Entrevista al fotoperiodista Rodrigo Abd desde Ucrania.
Sábado 9 de abril de 2022
Fotografía: Rodrigo Abd | AP
Rodrigo Abd nació en Buenos Aires, el 27 de octubre de 1976. Su carrera como fotoperiodista comenzó en los diarios La Razón y La Nación y desde 2003 empezó a trabajar en la agencia internacional de noticias Associated Press. Vivió en muchos lugares: Guatemala, Venezuela, Perú y hasta estuvo radicado en Kabul, Afganistán. Pero actualmente está basado en Argentina.
Fue reconocido muchas veces por su trabajo, entre ellas recibió el Premio Pulitzer junto a otros cuatro colegas de la agencia por su cobertura del conflicto armado sirio, el María Moors Cabot, dos World Press Photo (2006 y 2013) y varios Picture of the Year International.
Las historias que contó a través de su cámara son muchas y muy diversas. Estas semanas lo encuentran en Ucrania, cubriendo la guerra.
“¿Tamos?”
Leo la notificación de whatsapp. Son las 22:57 hora ucraniana, seis horas más que en Argentina. La puntualidad de Rodrigo es impecable, como sus fotografías.
Charlamos un poco para ponernos al día porque la última vez que nos cruzamos fue en la cobertura en el Congreso, el día que Diputados dio la ley para sellar el pacto con el FMI y afuera volaron piedras y hubo represión. Trato de no colgarme porque claro, quedamos en hacer la videollamada de noche, porque es el momento que él tiene libre para cenar, cargar las baterías de los equipos, bajar material, mandarlo y, por supuesto, descansar.
Lo primero que quiero saber es cómo surgió la posibilidad de viajar a Ucrania, hace poco menos de un mes. Me cuenta que cuando arrancó el conflicto, él se propuso para que lo agreguen en la lista en caso que se extendiera en el tiempo y tuvieran que mandar reemplazos allá. Y justo ese día, el 10 de marzo, el día del Congreso, le avisaron que tenía que viajar. A los dos días se subía a un avión rumbo a Kiev y en cinco estaba cubriendo la historia.
Ser corresponsal de guerra conlleva riesgos, situaciones a las que, me imagino, uno nunca termina de acostumbrarse hasta el final, por más experiencia que se acumule. Miedos que uno lleva en la valija, junto a la cámara, el chaleco antibalas, la credencial de prensa. El viaje a Ucrania no es la excepción, cuando Rodrigo viajó tres periodistas ya habían perdido la vida en Kiev cubriendo el conflicto. A él le tocaba ir a esa ciudad. Pero más allá de eso, «hay un temor que está siempre latente cada vez que enfrento una nota», me dijo, «uno más intelectual: el de la desorientación, el miedo a no poder comprender lo que pasa y hacer un trabajo que no cuente nada.»
La etapa de estar lo más al frente posible, donde está la acción y la fotografía más intensa, quedó atrás. Hoy Rodrigo piensa más en contar lo que vive la sociedad por el conflicto y eso lo tranquiliza. Después de la muerte de los tres periodistas, el gobierno ucraniano restringió mucho el acceso al frente de batalla lo que ayudó a que los corresponsales corran menos riesgos, pero también dificultó contar la acción bélica. «Los bombazos se escuchan, se sienten, pero no se ven.» A Rodrigo le tocó contar las consecuencias de lo que en general pasa de noche, el día después. Así fue que, cuando los rusos se fueron, emergieron las imágenes de lo que dejó la batalla, lo que vimos sobre todo esta última semana.
«En un momento había 4000 periodistas acreditados.» Y con ojos enormes repite: «4000.» Tantos como controles. Del lado ruso, no vimos nada. Paradójico.
“Esto que cada vez somos más periodistas, esto que cada vez hay más acceso a internet, esto que cada vez hay más plataformas para difundir los medios; no hace a que haya una gran diversidad de miradas porque al final hay mucho control. De un lado y del otro. (...) y eso tiene que ver con la guerra mediática ¿no? que es casi tan importante como la guerra bélica. La real."
Lo que se ve y lo que no
Con respecto a las fotografías y las fake news que circularon, sobre todo, al comienzo de la invasión rusa en territorio ucraniano, su visión es que es inevitable, y es que la capacidad de manipular las imágenes y las plataformas de difusión son miles. Pero lo que realmente le preocupa no es tanto eso, sino que quienes de verdad están en los lugares donde suceden los conflictos, no pueden contarlo todo y eso crea un relato muy único de lo que pasa.
