A mis 18 años, la represión de la huelga de la UNAM fue un nuevo golpe de realidad, uno más de muchos que en más de 9 meses del movimiento nos hacían repetir entre risas y a veces entre lágrimas, “la huelga nos cambió la vida”.
Martes 6 de febrero de 2018 12:45
La mañana del domingo 6 de febrero del año 2000 la Policía Federal Preventiva, los “gonzalos”, como los apodábamos, rompieron nuestra huelga. Detuvieron a cientos de mis compañeros y compañeras y ocuparon la UNAM. Esa mañana me preparaba para ir al relevo a la asamblea del CGH, luego de haber pasado una semana de guardia continua en el plantel del Colegio de Ciencias y Humanidades de Naucalpan.
Me había retirado en la madrugada, fui a mi casa a cambiarme de ropa y abastecerme para los días siguientes, con un rumor inminente de toma. El radio me despertó a primera hora con las noticias de la entrada del ejército disfrazado de policía y las imágenes de la televisión presentaban un nuevo capítulo de producción estelar antiparista. A mis 18 años este fue un nuevo golpe de realidad, uno más de muchos que en más de 9 meses del movimiento nos hacían repetir entre risas y a veces entre lágrimas, “la huelga nos cambió la vida”.
Sin celular ni otro medio para comunicarme más que vía los teléfonos de monedas o tarjeta, con mucha preocupación por mis compañeros, viajé de nuevo hasta el CCH. Ahí la policía aún no tomaba el plantel, pero ya no entré. Nos habíamos quedado de ver con algunos compañeros del comité de huelga en una casa cercana y de ahí, escuchando en las noticias que habían trasladado a nuestros compañeros a la agencia de policía en Camarones, nos dirigimos hacia allá.
Cuando llegamos ya había cientos de estudiantes, familiares y organizaciones solidarias. Ese mismo día nos movilizamos del Monumento a la Revolución al Zócalo más de 10 mil, como preludio a los más de 200 mil que unos días después marchamos por la libertad de los presos del CGH-UNAM.
¿Y qué cambió?
Para mí, todo cambió. Fue una lucha larga, contundente y honesta, que parió a una nueva generación de luchadores. Todos aprendimos del CGH, incluyendo el régimen político y las fuerzas armadas.
Ellos se preparaban para la transición pacífica a la "democracia". Decían que era una alternancia ordenada, un “cambiarlo todo” para que no cambiara nada. Pero nuestro movimiento entró como rayo en cielo sereno a aguarles la fiesta. Por eso nos ganamos su odio más profundo y la campaña de satanización mediática más infame que yo recuerde. Por eso Alejandro Echavarría, el Mosh , aún hoy es señalado como un peligroso social, con marco en la represión del gobierno de Michoacán contra el magisterio organizado, de quien Alejandro hoy en día forma parte.
No comparto el autocomplaciente relato crítico de los moderados al CGH, hablando de la "intolerancia" de una generación combativa, cansada de maniobras, de migajas. Eso sólo los deja tranquilos con su conciencia. En mi caso no tenía pañal rojo ni la herencia de una tradición familiar de izquierda. Yo empecé a luchar por defender la universidad pública y gratuita y porque las generaciones futuras accedieran a la educación superior.
Mi generación se jugó hasta la vida por eso y creo que dimos una gran batalla que fructificó. Un organismo para la lucha como el CGH no lo volví a ver o a vivir hasta ahora y no creo que llamarle heroico sea producto del folclor. En los relatos que alcanzan trascendencia actualmente, pasa como con los vencidos, no están ahí para defenderse.
Pero sí estamos los que representamos una parte de esa memoria viva. Porque ese movimiento nos enseñó que no basta luchar, ni sólo poner el cuerpo. Ahí yo aprendí de las posibilidades de la política, siendo parte de la generación X a la que decían que no nos interesaba y que sólo era el sálvese quien pueda.
Vi en ciernes la fortaleza de la unidad obrero estudiantil en los primeros meses en las movilizaciones con el SME y el magisterio. Entendí que el movimiento estudiantil puede ser un catalizador del descontento, para que las clases capaces de derribar este sistema puedan tomar de nuestras débiles manos sus banderas de lucha, como decían los jóvenes en el mayo francés.
Este 6 de febrero, como cada año, recuerdo a mi compañero Renato Bonola Leyva, quien murió atropellado mientras tomábamos camiones para ir a una marcha para impulsar la huelga. A mis 17 años entendí los riesgos a los que nos metíamos en el movimiento.
Eso me hizo poner mucha atención en las largas discusiones sobre si esta lucha podría plantearse o no una revolución. A mis compañeros nos hizo entender aceleradamente en que iba a haber lucha de posiciones políticas e incluso confrontación física, que aquello, como luego ocurrió, iba a separarnos de quienes creíamos amigos, o con quienes habíamos compartido muchas experiencias alegres de la vida, noches en vela, peleas familiares, rupturas amorosas, palizas de los granaderos y riesgos fatales.
A fines de la huelga, esta gran experiencia me hizo unirme a la agrupación ContraCorriente y luego militar desde entonces y hasta hoy, en el trotskismo en la ex LTS que hoy es el Movimiento de los Trabajadores Socialistas.
Mi trinchera ya no está en el movimiento estudiantil hace muchos años. Sin embargo, de los errores y aciertos de aquellos días y años, creo que la lección más importante que yo saqué fue la de abrazar la militancia revolucionaria por cambiarlo todo.