La literatura, como la guerra, es una prolongación de la política. No deberíamos preguntarnos para qué sirve, sino para qué se usa.
La literatura, como la guerra, es una prolongación de la política. No deberíamos preguntarnos para qué sirve, sino para qué se usa. Su función no se detiene en la transmisión de emociones o en llenar nuestros momentos de ocio tras haber alimentado la industria del consumo cultural. El lector crítico sabe que el ejercicio literario desarrolla una inteligencia que va más allá de las emociones personales y sirve como espejo de realidades con las que hemos de ser compatibles para sobrevivir, al tiempo que hoy, más que nunca, nos muestra la diferencia entre la obediencia y la libertad, puesto que la imaginación que contiene toda ficción desborda cualquier tipo de imposición. Ray Bradbury lo entendió perfectamente cuando escribió "Farenheit 451" (1953), llevada magistralmente al cine por François Truffaut em 1966, creando la distopía de un futuro sin libros, en el que la lectura era una actividad subversiva. Miguel Delibes decía que las novelas, antes que divertir, debían inquietar, sobre todo en tiempos dramáticos de crisis social, que requieren ojos analíticos que "presientan", a partir de un presente cambiante, las posibilidades de un futuro inimaginable, la mayor parte de las veces distópico, y plumas capaces de perturbar conciencias, describiendo realidades con discursos subversivos que después las instituciones académicas tratan de "desactivar" formulando interpretaciones alternativas o produciendo adaptaciones edulcoradas aptas para el consumo en masa.
Ya de muy jóvenes, algun@s no nos conformábamos con las versiones oficiales o, peor aún, con las recomendadas para “nuestra edad”. Así, la lectura de “Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe, nos llevaba a “Moll Flanders”, o la de “La máquina del tiempo”, de H.G. Wells, a “El hombre invisible” o “Kipps”, donde se ponía en evidencia el compromiso socialista del autor con los males políticos y económicos de su tiempo. Recientemente, “Martin Eden” (2019), de Pietro Marcello, una sólida, bien interpretada y elegante película, llena de momentos de gran hermosura, nos ha puesto frente a la gran novela de Jack London sobre la que se basa. Ese autor que encantó a algunos políticos de izquierda con obras filosóficas y comprometidas con la lucha obrera como “El talón de hierro” (Trotsky la alabó, al igual que “Los javaneses” de Jean Malaquois, que arrebató el Premio Concourt a “Le mur”, de Sartre, con su descripción de la gente que malvivía en los suburbios y los puertos), o existenciales como ”El vagabundo de las estrellas”, monólogo en primera persona sobre la odisea interior de un condenado a muerte, un libro perturbador, sombrío, claustrofóbico, crudo y fascinante, inquietante pero lleno de fuerza humanista. A pesar de esto, para el gran público sigue siendo, casi sin dudarlo, un escritor de novelas de aventuras como “Colmillo blanco”. la del perrito y la nieve. En “Martin Eden” el conflicto de clases, la necesidad del autor de publicar sus escritos en revistas y libros, el amor-desamor con la hija de un miembro destacado de la burguesía del momento, están presentados de forma progresiva hasta un final que se cierra con la llegada de la Primera Guerra Mundial.
Esta forma de aparcar, desactivar o ningunear las obras más subversivas o perturbadoras (especialmente en su época) ha llegado, de aquella manera, hasta nuestros días. En la España franquista todas las niñas leían “Celia”, sin conocer los libros de Elena Fortún sobre sus posiciones a favor de la república y el feminismo, como podemos comprobar en sus libros entonces prohibidos como “Celia en la revolución” o la lésbica “Oculto sendero”. H.G. Wells apoyó la emancipación de las mujeres de principios de siglo con su libro “Anne Verónica”, y en “Kipps” (fresco social convertido en película bajo el nombre “La ópera de los tres peniques”) habló de los que perdían lo poco que habían conseguido acumular, pero hoy es recordado, tanto en el cine como en la literatura, como un creador de naves espaciales y “mad doctors”. Algunas de sus obras contienen elementos subversivos, como es el caso de “El hombre invisible”, con grandes adaptaciones cinematográficas, desde la de James Whale en 1933, un gran realizador apartado de los grandes estudios por su orientación sexual, a la más reciente de 2020, terrorífica, vigorosa y con mensaje más o menos feminista pero demasiado trucada en el fondo y en la forma. “El hombre invisible” fue también el título de la primera novela de Ralph Ellison, donde escribió sobre su condición racial en la Norteamérica de los años cuarenta. En el filme de Whale, ya desde su primera aparición embutido en una gabardina con vendas y gafas oscuras, el personaje que encarna Claude Rains (que como el “Frankenstein” de Mary Shelley es víctima de su desafío a “los límites de la ciencia”) es observado por los parroquianos de la posada y taberna donde va a alojarse como un ser inquietante, un hombre “con secretos”. Bastante fiel al ágil original literario, la película de Whale omite, no obstante, algunos puyazos sociales del original contra la Iglesia como institución y cómo el desesperado “hombre invisible” solo puede ser comprendido por un vagabundo sin suerte.