A Rodrigo siempre le gustó contar la cotidianidad, lo que va más allá de la foto que llena el espacio necesario para la cobertura, imágenes que muchas veces no tienen lugar en las publicaciones. Fotografías que van más allá de lo que uno imagina cuando se piensa en una guerra. En gran parte del país se mantuvo el orden, cuenta, lejos de lo caótico a lo que en Latinoamérica estamos más acostumbrados.
“Los que la pasaron bravo fueron los lugares en los que quedaron encerrados entre el fuego cruzado. Eso sí. Eso fue muy duro. Lo empezamos a ver ahora, con la retirada de las tropas rusas. Lo duro que fue en determinados distritos, donde se desarrollaron las batallas más cruentas.”
Pienso en Bucha y las cientos de fotografías que esta semana como una trompada nos pusieron de frente a la muerte y lo más atroz de la guerra. Pienso en lo que no se ve y en lo que sí, quizás demasiado. Hablamos de la construcción del relato, de los medios, de los gobiernos y me cuenta que todos los cerrojos que había se fueron junto a las tropas rusas de esa ciudad en los suburbios de Kiev, para mostrar los cadáveres lo máximo posible y, con ellos, la matanza a la población civil ucraniana.
Cuerpos quemados, mutilados, decapitados. Muchos soldados rusos en iguales condiciones, en sus tanques, en diferentes ciudades. Imágenes muy duras, difíciles de ver. No son claros los números de las bajas, ni de un lado, ni del otro.
“Nosotros como fotógrafos tenemos que poner el cuerpo, estar ahí. Mirarlo, olerlo, sentirlo, caminarlo. Entonces intentamos contar parte de lo que toca por acá.”
Gran parte del trabajo fotográfico de Rodrigo es en Latinoamérica. Recuerdo haber escuchado otras entrevistas donde cuenta lo que eso significó para su oficio y también en lo personal, su crecimiento y la posibilidad de conocer más ampliamente la realidad de una sociedad tan compleja y heterogénea pero tan similar en sus problemáticas. Más de una vez me confiesa no entender del todo lo que pasa donde hoy le toca estar. Son muchas las diferencias. «Es tan raro» me dice. La gente no llora tanto como uno creería, «los muertos están ahí y nadie se acerca, no sabemos si los familiares están o no están». Con la mano en la cabeza y una sonrisa busca las palabras. «Interpretar lo que ha pasado aquí es muy difícil.»
El idioma es otra barrera que complica las cosas y desgasta. No quedarse en lo superficial a la hora de contar no es sencillo. Rodrigo, que vio bastante del mundo, entiende la diversidad de culturas. Entiende, pero esta vez no logra comprender. Confiesa que se le está haciendo muy difícil ese lugar para trabajar pero, como quien mira el lado bueno de las cosas, piensa que todo esto le sirve para aprender y para volver después a Argentina, a Latinoamérica, y entendernos un poco más.
Esto es otra cosa
Quien conoce el trabajo de Rodrigo Abd sabe que ésta no es su primera guerra. Menciono entonces a Siria, a Afganistán, conflictos que también cubrió. Le pregunto por las particularidades de una guerra que, a diferencia de aquellas, se da en occidente.
En el marco de la Primavera Árabe, el de Siria no era un conflicto tan mediático y era muy difícil de entrar, me cuenta. Describe cómo era estar en las casas, con las familias, con los jóvenes dando vueltas… se le hacía más cotidiano. «Esto… esto es otra cosa. Las dimensiones del conflicto son otras.» Mucho más grande, dice, y siente que se le va de las manos.
Siendo parte de una agencia de noticias internacional, Associated Press (AP), y con experiencia en diarios como La Nación y La Razón donde se formó entre 1999 y 2003, le interesa particularmente observar y pensar cómo trabajan los medios y sus colegas. «Acá están todos los fotógrafos más… o sea, en una cobertura están leyendas del fotoperiodismo occidental. Todos juntos en un mismo lugar. Cuatro metros.» De nuevo, los ojos grandes, la sonrisa amplia, como un chico, como sorprendido. Tengo la sensación que esa humildad de la que tanto me han hablado quienes más lo conocen, se le escapa por los poros en cada palabra. Le intriga ver como “ellos”, los “grandes fotógrafos”, miran.
Hace unos días un colega suyo hizo una foto que le pareció espectacular y muy dramática porque lograba contar mucho de lo que pasa ahí: «Eran unos cuerpos calcinados en un primer plano y en un segundo plano una pared de medios, de fotógrafos con chalecos, cascos, cámaras… ¡pero una pared!» No le dan los brazos para tratar de mostrarme la dimensión de lo que pasaba en ese segundo plano de la foto.
