¿De donde viene Cambiemos? Capitalismo enserio, y la falacia de la metáfora smithiana de la mano invisible.
Martes 10 de mayo de 2016
Cambiemos nació desde las entrañas del kirchnerismo
“No volveremos a los noventa” se ha convertido en el grito de guerra de las fuerzas políticas que se alzaron con el gobierno durante más de una década. De la misma manera que el 2001 se tomó como el último infierno del cual se habría salido (por un tiempo), la ‘década ganada’ parece ser ahora el paraíso al cual volver, la tierra prometida.
Este discurso ignora un hecho central: Cambiemos (pero más específicamente el macrismo) nació de las entrañas del kirchnerismo. Sin el discurso del ‘capitalismo en serio’ y su fracaso, la oposición por derecha no habría podido canalizar el descontento de las fracciones de las bases del kirchnerismo, desilusionadas con el estancamiento económico del último lustro de la ‘sintonía fina’. Construyendo la posibilidad (ilusoria al fin) de un capitalismo posible, incluyente (a medias), en la periferia, el kirchnerismo trabajó para crear su propia alternativa por derecha. El desarrollo pensado como consumo a crédito, trabajo superexplotado y ‘universalismo básico’ de las políticas sociales, tiene patas cortas como proyecto societal, ya que no altera los fundamentos del capitalismo dependiente.
Obviamente, en este tiempo, el campo popular tiene la responsabilidad histórica de no haber sabido desmarcarse del relato de la “vuelta del Estado” y del crecimiento con inclusión social, para aportar a la construcción de una alternativa que supere los límites del desarrollo en el capitalismo.
Cambiemos o el gobierno de CEOs sin democracia
Cambiemos ha construido un equipo de gobierno articulado en torno a un conjunto de ex-directivos de grandes capitales transnacionales. Conformó un gobierno que pretende organizarse sobre la base de un saber-hacer (know-how) capitalista, empresarial. Ministerios pensados como empresas, ministros que se creen propietarios de ‘su cuota-parte’ del Estado con derecho de gestionar, es decir, en la creencia de poder decidir unilateralmente qué hacer, cómo hacerlo, sin considerar los derechos laborales, los derechos adquiridos, como acostumbraban a actuar en las empresas que manejaron. El imperialismo del derecho privado capitalista (y de la autocracia del capital) abriéndose camino en el Estado.
El aparato estatal pretende ser manejado como si fuera una articulación de feudos empresariales, cuyo accionar se coordinaría a posteriori (post-festum, sin planificación central previa, sin participación popular) de manera eficaz y eficiente.
La metáfora smithiana de la mano invisible que prevalece en esa concepción de la política es evidente y tan falaz como el cuento original. El mercado y la competencia son pésimos organizadores de expectativas, acciones, políticas, proyectos y programas. Sólo sirven para crear un marco adecuado para dar más poder al poderoso, para valorizar al capital, para garantizar la explotación.
De ninguna forma el mercado certifica la construcción de una política coherente, como el macrismo a poco de andar comienza a percibir. Sin poder real, frente a la necesidad de acordar, conseguir aliados, y tender puentes para construir hegemonía, el gobierno de Macri comienza a chocar contra el abismo de su propia fragilidad. En este contexto, la disputa en torno a la llamada Ley anti-despidos y la decisión de último momento de convocar nuevamente a un ‘acuerdo social’ entre empresarios, sindicatos y Estado, parece un manotazo de ahogado de un gobierno enclenque.
Nacido débil en lo formal, el macrismo enfrenta la inminente necesidad de conformar una fuerza con capacidad de gestión dentro de un Estado débil, que todavía es atravesado por el fantasma del 2001.