El tono anarquizante y algo enloquecido de obras como “El hombre invisible”, o “Asesinatos S.A.” de Jack London, desvelan cómo estos autores eran fieles al socialismo y desconfiaban de la prudencia y el poder transformador de las muchas sublevaciones y atentados anarquistas que tuvieron lugar a principios del siglo XX. Muchos consideran “La historia del señor Polly” de Wells, escrita en 1910 cuando el escritor se encontraba decaído y en apuros económicos, el ejemplo más claro de una ucronía a nivel personal, utilizando el modelo de su protagonista como trasposición de si mismo, al situarle en una posición en la que podría haber estado el propio escritor si no hubiera tenido la educación o las oportunidades para comprender y enfrentarse al mundo que le rodeaba. Utilizando un personaje excéntrico y un tono que mezcla la sátira y la tristeza, nos muestra cómo los amigos del protagonista pierden sus empleos, su padre muere en medio de un aparatoso funeral que es obligado a celebrar por la insistencia de sus vecinas, y su propia vida, a pesar de la herencia recibida, no encaja en el mundo que le rodea. Ya su lenguaje -en el que inventa palabras- y su afición por los clásicos de la literatura inglesa lo sitúan lejos del mundo de los negocios al que todos quieren destinarlo. Mr. Polly se ve defraudado tanto por su inversión en la tienda, sin apenas beneficios, como en su infeliz matrimonio y solo encuentra ilusión comprando libros a escondidas. En uno de los episodios de mayor humor negro el protagonista, mientras su esposa acude a misa, trama un patético intento de suicidio que casi logra quemar medio pueblo. Una prosa ágil, cierto humor negro, ironía social, burla de las autoridades represivas y un innegable pesimismo de fondo unen a Wells y a London en dos continentes separados. Si, por ejemplo, Charles Dickens, diestro narrador, no plantea más conflicto que el que algunas “gentes buenas” de origen humilde sean “rescatadas” por otras “gentes buenas” de la “burguesía ilustrada”, en el caso de London o Wells se plantean claramente los conflictos de clase a partir de las ideas socialistas, planteando cómo, a través de la cultura la gente sin recursos podía tomar conciencia “revolucionaria” de su condición de explotados. En algunas de sus distopías fantásticas reconocemos su discurso materialista, pero en el llamado “canon occidental” y, sobre todo, en los libros dirigidos a los más jóvenes, sólo se mencionan sus obras de aventura o fantasía, aparcando, por ejemplo, los libros de Wells más cercanos a la causa feminista, o los de London que aparecen con claves ideológicas muy marcadas.