Familias rotas, miles de desplazados, chicos huérfanos, abuelos que no van a dormir más con calma porque vivieron una pesadilla. Enumera lo que vio en estas semanas, de lo que fue testigo. Traumas que quedan toda la vida. Lo que es muy trágico es la gente, me dice, porque «al final, lo que uno ve, es la desgracia, es la ruptura de la sociedad, de las familias, de barrios, de pueblos destruidos. Eso es lo que no cambia.» Eso es brutal, concluye, y no se puede discutir.
Intento imaginar las ruinas, la destrucción que me describe casi tan bien como lo hacen sus fotos, pero esta vez con palabras y gestos. Duele escucharlo.
El chico de la campera verde
La historia de Vlad es la historia que Rodrigo quisiera contar, con otros tiempos, con la calma que le niega el trabajo de agencia y lo que eso implica. El segundo día de su estadía en Bucha, relata, fueron a ver a una mujer que quería mostrarles la tumba de su esposo, torturado y asesinado por los rusos y les cuenta el drama de lo que fue vivir en un sótano cuando su edificio estuvo ocupado. «Los vecinos tienen muchas ganas de hablar» dice, y mostrar los lugares, los sótanos donde muchas familias aún siguen viviendo a pesar de que las tropas rusas ya dejaron el barrio. Uno de esos lugares era un patio trasero de una casa donde estaban enterrados los muertos.
Aparecieron unos chicos. Vlad era uno de ellos. Tenía una campera verde, 6 años de edad y una nota que había llevado para dejar en la tumba de su madre. En el trajín, hizo una foto que la agencia publicó y se viralizó, tal como pasó con otra foto, recuerda, la de un niño sirio, que lloraba la muerte de su padre en un cementerio. Llovieron los correos de distintas partes del mundo. Todos queriendo ayudar. Él piensa en volver, no sólo para contar la historia con la calma que ella merece, sino también para ver de qué manera hacer que toda esa ayuda llegue a destino. Y para entender más, eso que a Rodrigo siempre le importó tanto y que, tal vez, sea la causa de que su mirada sea tan humana y conmovedora.
Mientras lo escucho del otro lado de la pantalla siento como un cosquilleo el drama de la guerra y no puedo dejar de pensar cómo es que se lidia con todo eso, cómo es contar en imágenes lo inabarcable. Cómo se describe lo indescriptible. Rodrigo lo dice más simple y contundente: «A nosotros nos gusta y creemos que es muy importante y que una foto tiene mucho poder y todo pero… uno ve las fotos que hace y después lo pone en dimensión de lo que vio y lo que escuchó y no es nada.» Es absolutamente consciente de que hacen un gran esfuerzo por contar lo que pasa pero que no es suficiente. Tal vez, sea por eso que el desafío cuesta el doble: mostrar mejor y distinto.
Estas coberturas suman experiencia y ayudan a saber a dónde y cómo mirar, cosa difícil, dice, porque es complicado voltear la mirada para otro lado. Se tienta y con frescura me cuenta que le pasa mucho eso de dudar cuando ve que el resto está mirando para otro costado. Reconozco en seguida lo que se siente, no puedo evitar identificarme. Y en una mímica bien lograda agrega que todos están como «reeee conectaaados, muuuuy dedicados». Estira las vocales, se mueve en su silla, entrecierra los ojos. «Competir con eso (ríe)… es muy difícil. Pero bueno… se hace lo que se puede.» Y yo, del otro lado y muteada, me contagio la risa.
Otros tiempos
Con la cámara de cajón Rodrigo retrató a diversos personajes: reinas mayas, payasos callejeros, cortadores de caña, integrantes de maras, por mencionar solo a algunos. La lista es larga. Siempre cuenta que el resultado es especial porque el proceso del aparato es particular: sus tiempos, el hecho de tener que quedarse quieto un rato mirando al lente… todo atenta contra cualquier pretensión de “pose”. En los retratos que revela ahí mismo, dentro de la cámara, se puede ver la hondura de los rostros. Yo digo que son fotos honestas.
Traigo a la charla la pregunta mientras él busca su mate: "Si pudieras volver pasada la guerra ¿a quiénes te gustaría retratar con la cámara afgana?” Y aparecen los espacios, los lugares donde ocurrieron los frentes de batalla que él, como sus colegas, no pudieron retratar. Le gustaría ver esos lugares a través de la quietud. Ver los rostros de la gente que queda «porque mañana se termina el conflicto y todo el mundo se va de acá.» Rostros que cuentan lo que pasó en esos paisajes con una visión más meditada.
