El coronel pensó en escribirle a su madre, explicándole la decisión: “Madre: quiero que tu nombre ingrese en la puerta ancha de la historia. Que nuestra gran Nación lo identifique con la victoria. Que el enemigo tiemble y reverencie cuando sea pronunciado”.
Facundo Aguirre @facuaguirre1917
Jueves 6 de agosto de 2015
El hombre se detiene. Observa la prolijidad de la letra, la armonía del trazo. Piensa en los almuerzos de maíz y pollo frito. Piensa en el sol de casa. Retoma la escritura: “Ese será mi regalo para tanto sacrifico que hizo de mí un hombre que sirve a su patria gracias al amor de su madre. Este avión que surcará los cielos de Japón y marcará su vida para siempre será recordado como Enola Gay”. Mientras pensaba cómo seguir estas líneas, Paul Tibbets, cansado, se tiró a dormir un poco antes de partir hacia su misión.
Durante la siesta el hombre sueña con Quince, Illinois, una pelea de chicos blancos y negros. El coronel Paul Tibbets Jr. despertó en medio de la trifulca, se contempló frente a un espejo y arregló su uniforme antes de salir a la pista. Caminó hasta la trompa del B-29 que iba a pilotear y recorrió con la mirada aquel gigante metálico que iba a hacer posible la victoria americana. Escogió el lugar más visible. Tomó una escalerilla, el pincel, pintura negra y con mano firme garabateó, justo debajo de la escotilla del piloto, el nombre de su madre, Enola Gay. Sonrió recordando la sonrisa de mamá Enola viendo escrito su nombre en aquella gigantesca trompa, sintió orgullo de hijo y por un instante se emocionó.
La estadía en la isla de Tinian llegaba a su fin, hacía ya un tiempo que el USS Indianápolis había dejado la carga en la base, bautizada en una noche de whisky como Little Boy. La hora de la operación se acercaba y el nerviosismo general se hacía evidente. Paul se destacaba del resto por estar tranquilo y firme. Necesitaba de aquella frialdad para llevar a buen puerto su tarea. El nombre de su madre en la trompa del avión no solo le despertaba orgullo, sino que lo hacía sentir responsable por el éxito de la misión, no podía permitirse el fracaso.
No solo se trataba de dejar bien parado el nombre de su madre, el coronel Tibbets, era un buen patriota y sabía que la orden provenía directamente del presidente Harry Truman, aquel hijo de granjeros de Missouri, que había reemplazado a Roosevelt. Paul quizás no sabía que, días antes, durante la conferencia de Potsdam, el 17 de julio habían susurrado al oído del granjero Harry -el bebé nació satisfactoriamente; y una sonrisa bien americana, soberbia y sobradora dibujó el rostro del presidente frente a las propias narices de Stalin, quien estaba ajeno a aquella escena.
Tibbets miró a su tripulación y les dijo -señores llegó la hora de la victoria. Dejen todo sentimiento de lado. Dios bendiga a los EE.UU. Allí estaban alineados los 14 hombres llamados a golpear decisivamente a Japón y al maldito Hirohito. La tripulación saludó marcial y aquel día de agosto ingresaron al interior del Enola Gay, en cuyo vientre se encontraba Little Boy, y Tibbets bromeó, -madre qué bien preñada estás. Caballeros, bienvenidos al vientre de mi madre; y una sonora carcajada retumbó en aquella caja metálica. El coronel encendió los motores bajo la atenta mirada de su copiloto el capitán Lewis y el avión comenzó su despegue. Eran las 2:15.
Cerca de las 8:00 hs. Tibbets recibió un mensaje del comandante Eatherly que piloteaba el Straigth Flush avisándole que había un claro entre las nubes que cubrían Hiroshima por donde se podía arrojar la carga. El coronel respiró profundo, miró la trompa del avión y ordenó comunicarse con Tinian donde informó la clave - “Primario”. Enseguida habló a la tripulación -Es Hiroshima dijo secamente. Todos se concentraron. Ordenó a la tripulación colocarse las gafas oscuras Polaroid. A lo lejos se visualizaba un puente y el rió Ota, allí estaba el objetivo. Tibbets tripuló con firmeza aquel vuelo a contraviento y susurro –madre no me falles. 8:10 ordenó abrir las compuertas, 5 minutos después, 8:15 de aquel 6 de agosto dejó caer a Litlle Boy, desde 9460 metros de altura, sobre Hiroshima. Tibbets viró el avión a 150º para huir de la explosión. Un gran hongo ascendente, una gran bola de fuego se percibía desde el aire y dejó a la tripulación muda. Era el fuego del mismísimo infierno levantándose hasta las puertas del cielo. Una luz cegadora cubrió la cabina y el coronel junto al copiloto Lewis se aferraron al mando del avión.
Tibbets le dijo a su acompañante –Dios mío, mirá cómo sube esa hija de puta. El capitán Robert Lewis exclamó -¡Guau, menudo pepinazo! (más tarde en el diario de viaje que él llevaba, Lewis escribió -Dios mío. ¿Qué hemos hecho?) El resto de la tripulación parecía atrapada por la visión hipnótica de esa gigantesca bola de fuego que arrasaba la ciudad. El ametralladorista de cola el sargento Bob Caron no pudo salir de su asombro cuando gritó -Es como mirar el infierno. El tripulante Theodore Van Kirk y el artillero Morris Jepsson estaban helados. Centenares de miles de vidas humanas se esfumaron en unos pocos minutos de dolor intenso.
Cuando regresaron a las Islas Marianas, los tripulantes no pronunciaron palabras. Fueron informados del éxito total de la operación. La ciudad de Hiroshima había sido arrasada, tiempo después supieron lo que intuían, que aquel infierno había dejado 150.000 muertos. Tibbets pidió ir a dormir la siesta y pollo frito y maíz para la cena. Mientras tanto en Quincy, Illinois, mamá Enola pensó en su hijo cruzando el cielo de Japón en un pájaro de acero. Se sintió una madre orgullosa y esbozo una clara y hermosa sonrisa.
Facundo Aguirre
Militante del PTS, colaborador de La Izquierda Diario. Co-autor junto a Ruth Werner de Insurgencia obrera en Argentina 1969/1976 sobre el proceso de lucha de clases y política de la clase obrera en el período setentista. Autor de numerosos artículos y polémicas sobre la revolución cubana, el guevarismo, el peronismo y otros tantos temas políticos e históricos.