El caso de Jack London es paradigmático, ¿Cómo es posible que un autor calificado en su tiempo como el "padre de la literatura proletaria" ha pasado a ser un simple escritor de novelas de aventuras y relegado a un nivel secundario por la opinión pública? En 1929 la revista marxista norteamericana "New Masses" publicó lo siguiente sobre él: "Un verdadero escritor proletario no sólo debe escribir para la clase trabajadora, sino que debe ser leído por la clase trabajadora. Un verdadero escritor proletario no sólo debe usar su vida proletaria como material para sus libros. En éstos debe arder el espíritu de la rebeldía. Jack London era un auténtico escritor proletario. El primero y, hasta ahora, el único escritor proletario de genio de los Estados Unidos. Los obreros que leen, leen a Jack London. Es el único escritor al que han leído todos. Es la única experiencia literaria que tienen en común. Los obreros de las fábricas, los peones del campo, los marinos, los mineros, los vendedores de diarios, lo leen y lo releen. Es el escritor más popular entre la clase obrera de los Estados Unidos". Su relato "Los favoritos de Midas" (1901) fue la primera publicación proletaria con repercusión nacional en Estados Unidos, y "El sueño de Debs" (1909) predijo la huelga general de San Francisco de 1934, pero fue, sin duda, "El Talón de Hierro" (1908) la obra que fue más aclamada tanto por intelectuales como políticos de izquierda en todo el mundo, ya que fue capaz de vaticinar el sistema de terror del fascismo. En la Unión Soviética se llegaron a publicar 56 ediciones, con más de seis millones de ejemplares. Como ya indicamos, Trotsky elogió la labor de Jack London en una carta que envió a su hija en 1937: "Hay que destacar muy particularmente el papel que Jack London atribuye en la evolución de la humanidad a la burocracia y la aristocracia obrera. Gracias a su apoyo, la plutocracia norteamericana logrará aplastar el levantamiento de los obreros y mantener su dictadura de hierro en los tres siglos venideros. No es difícil imaginar la incredulidad condescendiente con la que el pensamiento socialista oficial de entonces acogió las previsiones terribles de Jack London. Se puede afirmar con certeza que en 1907 no había un marxista revolucionario, sin exceptuar a Lenin y Rosa Luxemburgo, que representara con tal plenitud la perspectiva funesta de la unión entre el capital financiero y la aristocracia obrera. Esto basta para definir el valor específico de la novela".
Como anécdota, mencionaremos un episodio de Ernesto "Ché" Guevara, que aparece en "La Sierra y el Llano" (1961), donde cuenta cómo, tras ser herido en el desembarco del Granma, recordó un cuento de London: "Inmediatamente me puse a pensar en la mejor forma de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London donde el protagonista, apoyado en el tronco de un árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación en las zonas heladas de Alaska". El cuento al que se refirió el Ché no podía ser otro que "Encender una hoguera", rescatado en 1966 por Julio Cortázar como epígrafe para su relato "Reunión", incluido en el libro "Todos los fuegos, el fuego". Henry Miller escribió sobre él: "No hay otro escritor americano de igual coraje y de más fiera energía en América", y George Orwell consideró "El Talón de Hierro" como una obra premonitoria que le influyó sobremanera en la creación de "1984".
En 1904 Jack London recorrió Estados Unidos dando conferencias, tanto para promocionar sus libros como para difundir sus ideas de una "revolución purificadora" y del final del capitalismo. Pero, a pesar de que su popularidad era incuestionable, los líderes socialistas del momento no vieron con demasiada simpatía sus propuestas radicales ya que se mostraban más afines a la vía democrática. Desilusionado por los dirigentes de la izquierda norteamericana, decidió escribir una "obra para la revolución". Este conferencista incendiario que recorría el país hablando de la revolución, este extraño híbrido entre obrero, activista militante, aventurero y escritor, no se conformó con recrear en sus libros sus aventuras, sino que quiso hablar de sus ideas políticas y de sus sueños por crear una sociedad más justa. De este modo concibió obras en las que sus principales protagonistas eran trabajadores, y donde la explotación capitalista y la lucha por la liberación social representaba la temática principal. Al abordar estos temas, presagió muchos de los conflictos que se vivieron en las décadas posteriores a su muerte, refiriéndose tanto a la expansión del capital financiero como a la burocratización sindical y los problemas en el interior del movimiento obrero. Sobre esto tratan obras como "El pueblo del abismo", "Los favoritos de Midas", "Tiempos malditos" o "El Talón de Hierro".