Poco cambia con Cambiemos
En ese marco, el programa del macrismo intenta ser superación dialéctica del neodesarrollismo kirchnerista. El tímido ajuste heterodoxo de la sintonía fina iniciado en 2011, e intensificado a fines de 2013, es acelerado ahora para construir condiciones para la producción y apropiación de valor ‘más justas para el capital’. El ajuste kirchnerista alienó su base electoral pues no logró ni siquiera recomponer un entorno favorable a la mejor versión del ‘crecimiento con inclusión social’. El proyecto de neodesarrollo y extractivismo enfrentó sus límites y el kirchnerismo no pudo transformarlos en barreras, superándolos.
El macrismo enfrenta el mismo dilema. ¿Podrá recomponer a tiempo las condiciones para que el saqueo de las riquezas naturales y la superexplotación de la fuerza de trabajo puedan volver a ser la base de un proceso de crecimiento, aunque sea dependiente y estructuralmente excluyente? La ‘liberación’ del dólar, la eliminación integral de las retenciones a la exportación, el ‘arreglo’ con los acreedores internacionales y un mayor ajuste fiscal en el Estado, se presentan como otros tantos medios para tal fin.
¿Alcanzará todo esto para crear las condiciones para reiniciar un ciclo inversor liderado –nuevamente- por las transnacionales? El gobierno de Cambiemos carga las tintas en el futuro, deseando que el capitalismo argentino pueda salir de su inercia.
Lamentablemente para el gobierno, el mundo ‘patea en contra’. Con Brasil sumido en el estancamiento (-3,8 % de caída en el PBI en 2015), los países centrales a marcha lenta (1,9 %) y China en desaceleración (de 7,3 % en 2014 a 6,9 % en 2015), si los precios internacionales no se recuperan, Argentina parece enfrentar un mundo similar al que enfrentó la Alianza en 1999-2001. En el ámbito local, se encuentra abierta e indeterminada aun la batalla por la redefinición de los términos de la explotación y las relaciones de valor (poder de compra de los salarios, tasas de ganancia, nivel de precios y tipo de cambio real, nivel de empleo, etc.).
Ni revolución ni alegría: sólo el pueblo salvará al pueblo (y terminará con Cambiemos)
Ese combate abierto nos pone frente a la pregunta por el futuro de la ‘revolución de la alegría’. Esa disputa opera todavía en el filo de un debate entre las necesidades de la gobernabilidad de la institucionalidad burguesa, y la necesidad del pueblo trabajador de evitar un deterioro aún mayor en sus condiciones de vida. En este plano operan las batallas legislativas que conforman alianzas flexibles que van entre el campo del gobierno y el de la oposición parlamentaria; también en ese nivel circulan la mayor parte de las luchas de orden defensivo contra despidos arbitrarios en masa y por aumentos salariales.
El problema es que la gobernabilidad burguesa como exigencia se opone a las demandas populares por mejores condiciones de vida. Las presiones del ‘ajuste’ en tiempos de crisis y las demandas de ‘moderación’ en tiempos de auge se colocan como un límite sistémico a las exigencias del pueblo trabajador. La gobernabilidad y la defensa de las instituciones de gobierno del Estado operan como un intento de restringir esas demandas dentro de las posibilidades formales de la reproducción de una sociedad dominada por las necesidades del capital, en especial de los intereses del gran capital trasnacionalizado.
“Darle tiempo al gobierno” o “Esperar hasta la próxima elección” son algunas de las formas que asume la exigencia de resignación, que reduce el gobierno del pueblo (es decir, la democracia) al voto periódico y pretenden neutralizar su demanda de protagonismo. Pero como señalaba Brecht: “No aceptemos lo habitual como cosa natural. Porque en tiempos de desorden, de confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural. Nada debe parecer imposible de cambiar”.
* El autor es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias Sociales. IdIHCS, UNLP, CONICET, CIG/Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Ensenada, Argentina. Miembro de la Sociedad de Economía Crítica de Argentina y Uruguay. Militante de la Colectiva en Movimiento por una Universidad Nuestramericana (COMUNA) en el Frente Popular Darío Santillán – Corriente Nacional.