En la semana se conocieron varias noticias “delictivas” (siempre recordando los aspectos valorativos, clasistas e ideológicos que subyacen al concepto de “delito” tal como lo conocemos) en las cuales integrantes de las fuerzas de seguridad tienen un papel estelar, que actúa en muchos casos como condición de posibilidad del hecho mismo.
Miércoles 12 de noviembre de 2014
Veamos: por un lado, policías ladrones y secuestradores de Tres de Febrero y de Gral. Rodríguez, pertenecientes a un grupo organizado, descubiertos por sus colegas luego de una denuncia al 911, en Moreno; por el otro, un sargento de la comisaría 27ª de la PFA, descubierto como jefe de una banda de narcotraficantes en Bajo Flores.
La agencia Telam nos cuenta que, en Santa Fe, un hombre encontrado con un arma, fue nido y llevado a la comisaría 7ª. Allí, dos oficiales lo dejaron en libertad con el compromiso de que regresara a los 45 minutos con $2.000. El hombre reunió $1.300 y acordó que volvería con el resto, pero antes hizo la denuncia en la fiscalía. Se realizó una entrega “controlada” del saldo, con dinero marcado, con lo que se pudo acreditar el delito. Claro que los extorsionadores no están presos. Apenas si en disponibilidad, cobrando algo menos de sueldo y sin trabajar.
La semana pasada, nos enterábamos de otro capítulo de un clásico del modus operandi policial: cinco efectivos de la comisaría 10ª de Ingeniero Budge fueron condenados a 4 años de prisión por haber plantado 2 kg. de cocaína a una pareja de trabajadores peruanos que, un día, se negaron a pagarles a estos descarados la cuota reglamentaria para que los dejen trabajar en paz, es decir, el peaje con que la policía constituye su (enorme) caja chica.
Cabe recordar que el 7 de enero de 2003 murió Jorge “Chaco” González, un vecino de Fiorito, tras ser torturado, el 14 de diciembre de 2002, por los policías Concha y Quevedo de la 5ª de Lomas de Zamora. Cuando lo llevaron detenido, llamaron a su madre, nuestra compañera Ramona, para decirle que si no les llevaba $2.000, “lo bajaban a juzgado con una carátula pesada”. Otra forma de extorsión, no muy diferente a la de cobrar peaje al que tiene un despacho de gaseosas y pan en la ventana de la casilla, como la pareja peruana de ahora.
Como siempre, una vez leída la noticia, enseguida, llega la indignación del caso, en esta oportunidad alimentada por lo rapaz de la maniobra, porque estos desclasados se aprovechan de la vulnerabilidad de los inmigrantes latinoamericanos, porque le siguen robando la plata a los pobres, porque son ellos los que manejan la droga, etc.
Una vez más: que la indignación no suponga ni genere la sorpresa.
Si nos remontáramos hacia atrás, semana tras semana, día tras día, encontraríamos cientos o miles de casos. Ahora bien, este no es el mayor problema; lo peor es que si nos “remontamos” hacia el futuro, también los vamos a encontrar.
La policía no sólo tiene el crimen “enquistado en la Institución”, tal como se suele decir eufemísticamente en la prensa; la policía posibilita, fomenta y perpetra el crimen organizado, es el crimen organizado, y no por una mera devaluación moral o corporativa, sino también por la premisa institucional de recaudar y controlar.
Que agentes de las fuerzas de seguridad aparezcan implicados en asuntos de drogas o secuestros extorsivos ya no sorprende a nadie, al menos en cierto sentido: son chorros que en cualquier jugada que pague bien se anotan, entre otras cosas porque, merced a su función formal, saben de todas esas jugadas.
La policía necesita esa caja “chica” para solventar sus gastos, el coche 0 km. que cualquier 4 de copas se compra apenas entra a la fuerza y cualquier otro símbolo de las apetencias tan propias del sistema capitalista por las que estos desclasados se desviven. Pero no sólo se trata de dinero. No, la policía también necesita ejercer ese poder inapelable y mafioso para perpetuar su opresión sobre la clase trabajadora, para enseñar en los barrios quién es el que manda, para demostrar que la categoría de delito es algo muy maleable y siempre utilizable contra una misma clase. La policía necesita de esta versión del control social como necesita de las otras. La necesita porque sin ella, sin todas esas versiones del control social (las tradicionales, las “nuevas”; las morales, las ideológicas, las económicas) dejarían de ser lo que es.
El tema no se agota en lo económico ni se puede analizar desde el reduccionismo del tipo: “y claro… tienen para elegir si son chorros o policías, pero es lo mismo”. Por el contrario, este tipo de acciones también evidencian otras formas del control social que las fuerzas de seguridad en tanto instituciones llevan a cabo.
En una sociedad donde el delito y la transgresión a la ley es gerenciada desde el propio estado que la dictó para abajo, en la cual lo que se llama corrupción o llana delincuencia es un hecho impuesto y extendido, casi una lógica (desde la coima exigida para obtener un registro hasta la delincuencia legalizada de tantos comerciantes), la policía va a tomar su tajada, pero no únicamente en términos monetarios sino también organizando el delito, reclutando pibes para robar para ellos, cobrando sumas para permitir actividades prohibidas, demostrando todo el tiempo (siempre en barrios pobres, generalmente frente a “peces flacos”, en niveles superficiales si se quiere, de “chiquitaje” si se considera la perspectiva general de actividades ilegales) quién es el que manda en los barrios, en la calle; quién es el que manda siempre (si no es evitando el delito tal como se le pide, pues lo será participando de él), quien controla todo, sea ese todo legal, ilegal o una bandada de gorriones.
De nuevo: no es un policía, es toda la institución, y es la institución creada para ser el brazo armado del estado, el arma más filosa para el control social. Hasta que la palabras, reales y filosas como machetes, partan de un golpe este embrujo colectivo que nos damos entre todos (por interés, por malicia, por apatía, por ignorancia) para vivir.