Podemos calificar "El Talón de Hierro" como la primera novela distópica de la literatura contemporánea. Los hechos transcurren en un futuro próximo al tiempo en el que fue publicada (1908), por tanto, se trata de una obra de anticipación que advierte sobre una posible sociedad futura gobernada por un régimen tiránico que controla la economía, la información, la justicia, ... mientras los trabajadores viven en condiciones miserables. Sin embargo, el relato es contado desde el año 2600, cuando un investigador que habita una sociedad donde ha triunfado el socialismo, encuentra un manuscrito donde la esposa de un revolucionario del siglo XX describe los sucesos que consolidaron el poder mundial y opresivo de una oligarquía empresarial organizada como el Talón de Hierro, que ejecuta al líder del movimiento obrero y aplasta sin piedad las protestas. De este modo, encontramos en la novela elementos tanto distópicos como utópicos, ya que, aunque no se describen las características del futuro lejano, la tragedia del totalitarismo que refleja el manuscrito queda compensada por la esperanza de la sociedad igualitaria, libre y pacífica que representa el investigador. Tampoco explica cómo y en qué momento se llega a la ruptura del régimen autoritario, pero, sin duda, el lector puede imaginarlo. El objetivo de London no es ese, sino especular acerca de cómo sería la vida al desbordarse el poder de la oligarquía capitalista creando una dictadura implacable, similar a las que surgirían posteriormente con los regímenes fascistas.
Hay que admitir la vigencia que aún tiene esta distópica novela de 1908, en un tiempo como éste, en que las tensiones sociales en el seno del sistema capitalista aumentan hasta el punto de producir desigualdades insalvables. Ha pasado más de un siglo, y las rebeliones obreras que London plasmó en los Estados Unidos de su época, se han expandido por todo el mundo occidental bajo distintas formas, que pocas veces han acabado en las masacres vaticinadas por London, aunque el proletariado de hoy día sigue supeditado a unos poderes fácticos ineludibles, que rigen toda la estructura socio-económica, política, jurídica y cultural de nuestro tiempo. La oligarquía descrita por London no es tan visible como lo era durante el fascismo, pero es igualmente efectiva en su control y poder de represión. El hecho de que la novela haya quedado prácticamente olvidada dentro del conjunto de la obra de su autor es una prueba de este control. Aun así, su influencia fue determinante en el desarrollo del género distópico, que continuaron creaciones como "Nosotros" (1924) de Evgeni Zamiatin, "Un mundo feliz" (1932) de Aldous Huxley, "1984" (1949) de George Orwell, o "Los desposeídos" (1974) de Ursula K. Le Guin, expresando metafóricamente una crítica socio-política tan poderosa como cualquier ensayo sobre el tema. Autores como Kazuo Ishiguro y Margaret Atwood , por citar a algunos, son dignos sucesores del espíritu distópico iniciado por London en "El Talón de Hierro".
Sólo la literatura puede hacer posible la irrupción de lo imposible dentro de la realidad. Las anomalías de lo real siempre han servido para expresar las contradicciones del género humano, sus prejuicios y la "maldad" inherente a las estructuras de sus sistemas de poder, desde la monstruosidad de "La Metamorfosis" de Kafka a la engañosa ingenuidad de "Alicia en el país de las Maravillas" de Lewis Carroll. Como dijimos al principio, siempre se ha tratado de desactivar los aspectos más subversivos de este tipo de obras, eliminando su lectura crítica y creando interpretaciones sencillas y superficiales de su contenido. Lo "kafkiano" ha quedado como sinónimo de desagradable y enrevesado, sin entrar en el valor profundo de la crítica hacia las consecuencias que el poder de la maquinaria administrativa y judicial tienen sobre la libertad y la conciencia del individuo en las obras de Kafka, que para el público general se presenta como prácticamente "ilegible" o demasiado complejo. Únicamente Orson Welles se atrevió a realizar una expresionista adaptación de "El Proceso", acercándose al mensaje de denuncia que transmitía la novela.
