En Argentina, la pobreza supera el 42 % y la canasta básica es cada vez más costosa. ¿Cómo enfrentar al poder de los monopolios que hacen negocio con el hambre?
Lunes 5 de julio de 2021 07:01
Imagen: Mauro Jeanneret
Esther tiene dos nenas pequeñas. Nacieron prematuras. Necesitan, preferentemente, leche de fórmula. “Optamos por la leche común. Es tres veces más económica en el precio”, se resigna. Haciendo carne aquel consejo menemista de Lita de Lázzari (“camine, señora, camine”), recorre góndolas y negocios. “Busco precios y selecciono las llamadas segundas marcas. Baja la calidad de lo que comemos”, relata amargada.
La tarea, épica y desgastante, no le atañe solo a ella. Es parte de la vida cotidiana de millones en todo el país. La brecha entre necesidad y posibilidad, una constante en los hogares de las familias trabajadoras, se profundiza aún más en épocas de crisis como ésta. Traducidas al día a día, las frías estadísticas de la inflación, significan menos pan, menos leche o menos azúcar. Ni hablar de carne, frutas, cereales y verduras.
Frente a esa realidad se alza el poder concentrado de los grandes monopolios ligados a la producción de alimentos. Verdaderos monstruos capitalistas, con capacidad de decidir qué se puede poner sobre la mesa a la hora del almuerzo o la cena.
El poder de dar de comer
En el rubro de la producción láctea, tres empresas acaparan el 75% de la facturación total (La Serenísima, Sancor, Danone). La situación persiste si nos movemos a la rama de Bebidas sin Alcohol. Allí la misma cantidad de firmas controla el 85 % de las ventas totales(Coca-Cola, Villa del Sur y Pepsico). Si se atiende a las bebidas con alcohol el nivel de concentración alcanza al 90 %, también en manos de tres productores (Quilmes, Fratelli Branca, CSU). El mismo porcentaje controlan otras tres compañías en el rubro aceites (Molinos Río de la Plata, Molinos Cañuelas y AGD). En el caso de los productos para cuidado del hogar son igualmente tres empresas las que acaparan el 76 % del total de la facturación (Unilever, Procter&Gamble y Papelera del Plata).
Rubro bebidas con alcohol: facturación total
La radiografía de ese poder surge de un informe al que -gracias a la gentileza de les integrantes del Centro de Economía Política Argentina (CEPA)- accedió La Izquierda Diario [1]. Los datos, impactantes de por sí, solo revelan parte de ese entramado de concentración. Podemos hilar aún más fino.
En el rubro gaseosas, una sola firma (Coca-Cola) alcanza casi el 80% del total de ventas. En hamburguesas, BRF y Swift se apropian del 85% de la facturación total. Si se atiende al jabón para la ropa, las multinacionales Unilever y Procter & Gamble acaparan el 96% del mercado. En el rubro pañales, esta última empresa atesora el 53% de la facturación, seguida por Kimberly-Clark con un 42%. En ambos casos se presenta un verdadero duopolio, donde dos firmas concentran más del 95% de la facturación.
Rubro Pañales
Esa estructura oligopólica trasciende el mundo de la producción y se vuelca hacia la comercialización. Solo las primeras seis cadenas de hipermercados y supermercados poseen 2.249 bocas de expendio, distribuidas en las principales ciudades del país. Un poder que les garantiza ubicación preferencial a la hora del consumo masivo. Las grandes empresas del sector concentran, según la misma fuente, alrededor del 80 % de las ventas minoristas.
Gobierno, precios y competencia
Frente a ese poder económico y social, consciente del costo político del descontrol inflacionario, el Gobierno declama una batalla permanente. Los llamados “formadores de precios” ocupan -junto a la corpo mediática, la Rural y la casta judicial- un sitio en el podio de enemigos simbólicos a conjurar.
Una sucesión de programas desfila -hace años- por góndolas, supermercados y espacios publicitarios. Dejan, a su paso, una estela de impotencia. “Precios Cuidados”, “Precios Máximos”, “Súper Cerca” son algunas de las etiquetas con las que el Estado presenta una labor de control que goza de más mística que efectividad. Sumando su cuota de épica, la militancia kirchnerista-peronista suele acompañar con el cuerpo la fiscalización de esos programas.
