Escrita mientras aún se desarrollaban los combates, la novela de Fogwill pasó a la historia como el principio de una mirada profundamente crítica hacia el conflicto.
Sábado 1ro de abril de 2017
Martín Kohan dirá en El país de la guerra que “Los pichiciegos es el texto que abre en la narrativa argentina la vertiente posible de un contrarrelato de la guerra de Malvinas”. La razón le asiste plenamente al autor de Museo de la revolución.
Rodolfo Enrique Fogwill –o Fogwill a secas- escribirá la novela mientras las balas todavía silbaban y las bombas todavía caían. De entrada nomás, la obra será construida como ese contrarrelato del que habla Kohan.
Dirá el autor en la introducción a la edición de 2010 que “Los pichiciegos no fue escrito contra la guerra sino contra una manera estúpida de pensar la guerra y la literatura”.
Esa “manera estúpida” es la que se derrumba en las primeras tres páginas. Si toda guerra requiere o necesita su propia épica, el relato de Fogwill es la negación de esa posibilidad. Es un relato de cobardes, de traidores, de canallas. Pero es, a la vez, un relato de denuncia y de profundad verdad.
Los pichiciegos es el contrarrelato a la construcción heroica que las Fuerzas Armadas, a pesar de la derrota, intentan montar. Esa construcción que habla de heroísmo y establece una comparación con aquel “Ejército de San Martín”.
Sin embargo, la novela de Fogwill es mucho más. Es un relato de denuncia a los responsables de una guerra preparada irresponsablemente. Los pichis lo dicen a cada diálogo. Los responsables del desastre son los jefes, son los oficiales.
Esa oficialidad que dibuja las trincheras “arriba de un mapita”; que se roba caballos de las estancias para intentar armar un equipo de polo; que, ya en la derrota, basurea a los conscriptos diciendo que “con soldados de mierda como ellos nunca se va a poder ganar una guerra”.
El Turco dirá que con los oficiales ingleses “son como iguales, se tratan como iguales, toman el té juntos”.
A los oficiales tampoco les interesa el triunfo, solo salvarse a sí mismos.
“Pensá un poco: es oficial, pierde una mano helada, se queda sano, calentito en el hospital, pasa a retiro con un grado más alto y va todos los meses con la mano que le quedó a cobrar el sueldo al banco”.
“¿Vos lo harías…?
Yo no –dijo el Turco, tristón-: no soy oficial, no me conocen, a mí me dan una patada en el culo y me dejan con la mano negra colgando para toda la vida. Y sin cobrar”.
Ni ingleses ni argentinos. Oficiales y soldados. Allí hay que buscar uno de los clivajes centrales de Los Pichiciegos.
Bajo tierra
La pichicera es la salida de la guerra. Pero es la entrada a las entrañas de las Malvinas. Es el escondite donde salvarse de pelear. Porque no pelear es la forma de salvarse.
La pichicera no tiene mística ni encanto pero tiene historia. El nombre mismo evoca a un bicho que se esconde en la tierra. Un animal cuya defensa ante los ataques es aferrarse fuerte con la uñas al suelo. Para los pichis salvarse es aferrarse con las uñas a las profundidades de las islas.
Donde muere la épica, nace la traición. Lo hace en aras de la supervivencia. Los pichis negocian con los ingleses, les dan información, les dicen donde golpear. A cambio reciben comida, azúcar, pilas (o batterys).
Los Pichis festejan cuando los ingleses atacan. Quieren que la guerra termine. Con la excepción de Galtieri -el que vive entre ellos, no el que da órdenes- todos opinan que es imposible triunfar.
Los pichis no están en contra de la patria. Odian a los ingleses. Los putean. Pero quieren que la guerra termine.
El entendimiento
“No. ¡No me entendés! Seguro a vos alguna vez habrán estado a punto de boletearte, fuiste preso, tuviste dolores en una muela, o se te murió tu viejo. Entonces, vos, por eso, te pensás que sabés. Pero vos no sabés. Vos no sabés”.
Los pichiciegos es también el relato desde adentro. Desde los sufrimientos, desde la supervivencia, desde el hambre, el frío y el miedo. Un sufrimiento que resulta incomprensible para quien no haya estado ahí.
Y aquí Fogwill retoma a Trotsky. Ignoramos si lo leyó. Supondremos que sí. Retoma al Trotsky que, en el fragor de la Primera Guerra Mundial, afirma que solo aquellos que hayan estado en la guerra podrán entenderla. Y nadie más.
Y no puede entenderse porque un hecho tan simple y trivial como cagar se convierte en un martirio. “Cagar de día es arriesgarse a ser visto y bajado de un tiro (…) pero cagar de noche con ocho grados bajo cero es un infierno, aunque al revés”.
Estar allí es entender que “el olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor de cristiano reventado por una mina”. Si para Tomás Moro, las ovejas se comían a los hombres, en Malvinas hombres y ovejas valen casi lo mismo. En todo caso, la ventaja humana consiste en poder esconderse en la pichicera.
Historia
Pero en Los pichiciegos hay también un relato del pasado reciente. Un pasado que es ya presente en tránsito a acabarse. Allí guerra y dictadura aparecen estrechamente ligados.
“Videla dicen que mató a quince mil” dirá el puntano. Jura que lo vio anotado en una parroquia de San Luis. Se pelea, dice que no son diez mil, sino más. A quienes no creen, los manda a su provincia.
En el relato la afirmación surge de una pregunta. ¿Los ingleses pueden matar a los diez mil argentinos que hay en las islas? Allí, en esa duda aparece el genocidio.
En ese momento los vuelos de la muerte se tornan reales e inexplicables a la vez. “No puede ser, ¿Cómo van a remontar un avión para tirarte?” dice el Turco.
Aparece allí, como un mito la guerrilla. Si las Fuerzas Armadas las ubican como causa del golpe de marzo del 76, los pichis no terminan de creerlo. “Si nunca hubo tantos guerrilleros…habría mil cuando mucho” se lee y escucha en la cueva.
Ahí se agigantan figuras como las de Santucho o Firmenich, que “amasijó al presidente. Lo secuestró y amasijó cuando tenía quince años de edad”. El “presidente” es Aramburu.
Isabel, Allende, Pinochet y Fidel Castro. La historia reciente desfila por las páginas y las palabras. A su modo, desordenada, caótica, incorrecta, exagerada y fragmentada. Como pueden leerla jóvenes de 18 y 19 años hundidos en las profundidades de una isla, dentro de las profundidades de una guerra.
Los pichiciegos es la novela donde está ausente la épica. Pero es también el relato de la condena a esa oficialidad que, después de masacrar a una generación de luchadores obreros y populares se lanzó irresponsablemente a una guerra que era justa por sus causas y por sus fines.
Una guerra en la que la Argentina, nación oprimida, podría haber triunfado contra la potencia imperialista británica. Pero nunca con esa dirección político-militar que fueron las genocidas Fuerzas Armadas.
Leé más en el Dossier especial: #Malvinas35años de La Izquierda Diario
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.