Por su parte, la obra de Carroll queda como un cuento infantil adaptado por Disney o machacada por el peso de los efectos especiales de Hollywood en su versión de Tim Burton, despojándola de todo su valor provocativo. No se puede negar que la era victoriana en la que se inserta "Alicia" creó un caldo de cultivo para la mejor literatura crítica. Su descarnada sociedad, sucia y desigual, opresora e hipócrita, era un infierno que inspiró las mejores obras de Dickens u Oscar Wilde, así como el desarrollo capitalista norteamericano lo hizo con Jack London, Junto a las denuncias realistas de los horrores sociales realizadas por Dickens, apareció un escapismo fantasioso con ansias de aventuras, como "Las minas del rey Salomón" (1885) de Henry Rider Haggard, o "Peter Pan" (1902) de James Matthew Barrie, y, entre estos dos polos, los "penny dreadfuls", folletines de terror, novelitas góticas de escasa calidad, pero que dieron pie a Stevenson para crear "Dr. Jekyll y Mr. Hyde", o a Oscar Wilde para escribir una oscura historia de homosexualidad en "El retrato de Dorian Grey". Pero lo que hace a "Alicia" especial es su proto-surrealismo. Los paisajes y personajes que Lewis Carroll describe se aproximan más a lo onírico que a lo real. El hecho de que Carroll fuera un experto en álgebra le permitió subvertir la lógica de forma sorprendente, y eso implica una capacidad de abstracción propia de alguien que fue a la vez clérigo y matemático. Tanto "Alicia en el país de las Maravillas" como "Alicia a través del espejo" componen un universo con reglas particulares donde los flujos del tiempo y del espacio son inexactos y maleables, y donde todos parecen estar locos. El libro se puede interpretar a diversos niveles de lectura. Por un lado es un cuento infantil. Por otro, es un juego filosófico, un viaje lisérgico, una metáfora sobre el abandono de la infancia y el inexorable paso del tiempo. Hay muchas adaptaciones de esta obra y, aunque ninguna es como el libro, todas buscan algo en su genialidad, la mayor parte de las veces sin conseguirlo. Lo que muchos no parecen comprender es que la obra de Carroll es un acto de libertad sublimada. Las criaturas de su cuento se han vuelto populares, pero la obra es introspectiva, se adentra en un universo íntimo, y para descubrir sus trazos dolorosos es necesario reconocerla como un antecedente del surrealismo: el país de las maravillas es la espiral que sublima las pulsiones del subconsciente. Por eso, la mejor adaptación, a nuestro entender, ha sido "Alicia y el conejo" (1988), de Jan Svankmjer, una película que recoge los acontecimientos del libro, pero ofrece un giro siniestro sobre cada momento. Esta siempre fue una obra que debía caer en manos de un surrealista, y el director checo se esforzó en inventar un entorno oscuro de marionetas y cráneos retorcidos, como si fuera un sueño lúcido.
La novela de Carroll está impregnada de la nostalgia de la conciencia del tiempo, de que Alicia crecerá algún día y tendrá que abandonar las maravillas, una triste metáfora, no sólo del paso de la infancia y la adolescencia a la madurez, sino también de los inexorables cambios de una sociedad como la británica del XIX ante el avance del progreso capitalista en el contexto del imperialismo colonial. Svankmjer convierte el sueño en pesadilla, porque, despojado de su estética de cuento de hadas, todo el país de las maravillas parece más maldito que fantástico. El viaje lisérgico pasa por la contemplación, la introspección y la revelación final que desintegra el mundo del subconsciente para lanzarnos de vuelta a la realidad, sin saber quién es el que ha soñado la historia, ¿Alicia, el rey rojo o el lector? Es imposible saberlo, porque después de patinar varias veces sobre el hielo trazando el nombre de Alicia, éste se quiebra. Sólo hemos percibido la misma experiencia dramática sobre esta historia en la representación teatral que Lindsay Kemp realizó a partir de la novela. Alicia despierta de su experiencia onírica al igual que el investigador de "El Talón de Hierro" va despertando la realidad histórica tras el descubrimiento del manuscrito perdido siglos atrás. El propio Marx incidía en ese despertar de la conciencia tras la pesadilla de siglos de explotación. En el fondo, la manipulación de estos textos, por medio de una interpretación interesada, no ha hecho sino mantenernos en ese estado de letargo y sumisión y a discursos huecos, expresados hoy día a través de los mass media, las redes sociales y los reality shows. La "sociedad del espectáculo" de Guy Débord no es más que la continuación analítica de las metáforas distópicas del pasado, poco a poco materializadas en el presente. Suponemos que no tendremos que esperar al año 2600 para revelar la verdad del manuscrito.
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