Un recorrido por las críticas más recientes a las trampas del feminismo punitivo.
En los últimos años vimos la aparición de masivos movimientos feministas en varios países. Se convocaron huelgas de mujeres que cuestionaron la violencia de género y se exigieron derechos reproductivos. Se abrió el debate sobre el trabajo de reproducción en los hogares, sobre la feminización de la pobreza, o las intersecciones entre patriarcado, racismo y capitalismo. La pandemia mostró que las mujeres trabajadoras más precarias eran esenciales, junto a sus compañeros. El movimiento de mujeres y disidencias sexuales expresó un cambio profundo en las formas de pensar, especialmente en la juventud. En el polo opuesto, sin embargo, reaparecieron corrientes patriarcales reaccionarias, antiderechos y transfóbicas. Más recientemente, se ha producido en varios países una importante institucionalización y pasivización de los movimientos, algo en lo que jugaron un papel clave las burocracias y los partidos reformistas.
Desde el Me Too, al movimiento Ni una menos en Argentina o en Italia, hasta el más reciente #SeAcabó de las futbolistas españolas, el foco se puso en la violencia de género y cómo enfrentarla, denunciando los brutales femicidios y las múltiples agresiones y abusos sexuales que ocurren en lugares de trabajo y otros ámbitos sociales. El movimiento de mujeres cuestionó la naturalización de esas agresiones y abusos, lo que significó un gran paso adelante. Sin embargo, cuando se trata de articular las estrategias de lucha, objetivos y programas, surgen profundas diferencias al interior del feminismo. Y si en los primeros años de esta nueva ola feminista, las corrientes punitivistas fueron más hegemónicas, en el último tiempo se escuchan más voces que cuestionan desde la izquierda esta deriva del feminismo. En este artículo proponemos un recorrido por algunas de estas críticas, para profundizar después en el punto de vista y el programa del feminismo socialista.
Las críticas al feminismo punitivo
El feminismo punitivo considera que el castigo en forma de penas de prisión más duras o la tipificación de más cantidad de delitos vinculados con la violencia de género pueden darle una resolución a esta. Así lo definen varias autoras, como François Verges o Tamar Pitch, quienes analizan este “giro punitivo” en el feminismo. A continuación, recuperamos algunos de los principales argumentos que cuestionan la lógica punitiva.
I. El punitivismo como cómplice del neoliberalismo.
Las tendencias punitivas, más allá del feminismo, se complementan muy bien con ciertos sentidos comunes del neoliberalismo. La idea de que la sociedad es una suma de individualidades y los agravios son también individuales -como si no existieran condiciones estructurales que recrean opresiones a escala colectiva-. Desde esta lógica, si las responsabilidades son individuales, el “remedio” pasa por el castigo individual.
Al mismo tiempo, si la ofensiva neoliberal ha incrementado la precariedad, la pobreza y la discriminación de grandes sectores populares y la de clase trabajadora, la respuesta privilegiada del Estado ha sido la criminalización. Esto ha implicado un giro punitivo en lo que hace a “campañas securitarias”. Wendy Brown, en su libro Estados del agravio, apunta en este sentido al poder que se le otorga al Estado para controlar y legislar sobre el agravio y el castigo, como si se tratara de una institución neutral. De este modo, “en vez de aparecer como el síntoma de un profundo dolor político en una cultura, el agravio se representa como intencionado e individual, la política queda reducida al castigo”.
No se puede entender la deriva punitivista del feminismo por fuera de estas tendencias. No es casual que las feministas que más apelaron al endurecimiento de las penas como salida casi exclusiva a la violencia de género hayan ganado influencia en EEUU a partir de los años 80. Sectores del llamado feminismo cultural norteamericano se transformaron en un feminismo del código penal, buscando prohibir penalmente la prostitución, la pornografía y presionando para aumentar las penas para las agresiones sexuales. Incluso algunas de estas feministas conservadoras se terminaron aliando directamente con la alt right norteamericana para introducir cambios en los códigos penales. Nancy Fraser señaló en su momento que el feminismo liberal fue cómplice del neoliberalismo, desarmando la potencia transformadora de los movimientos de los años 60 y 70. También el feminismo punitivo fue cómplice del auge neoliberal.
