Gonzalo León Escritor y periodista @gozaleon
Sábado 20 de agosto de 2016
Hace ocho años escribí el primer texto sobre la escritora y ex agente de seguridad de los servicios de inteligencia de la dictadura de mi país Mariana Callejas. En ella contaba que había comprado un ejemplar de su libro de cuentos La larga noche en 2005 ó 2006, en una feria del libro usado que todos los veranos se realiza en Santiago. El libro, publicado en 1981 por Editorial Lo Curro, una editorial creada, al parecer, por la misma Callejas, fue financiado con dinero de los servicios de seguridad y finalmente confiscado por la censura. Un ciclo raro, aunque entendible porque Callejas contaba una historia de muerte, tortura y detención del lado de los victimarios, que eran los mismos servicios. Además de ser un homenaje a la muerte (el título apela a la noche larga que era la dictadura y hay un luto establecido desde el objeto-libro), es un trabajo de delación, tanto de los servicios como de su participación en ellos; ella misma dijo no saber nada de las torturas que sucedían en su casa y en el arranque del libro encontramos un cuento que trata precisamente de una sesión de torturas. Escribe Callejas: “Aceptando el dolor en beneficio de la curiosidad, apoyándose en la puerta, allegó sus ojos a la mirilla y contempló, aterrado y perplejo, a todos sus vecinos avanzando lentamente por el pasillo: mudos, aturdidos, temblorosos…”.
El cuento que más me llamó la atención del volumen y que recuerdo vivamente no es el del arranque, sino uno que está más adelante y que se titula “Un parque pequeño y alegre”, donde se narra la historia de Max, un terrorista de estado, un agente de los servicios de seguridad, un asesino a sueldo, un personaje inspirado en el marido de Callejas, el ex agente de la CIA Michael Townley, autor de los autobombas al ex canciller de Allende en Estados Unidos y al ex comandante en jefe del Ejército en Buenos Aires; la autora ni se molesta en esconder la referencia con la realidad. Mike llamaba ella a su esposo y Max se llama el personaje: “Tenemos dos kilos de C-4 para este trabajo. Ves que es importante. Dos kilos para el caballero. No puede fallar. Pero el trabajo de relojería lo tienes que hacer tú, de otro modo el peligro es tremendo, tú sabes. Pero qué pasa con las metralletas, dice Max, si el hombre vive tan tranquilo como ustedes dicen, le pueden dar cuando salga de su casa, como de costumbre. No, Max, dicen ellos, lo que buscamos es el efecto psicológico. Un baleo es un baleo, ya la gente está acostumbrada. Tiene que ser algo grandioso, para que aprendan los otros como él, los enemigos”. Pero Mariana Callejas no se queda ahí, ya que cuenta además que Max y Cecilia, su pareja, tenían la suficiente sensibilidad para leer a Walt Whitman. El cuento termina con Max llorando al ver junto a una estatua un pájaro muerto.
Con estos dos cuentos los más despistados podrían pensar que la señora Callejas era una provocadora, porque escribir esto para cualquier escritor durante la dictadura era arriesgado. Pero, reitero, era parte de los aparatos de seguridad. En esa difícil ecuación, Callejas escribía, publicaba y era una figura del campo literario de Chile. Para decirlo directamente, el material con el que escribe los cuentos de La larga noche proviene de lo que tenía más a mano. La muerte y el amor son temas muy visitados en la literatura y los más despistados podrían alegar inocencia en este caso, si no fuera por la maldad con la que están escritos. En otro cuento escribe sobre los detenidos en el Estadio Nacional después del golpe de Estado: “Así que es definitivo –dijo el Cojo–, todo está perdido, el Nano está muerto y, es seguro, Del Valle lo vio muerto. El Estadio Nacional es la prisión oficial en Santiago, no hay manera de saber quiénes están ahí, quiénes murieron, quiénes se fueron, ¿qué vamos a hacer?”. ¿Fue Callejas la Ezra Pound de la literatura chilena? Claramente no, porque Pound no participó de torturas ni quiso apretar el detonador de ningún autobomba como hizo efectivamente Callejas.
A finales de los 70 sus talleres literarios, al que asistían los jóvenes que se convirtieron en escritores una década más tarde, eran conocidos en mi país. Pedro Lemebel, primero, y Roberto Bolaño después escribieron del siniestro taller, en donde en otra dependencia de la misma casa se torturaba y asesinaba. Ellos, desde luego, no asistieron a esos talleres, eran otros jóvenes que bebían whisky importado mientras leían y comentaban algún texto, y reían. Algunos de esos jóvenes eran Gonzalo Contreras, Carlos Franz (que vino a la última edición de la Feria del Libro de Buenos Aires) y Carlos Iturra, el único que mantuvo contacto con la maestra. Franz, que en democracia fue luego agregado cultural de Chile en España, alegó desconocimiento de lo que en esa casa sucedía; Contreras optó por el silencio. Sin embargo hay algo que llama la atención. En los talleres literarios es frecuente que los alumnos lean lo que escribe su profesor. Y si bien en esa época los cuentos de La larga noche estaban en estado embrionario, cuesta creer que no los leyeron o no supieran de ellos. Y cuesta creer porque ellos se transformaron en escritores, y un escritor sabe leer, precisamente eso lo caracteriza, sobre todo ellos que son buenos escritores, es decir buenos lectores.
La literatura de Callejas, al menos la de La larga noche, me llevó a preguntarme en su momento qué valor judicial de prueba tenían. Si se piensa que el libro fue requisado por la censura, es decir por la propia dictadura, y que estuvo desaparecido muchos años hasta que encontré aquel ejemplar, algún valor de prueba habrá tenido. Sin embargo, a los periodistas de derechos humanos que les conté sobre mi descubrimiento desestimaron este valor sin siquiera hojear el libro. Asumían que era ficción y la ficción no puede llevar a la cárcel a nadie. Este, creo, ha sido uno de los tantos prejuicios que ha llevado consigo la literatura de Callejas. El otro fue el de su calidad: muchos decían que era una mala escritora sin haberla leído, otros que lo que escribía no merecía ser publicado y otros tantos que una persona así no podía ser escritora. En cualquiera de los casos había ausencia de lectura. En 2009 me propuse reeditar este libro con un prólogo crítico; recuerdo que luego de largas e intensas charlas convencí al director editorial del sello donde trabajaba de editor, pero me fue imposible dar con alguien que se atreviera a escribir un prólogo. “Es un personaje complejo”, “No puedo avalar ese libro ni con un prólogo crítico”, fueron las respuestas de aquellas personas.
Aún sigo sin entender cómo no pudieron ver que en la construcción de la memoria sobre lo que sucedió en dictadura participaban tanto víctimas como victimarios, y que La larga noche constituía un elemento a preservar en este sentido, porque puede ocurrir que en treinta o cuarenta años Mariana Callejas a alguien, con buena o mala fe, se le pase por la mente reivindicarla como una autora con una delirante historia detrás y nada más, y la verdad es que parte de su obra es imposible de entender sin los servicios de inteligencia. Violación de los derechos humanos y literatura en su caso van de la mano. Como a veces sucede en Chile, nos esforzamos en señalar con el dedo quiénes son parte de una historia nefasta, pero transcurridos unos años rápidamente nos olvidamos qué hizo y quién realmente fue. Lo más fácil es condenar, lo difícil es tener un motivo claro, exhibirlo y dejarlo para que la historia lo juzgue. Bolaño y Lemebel hicieron lo suyo, ojalá que el ejercicio crítico sobre la obra de esta escritora aparezca en algún momento.