Los acuerdos chocan contra la potente realidad de la concentración oligopólica. Las políticas estatales rasguñan la superficie de ese poder. Centrada la mirada en los precios, queda intacto el entramado capitalista que determina las condiciones generales de producción industrial de alimentos y artículos de primera necesidad.
Consultado sobre la efectividad de los programas oficiales, Martín Schorr, investigador del Conicet y autor del recientemente publicado El viejo y el nuevo poder económico en la Argentina, le explica a La Izquierda Diario que “bajo ciertas condiciones, los controles de precios pueden servir para contener parcialmente la dinámica inflacionaria”. Sin embargo, advierte que “si no hay algún instrumento que regule una relación estructuralmente desigual entre una gran empresa y sus proveedores, la primera puede fijar condiciones discriminatorias a los segundos”. La resultante, añade, es “un proceso de centralización del capital que, naturalmente, repercute en un mayor nivel de concentración del complejo productivo a favor de los capitales líderes”.
La impotencia de los acuerdos de precios llevó al Gobierno, en 2020, a impulsar la Ley de Góndolas. La norma -cuya reglamentación demoró inexplicables ocho meses apunta a “evitar prácticas comerciales que perjudiquen la competencia”.
Sus límites se visibilizan desde el vamos. Intentando balancear la oferta al público entre grandes proveedores, pymes y cooperativas, su universo de aplicación alcanza a supermercados cuya superficie supere los 800 m2 para exhibir un listado establecido de productos. Apuntada contra grandes hiper y supermercados, termina ceñida a solo 510 supermercados en todo el país.
Deja así un porcentaje nada despreciable de las ventas minoristas fuera de su radio de acción. Según el revelamiento de CEPA, cerca de un 39 % de las compras se realizan en las denominadas Tienda de cercanía [2] -que tienen una superficie en general menor a 500 m2- y en Autoservicios [3], cuya extensión máxima alcanza los 1.000 metros2. Negocios como farmacias o perfumerías albergan ventas por otro 6 %.
Schorr grafica la impotencia de este tipo de políticas: “En el caso argentino, y particularmente en el rubro alimenticio y artículos de primera necesidad, el altísimo nivel de concentración económica de la oferta, condiciona fuertemente la posibilidad de ‘disputar mercados’. En escenarios particulares, por ejemplo, de devaluaciones, suba de precios internacionales o incrementos en la demanda, los capitales concentrados tienen la capacidad de trasladar a precios y captar excedentes de modo diferencial”.
Enfrentada a un poder concentrado con capacidad de digitar las condiciones de producción de alimentos, la gestión estatal peronista afronta un dilema. Incapaz de afectar seriamente la gran propiedad capitalista, sus políticas más ofensivas se limitan a una suerte de vandorismo de baja intensidad: tibios golpes o amagues para negociar. Llamados estériles a la “responsabilidad” o la “solidaridad”. Declamas discursivas, más pomposas que efectivas. La memoria permite rescatar aquella amenaza de expropiar Vicentin, hecha bajo la bandera de la “soberanía alimentaria” y abandonada en cuestión de días, ante la presión político-mediática opositora y del propio gobernador peronista Omar Perotti.
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Ni impotencia ni desidia, los límites de las políticas estatales devienen del carácter de clase del Estado y los sucesivos gobiernos. Anclados en el sagrado respeto a la propiedad capitalista, “populistas” y “republicanos” alternan programas incapaces de afectar el poder de esos monopolios concentrados.
Las preguntas retumban. Recorren bocas, oídos y cabezas. Si la cúpula estatal no puede o no quiere enfrentar a los grandes formadores de precios. ¿Cómo batallar ante las siderales subas en productos de consumo masivo? ¿Cómo garantizar una alimentación adecuada en la mesa de cada familia trabajadora en el marco de una creciente crisis social? ¿Cómo evitar que millones padezcan el drama cotidiano del hambre?
