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Red Internacional
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CUENTO. Los empleados (primera parte)

Roberto Amador

Roberto Amador Obrero de Madygraf y docente de escuela secundaria

Martes 30 de septiembre de 2014

Camina con zozobra. Desarma un nuevo atado de cigarrillos tirando de la cintita roja que lo envuelve. Dándole antes un par de golpes al paquete en la palma de su mano, para prensar el tabaco. Excita el Philip Morris con una pitada profunda. El cilindro arde en el otro extremo y el humo se disipa frente a sus ojos. Por momentos detiene su paso frente al vidrio que en reflejo le devuelve su imagen. La dejadez de varios días, el mal sueño esculpido en terrosa barba y grasos cabellos. Una reunión que se extiende en horas.

Anubarrado. Inquieto. En solidario gesto con su jefe que intenta dejar de fumar se ha tomado unos minutos en el pasillo para relajarse sobre los resquicios del humo. Es imposible. Lleva su mano sobre la culata de la pistola que da habida cuenta de la tensión reinante, que en fría adrenalina sube por sus dedos al rosar el acero.

  •  Esos p…- escucha decir al jefe, con la solidez rabiosa de la ira.

    Se mira nuevamente en el vidrio: su mano izquierda va escurriéndose a desgano sobre la barbilla. La ultima seca al cigarrillo. La colilla que aún humea es aplastada con brusquedad contra el piso. Avanza. Entorna la puerta. Observa la pronunciada cabeza del jefe. Sus cabellos canos. La brusquedad de sus gestos. Su mantenida obesidad.

  •  Van a tener que entender. Se los digo yo. Están queriendo cambiar el modelo sindical, están locos. Prefiero no vivir a eso- dice el jefe. Con el rancio acento de las palabras, fruto de los años de nicotina.

    Una jauría de lobos a su alrededor lo contemplan afanosamente. El silencio no es mudo sobre el semblante turbio de sus rostros. El mujeriego es uno de ellos. El jefe lo observa. -Sentate. Cámbiame esa cara de perro degollado…- le ordena. El mujeriego se deja caer en cuerpo y alma sobre la silla. Obediente. Resignado a la devota idea de ser un matón.

    Mucho antes, cuando era el negro, no se resignaba tan fácilmente. Luego fue un número: legajo 753 según el archivo de RRHH. Y mucho tiempo antes, cuando iba a nacer su primer hijo era Alberto Quiroga, como lo llamó el cura el día que respondió a su pregunta con el clásico. -Si, acepto-.
    El mujeriego vino después, cuando siendo delegado vio que era mejor llevarse bien con la empresa, y de esa forma desligarse un tiempo de la inclemencia de la rutina de las líneas de producción. Luego vino el auto. Y la obligación de creerse lo que afanosamente designaba Ricardo. El peronismo era progreso. Su progreso individual. Pero progreso al fin. Luego aprendió a no tener pudor y mirar a los ojos para mentir.

    –Si no consigo algo para mí. Como puedo conseguir algo para vos- solía responder ante cualquier reclamo. Y se alejó tanto. Hay lejanías de las que uno no puede volver. Y él ya no podía volver. Porque no quería volver al sudor del verano, y el mal sueño del invierno. Y ahora en su ocaso no tenía más remedio que esto: la contemplación “sumisa” a un jefe que olfateaba el peligro corrosivo de sus designios.

    Y él estaba ahí. En ese despacho de donde había salido la voz minutos antes, y donde diariamente salen las instrucciones del Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor. Y que como de manual, luce los baluartes insignios del peronismo. Tan bendita Eva Duarte. Tan reluciente Juan Domingo, con su sonrisa de piano. Ahí, en la Avenida Belgrano 665, donde Ricardo es el jefe. Por eso será que le inspira tanto respeto al mujeriego. Pero el respeto suele transformarse en miedo, como en este momento en que siente el acervo desquiciado de esos ojos, como si el frió cañón de una pistola, su punta circular, escupiera el plomo y este se incrustara en su cabeza.

  •  Estoy cansado de pelotudeces- lo escucha decir al jefe, que golpea la mesa con brusquedad. Los sindicatos son peronistas. Y lo que llevan en la cintura es la prueba más clara de que no nos vamos a ir. Esta es nuestra bandera…- su carnosa mano señaló el cuadro de Perón.
  •  Si- dice el mujeriego, reafirmando con la cabeza. En ese despacho donde ya no es ni la sombra de ese que tenía la confianza de caminar y ser respetado, de generar el silencio ante su paso, de oler a frescura y fichar a las ocho, de mostrar y deleitarse con sus videos sexuales, haciendo alarde de su virilidad. Cuando recién comenzaba a ser un empleado: un delegado en conspicua armonía con la empresa. Un empleado, tanto o más que Ricardo.