II. El punitivismo como feminismo carcelario.
Una de las críticas más tempranas al feminismo punitivo provino de los feminismos negros, antirracistas. Angela Davis, por ejemplo, desarrolló la crítica al sistema carcelario, como un régimen instituido por el Estado y las grandes corporaciones capitalistas para criminalizar, encerrar y disciplinara a los sectores más pobres y las poblaciones racializadas. En este sentido, el aumento del encarcelamiento en el capitalismo contemporáneo está marcado por un claro sesgo de clase, raza y género. Las prisiones, que forman parte también de un negocio privado, refuerzan el círculo de explotación, racismo y saqueo, para imponer la violencia del encierro, que es equivalente a una tortura.
Más recientemente, muchas autoras antirracistas han retomado la crítica al feminismo carcelario. Francois Verges, en su libro Una teoría feminista de la violencia(Akal) cuestiona la complicidad de este tipo de feminismo con el colonialismo racista del Estado francés. Al mismo tiempo, otras autoras han señalado que el sistema carcelario funciona como una máquina de reproducir nuevas agresiones. Rita Segato ha señalado que con más cárcel no resolvemos el problema y que “la cárcel es una verdadera escuela de violación para los violadores”. Esta autora ha planteado, además, que ninguna de las modificaciones que se han realizado en las legislaciones más punitivas han disminuido la violencia de género, que es como “querer eliminar un síntoma sin eliminar la enfermedad”. [1] Desde el feminismo socialista cuestionamos el sistema carcelario, un sistema de violencia de clase y racista, partiendo de la crítica al carácter de clase del Estado. Y sostenemos que es contradictorio querer luchar contra la opresión de género otorgando más poder a las instituciones represivas.
III. El punitivismo como lógica del castigo individual desplaza el cuestionamiento al patriarcado y el capitalismo.
La lógica del castigo penal no toma en consideración si lo que se castiga es el “síntoma de una enfermedad” como planteaba Segato. Responde en cambio con la lógica del castigo ejemplarizante, una vez sucedidos los hechos. Y esta lógica punitivista es expansiva, transformando en nuevos delitos otros agravios. Por ejemplo, la reciente ley española (conocida como Ley del “solo sí es sí”) incorpora la penalización del llamado “acoso callejero”, las palabras o insultos machistas en la vía pública. Es decir, que la lógica del castigo y la intervención judicial y policial se extiende a otras áreas de la vida social. Y esto, ¿puede ser de algún modo beneficioso para la lucha contra la opresión de las mujeres? Más bien lo contrario. Por eso, hemos cuestionado mucho este aspecto de la ley que promovió el Ministerio de Igualdad de Podemos. Porque este tipo de criminalización legitima más presencia policial en las calles y en la mayoría de los casos estas denuncias son instrumentalizadas contra las poblaciones migrantes.
La lógica del crimen y el castigo oculta las relaciones estructurales que están detrás de las agresiones individuales. Y se evita poner el foco allí donde hace falta, si queremos construir luchas colectivas.
IV. El punitivismo y la figura de la víctima como identidad.
Varias autoras vienen planteando que la punición penal se basa en un binomio individualizado: agresor-víctima. Y si desde ciertos feminismos esencialistas se posiciona a todos los hombres como potenciales agresores, al mismo tiempo se condena a todas las mujeres a la posición de eternas víctimas. Esto tiene varias consecuencias. Por un lado, ubica a las mujeres como sujetos vulnerables, necesitados de protección. Y al Estado y a las fuerzas represivas como “protectores”. Podemos agregar, siguiendo a las feministas que han denunciado los mecanismos del feminismo civilizatorio o feminismo imperial, que esta es una operación afín a la de los Estados imperialistas que se presentan como “protectores” de las mujeres de sus ex colonias o del llamado sur global. La construcción de esa figura de mujeres víctimas, que solo pueden ser rescatadas o protegidas, es utilizada para justificar intervenciones imperialistas “humanitarias” e incluso guerras.