Fotografiar a las víctimas, sus familiares (que la mitad fue desplazada y la otra quedó traumatizada), la gente que estuvo en fuego cruzado, el pueblo que tiene que reconstruir su vida, su economía, sus casas… Retratos y paisajes. Como hizo en Venezuela. Y no solamente en Bucha, que quedó como el lugar emblemático, hay un montón de pueblos destruidos, me dice. De nuevo, aparecen las descripciones visuales en su voz y en sus brazos que se mueven para todos lados buscando explicar lo retorcido, lo enroscado, lo apocalíptico: «los tanques quemados, los edificios rotos, los autos medio dados vuelta, medio machacados.»
Eso que yo llamo “imágenes honestas” él dice que tiene que ver con que no hay vueltas con la cámara afgana, «es muy directo todo» y hace mímicas de lo que muchas veces los fotoperiodistas hacemos en la calle cuando tratamos de buscar la luz, “lo atractivo”, y terminamos agachados, en posiciones exageradas (y bastante ridículas pienso). Con la de cajón no hay chances, «está ahí “pa, pa” hacelo y hacelo así y listo.»
Las grandes fotos
Le pregunto por las fotografías que quedan grabadas en la retina, las que emocionan y sacuden los lugares comunes, las que abren preguntas, interpelan y nos dejan tecleando. Rodrigo hizo fotos del desamparo de la gente, pero me responde que «ésas fotos, en este caso, me parece que son las que no hice». Y vuelve a mencionar la foto que tanto llamó su atención pero que no es suya, la de su compañero, la de los cuerpos calcinados y la marabunta de medios detrás. Me cuenta que la mañana en que llegó había caído una bomba en un edificio y allá fue a cubrir, «yo nunca había visto una cosa así. Una jungla de periodistas. Eran no sé cuántos… ¡MIL periodistas! dentro de… como en una cancha de fútbol.» Y me vuelve a decir cuánto le hubiese gustado abordar como tema la manera en que trabajan los medios.
Según su propia visión de la cobertura que está haciendo, lo que no ve en sus imágenes es «esa foto desgarradora», y es que ahí se vive de otra manera la guerra, piensa, con otra frialdad, la gente acomodando… «la destrucción organizada».
Pasaron diez años desde que Rodrigo no va a un territorio a documentar un conflicto directo. Volver a hacer eso lo acomoda, hace que no olvide lo que es, que no desconozca lo que el llama «el gran mundo del conflicto».
«Quiero volver. Me gustaría terminar este viaje con darle un seguimiento a estas familias. A estas familias que fueron muy golpeadas, a ver qué pasa cuando los medios se van.»
El después, el cómo sigue, una manera de no olvidar y dar voz cuando ya no quedan testigos que lo puedan contar… algo que Rodrigo hizo tantas veces en sus trabajos, pienso. Volver a los lugares, escuchar pacientemente y con mucho interés, tomarse el tiempo, caminar por los márgenes para buscar la profundidad de esas historias cuando parece que todo ya está dicho. «Quiero ver cómo se reconstruye todo esto… y ahí te cuento».
***
Son cerca de las 6 de la tarde, casi medianoche en Ucrania. Corto la grabación pero seguimos charlando un rato más. Le pregunto por su regreso, por el tiempo que lleva estando allá que creí era más.
Con complicidad me da su impresión sobre la manera en que a veces quienes van a contar la historia muestran lo que se vive ahí casi como protagonistas del drama y lo contrasta con la realidad de los hoteles, la comida, el hecho de que no les falta nada.
Un poco en chiste, un poco en serio, le comento lo que pasa por estos lados. Le digo que seguramente nos vamos a cruzar en alguna cobertura, como aquella vez del Congreso. Imaginamos posibles notas que esperan para cuando vuelva, dentro de una semana más o menos: inflación, acampes… cosas que comparadas con la guerra, después de una hora de charla, casi que me parecen menores. Pero a Rodrigo le gusta no tener la etiqueta de corresponsal de guerra, como si eso fuera lo único que podría cubrir. Es fundamental estar en el día a día, me dice, y cubrir temas que no le importan a nadie en los medios pero que son súper relevantes. Ese equilibrio de poder contar, en medio de la vorágine, esas otras historias por nuestra cuenta, las que se dejan de mostrar cuando pasan estas cosas, «es importante.» dice «Ojalá que tenga tiempo de hacerlo.»