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Red Internacional
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Tribuna Abierta. Los pájaros de arcilla volaron sobre el Cerro Almodóvar

“Vallecas son tres galgos apodencados e inexplicables, atados a una estaca, hurgando entre la tierra, en el nublado cielo de los pobres” (Francisco Umbral, Diario de un Snob, 1978).

Jueves 25 de octubre de 2018

Lejos ha quedado el Vallecas que Benjamín Palencia y Alberto Sánchez escogieron para sus rituales iniciáticos. Los libres campos de Castilla que desde el Cerro Almodóvar prometían un principio constructor de sueños, ahora han perdido su memoria entre escombros y selvas de hormigón; y el vacío que debía ser llenado con poesía y arte, ha cedido el paso al ruido y el desasosiego de la deshumanización del suburbio. El pasado 20 de octubre otros soñadores, en recuerdo de aquellos que imaginaron monumentos a los pájaros en la cima del cerro, marchamos en reivindicación de su memoria, que es la nuestra, a través del camino que hicieron sus pasos entre Atocha y el cielo vallecano, en lo que fue un viaje emocional y a contracorriente del tiempo que nos toca vivir, porque allí, en la planicie del cerro desmochado, hicimos volar esos pájaros, hechos con la arcilla arrancada del monte, para evocar o incluso invocar el espíritu de aquel tiempo perdido. Allí, con nosotros, se hallaban, además de Benjamín y Alberto, Miguel Hernández, Maruja Mayo, José Bergamín, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Juan Manuel Díaz Caneja, Antonio Rodríguez Luna, José Moreno Villa, Nicolás de Lekuona, y tantos otros poetas, escultores, pintores, fotógrafos, arquitectos, periodistas e intelectuales, que deseaban alumbrar un mundo nuevo, partiendo del paisaje elemental y descarnado del campo de Vallecas, de una luz cegadora, que los ojos surrealistas de Benjamín Palencia y Alberto Sánchez convirtieron en principio creador. La tierra desnuda, de colores áridos, bajo su dura luz, no era sino la raíz de nuestros orígenes, esa esencia perdida en la gran ciudad, que la conectaba con el cielo a través del vuelo de los pájaros. Por ello Alberto ideó un "monumento a los pájaros", destruido en los bombardeos de la Guerra Civil, que debía ser colocado en lo alto del cerro Almodóvar, en el mismo lugar donde ya en 1927 él y Benjamín habían dejado su "monumento a los plásticos vivos", un humilde cubo sobre cuyos lados escribieron sus nombres, además de los grandes del arte que les habían precedido y los contemporáneos que, como ellos, estaban moldeando el germen del nuevo pensamiento: Eisenstein y sobre todo Picasso, alquimistas de la imagen y de la emoción primaria. Miguel Hernández le dedicó estos versos: "Es el único escultor del rayo, el único que graba el color de la madrugada, el único que ha hecho un monumento a los pájaros y una estatua al bramido". Sobre ese mismo lugar nos concentramos para despertarle del olvido, volvimos a colocar en un improvisado armazón de madera los pájaros de su sueño, y, mientras un milano sobrevolaba la escena, leímos un manifiesto rememorando la poesía de la Escuela de Vallecas, que el propio Alberto y Benjamín Palencia fundaron.

Recorrimos los caminos recordados por Alberti en su "Arboleda perdida", "en los que soñábamos con la creación de un nuevo arte español y universal, puro y primario como las piedras que encontrábamos allí, pulidas por los ríos y las extremadas intemperies". ¡Qué lejos ha quedado todo! Quisimos construir un puente entre tiempos perdidos, el suyo y el nuestro. Perdidos, uno por la tragedia de la guerra y otro por la deshumanización del neoliberalismo, en el que la poesía es ajena. Rodeado ahora por el inexorable avance de la ciudad que lo asedia, el cerro, última etapa de esa "peregrinación" y testigo mudo de una historia convulsa, ofreció tanto antes como ahora, la necesaria conexión mágica que ya percibieron los primeros adoradores del sol. Sentí bajo mis pies el silex prehistórico e intuí que el interior del monte aún conserva secretos de una extraña energía, la misma que seguramente atrajo a quienes estábamos recordando. El cerro es como una inmensa caja esperando abrirse, como la que contenía la reconstrucción del "monumento a los pájaros" que el mismo Alberto Sánchez volvió a realizar en su exilio de Moscú, poco antes de su muerte en 1962. Esa caja que quedó en el olvido durante años hasta que, cosas del destino, se abrió cincuenta años después para una exposición en su memoria en Madrid. Entonces se habló de volver a recuperar la idea original de colocarla en el cerro, aunque ya no como hubiera querido su autor, "para servir de cobijo a pájaros y alimañas", sino como parte de un proyecto integral de integración del entorno natural del cerro dentro del espacio urbano, hoy por hoy paralizado. La propia presidenta de la Comunidad de Madrid se comprometió en aquel momento ante el hijo de Alberto a materializarlo, pero claro, ¿qué podíamos esperar de una política donde la mentira y la hipocresía están institucionalizadas? La Asociación de Vecinos La Colmena presentó en 2016 un plan integral para salvar el Cerro Almodovar, así como el búnker de la Guerra Civil que aún se conserva en una de sus laderas. A día de hoy nada se ha hecho, y el cerro se yergue fuerte, pero sucio y salvaje, como las explotaciones y especulaciones que se desarrollan a su alrededor. Mi memoria ya no reconoce los lugares de mi infancia. ¡Qué lejos ha quedado todo! Sólo ese cerro me acerca al barro de los barrancos donde me crié y reviví aquella mañana. No reconozco las impersonales calles del ensanche vallecano. Los nuevos espacios parecen sacados del peor de los experimentos urbanos: urbanizaciones aisladas donde los vecinos se atrincheran rodeados de medidas de seguridad, mientras se concentra la pobreza y la exclusión en macroedificios cuyo exterior no parece vislumbrar la terrible realidad que se vive dentro. Veo la ciudad desde la cima del cerro y ya no veo las chabolas de antaño, que rodeaban mi casa, ni la fábrica metalúrgica donde mi padre trabajaba, escenario de protestas y revueltas tras su cierre. Todo se ha vuelto impoluto, tratando de ocultar la miseria, excepto el lugar donde me encuentro, que parece la luna. Me encuentro a pocos metros, pero a la vez muy lejos. Ya no hay galgos atados a una estaca hurgando entre la tierra en el nublado cielo de los pobres, como escribía Umbral. Ahora todo es un efecto óptico, un espejismo desde aquí arriba. Y quiero volar con el milano que se aleja, pero con la presa en sus garras, y volver a ver el sueño de Alberto Sánchez en esos "libres campos de Castilla". La memoria no ha muerto pese a todo.


Juan Argelina

Madrid, 1960. Es doctor en Historia por la Universidad Complutense en la especialidad de arqueología e historia antigua, profesor de secundaria, amante del cine, y colaborador de Izquierda Diario, Contrapunto y otras revistas especializadas.