De igual modo, varias autoras señalan que la hegemonía de un feminismo punitivista, transforma ese estatuto de victima en una especie de identidad. Y en tanto las víctimas hablan desde el dolor, esto le otorgaría a esa palabra enunciada desde el agravio una entidad ontológica superior a cualquier otra. Esto deviene en posiciones identitarias o separatistas, donde la prioridad es el dolor propio, la propia experiencia frente a los demás. Algo que, si por un lado permite visibilizar los agravios que son naturalizados, puede derivar en una lógica de competencia entre sectores oprimidos, su mayor fragmentación, en vez de la articulación en una unidad mayor. Además, el dolor de las víctimas ha sido muchas veces instrumentalizado por las derechas, para exigir pena de muerte, o penas más duras. Un tipo de operación discursiva que también es frecuente ante casos de “inseguridad” mediáticos en países de América Latina, robos con agresiones, o muertes, utilizados por la derecha para imponer más policía en las calles.
Esa primacía de la figura de la víctima en el discurso punitivo tiene aún más consecuencias dañinas para las mujeres, ya que se establecen parámetros sobre qué es ser una “buena víctima”. Muchas veces se termina investigando a las mujeres, para ver si cumplen con las condiciones de una “buena víctima” que solo puede sufrir, pero no continuar con su vida. Finalmente, esa victimización como estatuto casi identitario infantiliza a las mujeres. Quita poder de acción, de respuesta colectiva.
V. La presión punitivista y el pánico sexual.
Laura Macaya Andrés se refiere a la extensión del uso del término “violencia de género” a diferente tipo de acciones y comportamientos machistas, al calor de la presión punitivista. Señala esta autora:
"Este uso extensivo del concepto de violencia no solo ha desplazado a otras expresiones de desigualdad hacia las mujeres, sino que también ha supuesto que se llamen violencia actos de reproducción del sexismo, comportamientos molestos con sesgo de género e incluso insinuaciones, miradas u ofrecimientos sexuales no deseados."
Es decir, comportamientos machistas, que pueden resultar molestos y por lo tanto cuestionamos, pero que bajo la presión punitivista son equiparados con otras violencias sexuales más graves, como si todo fuera lo mismo.
Nuria Alabao señala acertadamente que, con visiones de este tipo, se termina creando “terror sexual” ya que se asocia la sexualidad de las mujeres con la posibilidad de agresión sexual, como si una siempre implicara el riesgo de la otra. Este tipo de visiones son afines al feminismo radical, desde donde se ha teorizado que la opresión de las mujeres está fundada en la sexualidad, conceptualizada de forma esencialista. Una visión sobre la sexualidad binaria, en la que se concibe a todos los hombres como potenciales agresores y violadores y a todas las mujeres como eternas víctimas. En este sentido apunta la crítica que hace Susan Watkins a la obra de la feminista Catharine MacKinnon [2] Algo que también desarrollan en este artículo Andrea Datri y Matías Maiello. [3]
Para MacKinnon, la sexualidad sería el eje articulador de la sociedad patriarcal, y se trataría de una relación de absoluta opresión. Donde “la violación, el incesto, el maltrato, el acoso sexual, el aborto, la prostitución y la pornografía” serían un continuo de esa relación de dominación. Para MacKinnon, el deseo sexual heterosexual no sería otra cosa que la erotización de la dominación. Y la principal tarea feminista sería buscar una jurisprudencia que castigue el impulso agresivo masculino. Según la autora, las feministas debían luchar para que se prohíba la pornografía bajo las leyes de discriminación sexual y para que la prostitución sea criminalizada, al igual que para aumentar las penas del código penal a las agresiones sexuales.
Otra representante de este tipo de feminismo era Andrea Dworkin, una feminista radical norteamericana impulsora de la campaña para la prohibición de la pornografía en los años 80. Para ella, la sexualidad masculina representaba «la sustancia del asesinato, no del amor». Y sostenía que «la violación es el modelo primario para las relaciones sexuales heterosexuales», igualando coito con violación. Para Dworkin, los hombres que consumen pornografía o que cuentan un chiste machista, incluso aquellos que avalan esos comportamientos, son todos «enemigos de las mujeres y están implicados en el crimen de la violación». Para este tipo de corrientes, a las que hemos llamado feminismos conservadores, la lucha por la libertad sexual es perjudicial para las mujeres.
El debate sobre la sexualidad formó parte del movimiento feminista desde sus orígenes, oponiendo a quienes somos parte de la lucha por la liberación sexual, con las corrientes que pretenden aumentar la regulación social de la sexualidad femenina. Un texto de Carol Vance, publicado hace 35 años, se transformó en un clásico sobre el debate: “Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina”. Vance sostiene que: “En la vida de las mujeres la tensión entre el peligro sexual y el placer sexual es muy poderosa. La sexualidad es, a la vez, un terreno de constreñimiento, de represión y peligro, y un terreno de exploración, placer y actuación. Centrarse solo en el placer y la gratificación deja a un lado la estructura patriarcal en la que actúan las mujeres; sin embargo, hablar solo de la violencia y la opresión sexuales deja de lado la experiencia de las mujeres en el terreno de la actuación y la elección sexual y aumenta, sin pretenderlo, el terror y el desamparo sexual con el que viven las mujeres”.
VI. El discurso punitivo en los movimientos.
Ligado a lo anterior, varias autoras advierten acerca de la “reproducción de la cultura del castigo” [4] en los movimientos de base. Virginia Cano discute contra la expansión de lógicas punitivistas y los “desbordes de la lengua penal” en los espacios militantes. [5] Apunta a la lógica de los escraches como una tecnología que alienta escisiones, atomizaciones y aislamientos, así como la individuación de responsabilidades. Un tema que también aborda Andrea D’Atri, quien ha señalado que la violencia de género no tiene una “solución individual, ni por la vía punitivista, ni por la de los escraches de la venganza personal.” Dado que necesitamos “forjar una alianza con nuestros compañeros para enfrentar juntos al machismo y a combatir, no sólo contra ese sistema que lo legitima y reproduce, sino también contra aquellos varones que perpetran las más aberrantes violencias contra las mujeres.” [6]
Es un hecho que, en muchas organizaciones feministas, en el movimiento estudiantil, incluso en sindicatos, se ha impregnado la lógica de la justicia penal para el tratamiento de las relaciones y los comportamientos machistas. En palabras de Macaya, muchos movimientos "apelando a la autogestión de los conflictos, desarrollan estrategias para combatir la violencia de género como los exilios, las expulsiones, las extorsiones por reconocerse como agresores, las denuncias públicas sin garantías.”
Estrategias que no solo no resuelven el problema, sino que muchas veces implican una estigmatización de quien ha agredido (como si alguien con comportamientos machistas fuera siempre un agresor en potencia), así como una “condena” sin garantía de defensa, con acciones de “castigo” muchas veces sin proporcionalidad. También entra en juego esa idea de que “todo es abuso”, sin contemplar las proporciones, ni los contextos, ni lo concreto de cada situación. Y, sobre todo, prima la individuación y no la resolución colectiva.
Si todos los hombres fueran potenciales agresores, si esto fuera un absoluto, como plantean las corrientes feministas radicales, entonces deberíamos pensar que todas las personas blancas son racistas, o que todos los obreros son esclavos, y que no hay posibilidad alguna de luchar contra este sistema de explotación y opresión. Solo nos quedaría el enfrentamiento entre diferentes sectores oprimidos. En nuestro caso, como marxistas, sostenemos que, al mismo tiempo que este sistema crea subjetividades opresoras y oprimidas, crea también las condiciones para rebelarse contra esas condiciones, para que emerjan movimientos que cuestionan las opresiones, movilizaciones, en incluso, revoluciones.
A modo de síntesis sobre esta serie de argumentos, la lógica del punitivismo fortalece el poder del Estado y sus fuerzas represivas, mientras sitúa a las mujeres como victimas individuales, en vez de como sujetos colectivos que luchan y combaten por la transformación de las relaciones estructurales del patriarcado, el capitalismo, el racismo y la precariedad. Quienes nos proponemos conseguir resultados emancipatorios a largo plazo, en cambio, pensamos que solo es posible avanzar si conquistamos una mayor unidad y articulación entre todos los sectores oprimidos, y no mediante su fragmentación.
Las trampas del feminismo institucional
Con la institucionalización de los movimientos de mujeres, en varios países hemos visto en acción lo que hemos llamado un feminismo institucional o feminismo de ministerios, desde el Estado español, a México, Chile o Argentina. Sus medidas han estado centradas en tomar la agenda del puntivismo, mediante la tipificación penal, o la implementación de algunas medidas cosméticas. En el Estado Español, la aprobación de la Ley solo si es si resultó problemática, porque este marco punitivista del debate alentó a la derecha y la extrema derecha para exigir penas aún más duras. Por otro lado, extendió la criminalización a otros delitos, como explicamos antes. En cambio, en lo que hace a medidas de prevención contra la violencia de género, estas han sido muy parciales y en lo que va del año los feminicidios han aumentado.
Y acá se encuentra uno de los aspectos claves de nuestra intervención. Porque si la lógica punitiva no es nuestro horizonte, planteamos un programa de lucha para enfrentar la violencia de género. Y el foco solo puede estar en atacar las condiciones que llevan a la reproducción de esas violencias en el sistema capitalista patriarcal. Desde Pan y Rosas, en varios países, venimos luchando por aumentos significativos de los presupuestos de género, así como la habilitación de casas refugios para mujeres, sin presencia policial ni judicial. Exigimos que no sea necesario realizar una denuncia penal para recibir ayudas financieras o psicológicas, y la implementación de planes de educación sexual integrales en todos los niveles educativos. La lucha por la separación de la Iglesia del Estado está ligada a esta pelea, en tanto es una institución reaccionaria que reproduce las opresiones, el machismo y la homofobia. Pero eso no es suficiente, si no se garantiza vivienda y trabajo para todas las mujeres en situación violencia de género, para que no tengan que seguir viviendo con sus agresores. La expropiación de viviendas vacías en manos de bancos y especuladores, es una demanda central en este sentido. De igual modo, la regularización de todas las personas migrantes es fundamental, ya que muchas mujeres son más vulnerables a situaciones de violencia de género por estar sin papeles. La formación de comisiones de mujeres y disidencias sexuales en los lugares de trabajo y estudio forma parte de nuestra pelea por la autoorganización de las mujeres junto a la clase obrera y el movimiento estudiantil. Medidas que de conjunto implican cuestionar el régimen de explotación, precariedad, racismo y machismo que condiciona la vida de millones de mujeres en todo el planeta. Para esto, como señalamos antes, se vuelve fundamental luchar desde la unidad de los movimientos de mujeres y disidencias con la clase trabajadora. Y pelear por que los sindicatos asuman activamente estas demandas y apoyen las huelgas de mujeres. Esto implica también enfrentar a las burocracias sindicales y las burocracias de los propios movimientos que mantienen las luchas de las mujeres como territorios separados.
La lucha contra la violencia de género la asumimos como parte de una lucha contra las múltiples de violencias que genera este sistema de explotación y opresiones. Por eso nuestro feminista es un feminismo de la lucha de clases, antipunitivista, anticapitalista y socialista.
*Este artículo está basado en una charla realizada en la Universidad de Verano de Révolution Permanente en Francia, el pasado 26 de agosto.
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