Mientras los enfermos sufren por desidias, los médicos también se ven en una lucha interna entre el ser y el deber ser. Una serie de testimonios.
Martes 7 de octubre de 2014
Hace treinta años, la revista Humor sacaba una tira en la que se reía de la situación de la medicina de esa época.
Los manejos mercantilistas, los pacientes privados y los de obra social, los laboratorios con sus "ganchos" para ganar el mercado con sus productos, la selección de los médicos, y diversas situaciones divertidísimas. La misma fue llevada al cine con Gianni Lunadei como protagonista (la clínica del Doctor Curetta). Treinta años después, poco ha cambiado en lo que a salud se refiere.
Uno está muy acostumbrado a escuchar las quejas que la gente hace sobre la atención en los hospitales públicos o en las clínicas privadas que están enfocadas al Pami, pero la verdad que no se da cuenta de la dimensión de la gravedad hasta que lo sufre en carne propia.
"Esta semana mi mamá, después de deambular por varios médicos y de tener que "sufrir" la burocracia que se traduce en días que van pasando para conseguir un turno y otro y otro, terminó internada de urgencia porque nunca llegó a hacerse el estudio que necesitaba.
Una vez en la clínica, uno comienza a encontrarse con situaciones que parecen menores, pero no lo son. Lo primero que puede verse es un cartel que dice: "Atención al cliente".
Muy duro para quienes llegan con un enfermo y espera ser tratado de otra manera. Y si bien se es un cliente, entonces que te traten como tal. Y en esto me refiero a que le den las mínimas condiciones a los acompañantes para poder pasar una noche con el enfermo, por ejemplo. Unas sillas que se desarman es lo único que uno tiene para acomodarse.
Uno entonces comienza a ver un montón de situaciones que no son gratas. Personas que esperan horas en una silla de la guardia para conseguir una cama o a otras que claman a los gritos por un lugar donde internarse: "una cama, por favor".
Después de 48 horas de internación, en la que pocos médicos aparecían por la habitación, el diagnóstico nunca apareció y de repente le dieron el alta, más allá de que los síntomas seguían presentes y hasta se agravaban en algunos momentos. Obviamente nadie se hacía responsable y debo agradecer que en mi familia tenemos un médico que puede orientarnos".
Esta nota que publiqué en Diario Los Andes trajo una cataratas de denuncias y obvio amenazas. Lamentablemente la mayoría han sido anónimas, pero con documentación que acredita que los hechos son reales. Una de las frases que más me sorprendió fue la de Laura Sánchez, una maestra, que me dijo: "Nos quejamos de la seguridad... Pero los médicos y la burocracia también matan... Sin juicios, sin justicia... Dolor eso es lo que realmente siento".
Nuestros "viejitos" están atados a una modalidad que no los contiene. Se los trata mal y si no tienen una obra social que no sea el Pami, tienen que comenzar a rezar para que la salud los acompañe por largo tiempo.
"Como mi mamá es de Rivadavia, el Pami no la atiende en Mendoza. Lo peor es que los responsables se esconden cuando uno va a buscarlos", cuenta Paola Asheff quien ha vivido un verdadero calvario con la enfermedad de su mamá. La señora se descompensó en el consultorio de una neuróloga, que la internó en el hospital Español. Allí la familia tuvo que abonar 5.000 pesos por día de cama. Luego fue trasladada al Central. Allí una ambulancia debía buscarla y llevarla al Hospital Privado. Pero insólitamente la espera fue de diez horas porque la ambulancia se equivocó de cama y tuvo que hacer dos viajes. un gasto innecesario pero al parecer muy común. ¡Menos mal que no se llevaron a otro paciente!
La cosa no terminó allí, porque la señora tuvo que someterse a una tomografía y aquí volvieron a chocar con la impericia. Al parecer, nadie sabía que había que darle un sedante por lo cual no se puedo hacer el estudio y hubo que reprogramarlo. Un nuevo gasto de insumos y recursos innecesario.
Un médico me hizo llegar su situación en la que asegura que: "Soy médico y me siento orgulloso de ello. Las experiencias de las que usted habla es la de millones de personas en este país. Habiendo trabajado tanto en el ámbito público como en el privado, llegué al punto en el cual se hizo imperativo optar por matar a la conciencia, o salirse del sistema. Por supuesto, me quedé con mi conciencia tranquila y sin trabajo.
Una de las pocas ventajas de ser médico es poseer un consultorio propio. Un lugar donde uno puede ejercer con la ética inherente a nuestra profesión.
Desafortunadamente no todos los médicos están dispuestos a salir del sistema, y una profesión noble se convierte en mercenario de un Estado ineficiente y empresas privadas inescrupulosas.
No defiendo a mis colegas. No comparto que los médicos formen un "gremio". Todos tenemos idea de lo que un gremio es y cómo se maneja. Me duele que quieran convertir a mi profesión en un trabajo más, porque no lo es. Es especial, porque se trata de la salud y de la vida. Lo que ocurre es que aprovechándose de lo que implica la profesión, tanto el Estado como las empresas privadas especulan con los pagos. Mientras menos se pueda pagar mejor...
Lo que todos tenemos que comprender es que el médico debe subsistir como cualquier persona. Pero además debe continuar su formación toda la vida, debe invertir en elementos de trabajo, debe vestir correctamente, y eso cuesta dinero obviamente. Desafortunadamente, dadas las circunstancias, la medicina no debe ser barata. La medicina barata implica baja calidad en la atención y eso es lo que sucede actualmente.
La creencia popular es que los médicos viven como reyes. Algunos viven como reyes, al igual que sucede en otras profesiones liberales. Pero la inmensa mayoría debe trabajar mucho más de la cuenta si quiere vivir dignamente. Le escribo esto en forma anónima porque ya sufrí mucho peleando por mis convicciones. Las mafias son poderosas y yo sólo soy un médico que quiere hacer lo correcto", claro y concreto.
La salud debería ser el servicio público que mejor se brinde, porque acá un error se paga con la vida y no hay tiempos para salvar la situación. Lo peor, y es a lo que me resisto, es que nos vamos acostumbrando a que las cosas son así y terminamos resignándonos.