La obra de Arthur Miller sobre la caza de brujas de Salem, alegoría de la que tuvo lugar durante el macartismo, nos permite pensar sobre la naturalización de la represión.

Lucía Nistal @Lucia_Nistal
Martes 31 de enero de 2017
Ahora que se puede ver el montaje que ha hecho Andrés Lima de Las brujas de Salem de Arthur Miller en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, parece un buen momento para acercarse a un clásico imprescindible. Ahora que la caza de brujas ha vuelto a nuestro día a día, parece un buen momento para leer la obra con detenimiento.
La obra de Arthur Miller siempre ha tendido hacia la crítica social, partícipe de un rechazo por el conservadurismo estadounidense. Si nos acercamos a una de sus piezas más conocidas, Muerte de un viajante, veremos cómo dirige un ataque contra el sueño americano capitalista. Con una poética totalmente opuesta a la brechtiana, en la que sustituye la observación crítica por la implicación pasional de la audiencia que opere el cambio en la sociedad, comparte el objetivo que no es ni más ni menos que desvelar, romper con el sentido común que nos ata inermes al statu quo. En sus palabras: “La tarea del intelectual consiste en el análisis real de las ilusiones con el fin de descubrir sus causas”.
Con esta idea escribe en 1953 la obra que nos ocupa, Las brujas de Salem. En un ambiente de persecución a la más mínima disidencia dirigido por el senador Joseph McCarthy, que del ‘50 al ‘56 instauró la conocida como “caza de brujas” con el punto de mira en cualquiera al que se acusara de comunista -lo cual no estaba necesariamente relacionado con ser comunista o siquiera cercano al régimen soviético del momento-.
Así, Miller decide elaborar una alegoría desde el caso de los juicios de Salem por brujería acaecidos en 1690 en Massachusetts. A raíz de la enfermedad de unas niñas que el médico no podía explicar -algo muy habitual por aquel entonces-, se desarrolla un caza de brujas, en este caso literal, en la que odios personales, el rechazo hacia las mujeres que no cumplían sus cánones y, sobre todo, aspiraciones económicas bailan bajo la mano que controla la sociedad, en este caso la Iglesia-Estado de aquella pequeña teocracia, que acabó con más de 100 acusados, 19 ahorcados -catorce mujeres y cinco hombres- y 10 presos.
No es extraño que el dramaturgo viera en aquellos hechos materia prima para su denuncia literaria, ya que el principio que regía al tribunal del siglo XVII y aquel dirigido por el senador de Wisconsin era el mismo: pasar por encima de los derechos más básicos en nombre de la seguridad de la sociedad o la nación y establecer un control férreo sobre cualquier atisbo de desobediencia, sirviendo a los intereses de los poderosos, sean estos los “representantes de Dios” y los propietarios con más tierras o la clase dominante estadounidense.
La omnipotencia del tribunal acusador y la imposibilidad de cualquier tipo de defensa por parte de los acusados es también compartida, si leemos la obra, el comisionado gobernador Danforth que dirige los juicios en nombre de la Iglesia nos lo explica:
“En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es "ipso facto", por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible, ¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente, debemos fiarnos de sus víctimas. Y ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme explicado, ¿no es así?”
El crimen invisible del “comunismo” tampoco gozó de la presunción de inocencia, el comité aplicaba la presunción de culpabilidad y era el acusado quien tenía que demostrar su rechazo hacia el comunismo. En ambos casos, la única manera de “limpiar” su nombre era denunciando a compañeros.
Aquella obra basada en hechos históricos ayudó a desvelar la caza de brujas de su presente, pero lamentablemente también servirá para desvelar la caza de brujas futura. Lo que nos escandaliza viendo o leyendo la obra, la injusticia que nos llena de rabia y nos agita en la butaca, no es algo del pasado, las brujas de entonces fueron comunistas y son hoy ‘antisistema’.
Tal vez dentro de 6 décadas escriban una alegoría protagonizada por la “ley mordaza” y los lectores del futuro se escandalicen de la precariedad de derechos en las sociedades supuestamente democrática de nuestros días, les cueste creer que se inventen leyes antiterroristas para perseguir a activistas, twitteros o cantantes, la detención de una chica por llevar un bolso con la siglas de “all cats are beautiful” les parezca una exageración del autor o autora, se alegren de que la palabra de un antidisturbios con tatuajes neonazis ya no valga más que la del acusado en un juicio, se rían cuando en el escenario se represente la ridícula detención de unos titiriteros por su mensaje subversivo y tantas otras escenas. Será una obra muy larga que les hará horrorizarse del pasado y alegrarse de que esas cosas ya no ocurran, aunque puede que la represión siga ahí, que las élites sigan asegurándose de perpetuar su dominio, que el Estado capitalista haya inventado su nueva ley mordaza disfrazada de defensa de la patria.
O puede que las rebeliones que tanto temía Danforth llegen a Salem, acabenn con la dominación teocrática, con el macartismo, con la ley mordaza y con el estado represor.
“Parris: Os digo lo que aquí se dice, señor. Dicen que Andover expulsó al tribunal y no quieren saber nada de brujería. Aquí hay un bando que está divulgando esa noticia y, os digo la verdad señor, temo que haya tumultos.”

Lucía Nistal
Madrileña, nacida en 1989. Teórica literaria y comparatista, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid. Milita en Pan y Rosas y en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT).