Después de un operativo donde fue secuestrada Vicenta Orrego Meza, en marzo de 1977, por decisión de una jueza de menores sus tres hijos fueron llevados a un hogar en Banfield, dependiente del Arzobispado de Lomas de Zamora. Durante siete años, los menores sufrieron el robo de su identidad, fueron torturados y violados por quienes tenían a cargo el hogar, en plena complicidad con la Iglesia Católica y el Poder Judicial. Su padre, desde la cárcel, no dejó de buscarlos. En diciembre de 1983, gracias a la ayuda de organismos de derechos humanos los cuatro pudieron reunirse en Suecia. Desde allí brindaron un estremecedor relato sobre el horror vivido en lo que llamaron “el infierno”.

Valeria Jasper @ValeriaMachluk
Domingo 24 de abril de 2022 20:20
Dos, cuatro y seis años. Eran las edades que tenían Mariano, María y Carlos Ramírez aquel 15 de marzo de 1977 cuando el Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires rodearon la precaria casa que habitaban junto a su madre Vicenta Orrego Meza, en el barrio San José de Almirante Brown, desatando una feroz balacera. Ese fue el último día que vieron a su madre, quien los salvó, sacándolos por una ventana.
El dolor y la memoria no tienen fronteras ni idiomas. Desde Suecia, “su otro país”, durante tres largas audiencias del juicio que lleva adelante el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata por la causa "Hogar de Belén", pudieron poner en palabras el horror que padecieron desde aquel último abrazo con Vicenta.
“Me acuerdo de haber sido rozado por un disparo el día del operativo”, dijo Carlos, mientras se tocaba la cicatriz a manera de certificar sus palabras. Mariano, el menor de los tres, no supo lo que sucedió aquel día, era apenas un bebé, pero María sí: “El 14 de marzo de 1977 nos despertamos de madrugada, estábamos rodeados, tiraban balas por toda la casa. Mamá puso un colchón en la ventana porque íbamos a salir por ahí. Antes de despedirnos, nos abrazó muy fuerte y muy largo:´yo los quiero muchísimo y cuídense entre ustedes´, y ese día fue el último abrazo. Nosotros salimos por la ventana y las balas seguían entrando. Ella nos salvó”.
Luego del operativo, y por decisión de la jueza Martha Pons, titular del Tribunal de Menores N°3 de Lomas de Zamora, los niños Ramírez fueron llevados al Hogar Casa de Belén, a cargo de Dominga y Manuel Maciel. Durante siete años de apropiación y secuestro, las torturas se volvieron un calvario cotidiano para los Ramírez y los otros niños que fueron llegando después.
“Robaba un pan antes de dormir, tenía mucha hambre. Me adapté a los abusos, al cambio de nombre, a comer con los perros. Me robaron el derecho de jugar, nos castigaban con cintos y palos. Yo quedé traumatizado, no pude hablar, llegaron a cortarme la lengua. Hasta el día de hoy tengo problemas. Me hacía caca en la escuela y me retaban”, contó Mariano.
María recordó el silencio que dominaba esa casa: “estaba prohibido hablar, solo ellos podían y si lo hacías te pegaban”. Y cuando los Maciel hablaban; golpeaban en lo más profundo como relató Mariano: “Dominga me pegaba con la percha, decía malas palabras de mis padres: que papá era terrorista, que mamá me había abandonado y era una prostituta”.
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Este devenir del terror no solo era exclusividad del hogar. Por allí pasaron integrantes de la Iglesia, del Poder Judicial, militares, policías; todos los eslabones de un plan pensado para exterminar a toda una generación militante, de activistas y luchadores para imponer un proyecto económico, político y social que tenía como objetivo cambiar la estructura del país.
Carlos recordó las visitas a la jueza Pons en el Tribunal, a quien le llegaban cartas del padre de los chicos desde Suecia y se negaba a responder. Mariano le tenía miedo al cura que traía cosas al hogar y le decía que “era hijo del diablo”. María fue muy contundente al hablar de la complicidad que rodeaba a ese instituto: “La iglesia de Banfield sabía lo que pasaba, ellos nos bautizaron y nos cambiaron el apellido a Maciel. Una vez le dije al cura que necesitaba ayuda porque me violaban. Él fue al hogar y le contó a Manuel. Gracias al ángel de mi mamá pude soportar los golpes”.
Con igual firmeza describió la presencia de las fuerzas represivas en Belén: “A la noche venían policías, militares, gente de traje blanco; quizás marinos. Recuerdo que tuve un padrino que me llevaba de “paseo” a una casa abandonada, ´su trabajo´, donde pude escuchar música fuerte y gritos. En otro viaje, junto a Manuel y dos militares fuimos a otro lugar donde vi camas, sangre en las paredes, cables en el piso, olor a muerte”. Por eso solicitó se cierre el lugar y sea considerado un centro clandestino.
Pasaron siete años, más de dos mil días de calvario hasta que en diciembre de 1983 se reencontraron con su padre, Julio Ramírez, en Ezeiza, para partir a Suecia. Allí comenzó otra historia de revinculación, no solo con su padre,sino entre ellos que, en sus propias palabras, aún cuesta. Recordar y comprender el horror padecido fue la base de sustento del pedido de justicia por ellos, por los otros niños que pasaron por Belén y por su madre Vicenta Orrego.
Las últimas palabras de María, entrezaladas en los dos idiomas que los forjaron y los sostuvieron, son un fuerte pedido a una justicia lenta y tardía: “Los recuerdos que tengo de mi niñez son de amor, que mis padres nos querían mucho y eso fue un diamante que no pudieron sacar. Hace días mi hijo me preguntó ¿por qué la abuela Vicenta está en el cielo? . Yo lloro, hoy mi deber es buscar justicia para darle una respuesta a mi hijo. Quiero levantar la bandera bien alto en nombre de mi madre Vicenta y los 30 mil”.