumentar en años recientes. En nuestro libro más reciente (en español ¿Puede la neurociencia cambiar nuestras mentes? [3]) contamos nada menos que cincuenta usos distintos del prefijo neuro, desde neuroestética hasta neuromarketing, desde neuropolítica hasta neuroguerra. El alcance y el poder de las técnicas de imágenes que nos permiten asomarnos al funcionamiento del cerebro humano continúan expandiéndose a un ritmo impresionante, y los neurocientíficos hablan con entusiasmo del potencial de un programa de educación racional basado en la neurociencia. Sin embargo, el flagelo de la enfermedad mental aumenta en todo el mundo, y el repetido fracaso de los ensayos clínicos de posibles nuevos tratamientos para el Alzheimer y otras enfermedades neurológicas ha provocado que muchas de las principales compañías farmacéuticas se concentren en enfermedades más fáciles de tratar, como el cáncer.
Genes, células y cerebros termina con la pregunta cui bono? Sigue siendo tan importante ahora como cuando la formulamos en 2012. Agradecemos a Ediciones IPS, a nuestros traductores y colegas de la editorial, con quienes hemos intercambiado correspondencia durante la edición de este libro, por ayudar a ponerlo al alcance de nuevos lectores.
Hilary y Steven Rose
8 de febrero de 2019
COMENTARIOS