Sábado 15 de noviembre de 2014
La escena de rock actual se podría dividir entre comercial y under, algo que no es nuevo. Pero desde la reformulación de la industria a partir de las facilidades de circulación y distribución de la información, más el tendal post Cromañón, hicieron que la separación entre las instancias mencionadas sean más marcadas. Esto ocurre en términos de que lo que apoyan las compañías discográficas (o lo que queda de ellas, tal como las conocíamos) a nivel de calidad artística. Afortunadamente, podemos prescindir de los habituales canales de difusión: eso si movemos un poquito el mouse e investigamos un poco más hacia abajo de esa complaciente y aburrida superficie.
Tal es el caso de Los Álamos, conjunto argentino que cuenta ya con una década de trayectoria dentro del pelotón de bandas emergentes, y con cuatro discos de estudio, bancados de forma autogestiva o a través de sellos independientes. Si hay algo que se puede aseverar como resultado de dicha elección, que resigna rédito económico, es que construye un aura de prestigio, donde el rédito es más bien simbólico. Pero atrás de esta voluntad “desinteresada”, hay una banda muy interesante y original.
La banda supo desarrollarse en base a explorar terrenos poco habituales para la escena local: encontraron un equilibrio muy personal entre el folk dylanesco, el country & western de las películas de Leone y la psicodelia de Spaceman 3, tamizados por las asperezas de áridos desiertos, a partir de una actitud que se puede emparentar con el punk rock. La originalidad de su sonido reside en la multiplicidad de colores impresos con una diversidad de instrumentos atípicos para el rock más convencional: una guitarra slide y espacial que contrasta con otra rítmica y acústica, una base que cabalga por el desierto polvoriento o flota en las nubes de la lisergia, según se presente el ambiente, además de matices de acordeón, trompeta, armónica y la poderosa mandolina de Jonah Scwartz, el integrante yanqui que encontró asilo en el país de los policiales EEUU post torres gemelas. Todos estos elementos confluyen en un particular estilo autodenominado narco country pero con un vuelo por momentos etéreos, por otros folk o bluseros, a veces dentro de una misma composición. Canciones como La casa de las dagas o Cola de cascabel (que aparecen en vivo en su debut Emboscada (2005) o en estudios en No se menciona la soga en casa del ahorcado, (del año siguiente), o Problemas de El fino arte de la venganza (2008), aclaran varios aspectos de esta original propuesta. Un capítulo aparte merece la sangre y la actitud desplegada en escena, que redoblan los resultados de los discos a base de desprolijidad pero de mucha intensidad a su vez, haciendo de sus shows un reducto salvaje pleno de energía rockera. Mención honorífica para el despliegue instrumental y corporal de Jonah, que nos recuerda que de dónde proviene el rock’n’roll más genuino.
Ya en 2014, luego de sendas interrupciones por cuestiones migratorias de algunos de sus integrantes (Peter, cantante y guitarrista, vive en Francia desde 2007, y el bajista Joaquín, en Alemania), la banda pasó a organizarse de manera desterritorializada, haciendo breves giras anuales por Buenos Aires, La Plata, Montevideo, y postergando la creación de material nuevo hasta el año pasado, cuando decidieron unificar vía correo electrónico algunas composiciones guardadas más otras nuevas y volver a juntarse en estudios para parir en escasos días su cuarto álbum, Luces blancas, que además de resumir diez años de carrera, agrega elementos más oscuros y densos, con guitarras reverberadas y saturadas en lugar de los colores acústicos más habituales, con una estética más críptica pero accesible y personal, a la vez.
Todo esto lo podremos comprobar este sábado 15 de noviembre en el Centro Cultural Caras y Caretas, en Sarmiento al 1400 en la ciudad de Buenos Aires, esperando que este nuevo álbum sirva de envión para regalarnos continuidad en escena y estudios.