Descartando un utópico altruismo empresario, la solución solo puede imponerse desde abajo, desarrollando la lucha de clases. Enfrentando el poder oligopólico de las grandes patronales hambreadoras con la organización -consciente, activa y democrática- de los trabajadores y trabajadoras del sector, en primer lugar. De quienes en cada empresa tienen la potencialidad para efectuar una verdadera supervisión de costos y beneficios, así como detectar los infinitos fraudes que el capital ejecuta para evadir el limitado control estatal. De quienes, paralizando la actividad con medidas de fuerza, son capaces de imponer un verdadero control al poder empresario de decidir qué se produce y a qué precio.
Esa dinámica no puede detenerse en el umbral de la fábrica. ¿Cómo pararse ante el poder de monstruos como Coto, Carrefour o Disco sin la organización de comités de sus trabajadores y consumidores de los sectores populares, que denuncien y luchen activamente contra los miles de maniobras cotidianas?
Asamblea de trabajadores y trabajadoras en Mondelez. Mayo de 2020.
Una perspectiva así solo es señalada por espacios como el Frente de Izquierda Unidad, como parte de un programa que -afectando los intereses del gran empresariado- dé urgente solución a las demandas de las grandes mayorías en un marco de crisis creciente.
Un poder que mira al mundo
Graciela es auxiliar docente, contratada hace más de una década. Con un sueldo que no llega a los $ 30 mil, hace malabares para alimentar a sus dos hijos. En el último año redujo notoriamente el consumo de carne vacuna. Dejó casi por completo las verduras fuera de estación y pasó a las segundas marcas a la hora de galletitas, fideos y aceites. Comprar ropa o zapatillas se volvió una ilusión, un ensueño. Su historia, con matices, es la tuya, la mía, la de millones.
Por el contrario, en el país del trigo y la soja, los grandes productores de alimentos gozan de enormes ventajas a la hora de acceder a materias primas e insumos. Dueños de un poder económico y financiero envidiable, imponen condiciones leoninas a cooperativas, pequeños productores y proveedores. En ese listado cabe añadir, también, la existencia de una mano de obra calificada y precarizada a la vez.
Históricos integrantes del poder permanente, los grandes productores de alimentos fueron, también, parte de los ganadores del ciclo cambiemita. En 2019 -según la información del Indec-, entre las 500 mayores empresas del país una de cada cinco revestía en ese rubro. El sueño macrista de la Argentina “supermercado del mundo” no hizo más que potenciar ese lugar. Como si fuera un símbolo de ese empoderamiento, Daniel Funes de Rioja, titular de la Copal (Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios), acaba de acceder a la presidencia de la UIA.
En otro estudio -tampoco publicado aún- Gustavo García Zanotti y Martín Schorr reseñan el comportamiento de las 200 empresas que integran la cúpula de las más grandes del país durante los años macristas. Gracias a la gentileza de los autores La Izquierda Diario accedió al mismo. Allí consignan que la CEOcracia gobernante alentó “un proceso de reprimarización sumamente intenso de la cúpula, motorizado centralmente por el comportamiento de las exportaciones agroindustriales”.
Profundizando rasgos estructurales de las últimas décadas, la tendencia se revela patente si se mira los porcentajes de las exportaciones. En 2015 el sector alimenticio concentraba el 52,4% de las mismas. Cuatro años más tarde, cuando Macri dejó el poder, había escalado al 63%. Un vertiginoso ascenso de 11 puntos, que confirma el empoderamiento relativo del sector [4].
Atando sus destinos a las exportaciones, ese poder concentrado da la espalda al mercado interno de manera progresiva. Devenidas “sólidas plataformas exportadoras -describen García Zanotti y Schorr- se trata de actores dominantes para los que los salarios adoptan mucho más el ‘rol social’ de un costo de producción que el de un factor dinamizador de la demanda interna”.
El lucro capitalista, orientado por el motor de las ventas al mundo, ahonda el abismo entre esos grandes monopolios y los intereses de las mayorías populares. El hambre o la mala alimentación de millones de familias resulta un factor secundario. Cada vez más intrascendente.
De ese poder económico extraen, además, una potencia que va más allá del papel de productores. Junto al conjunto de la cúpula empresarial, las grandes alimenticias son parte de las fracciones capitalistas con capacidad de vetar políticas estatales.
Ilustrando ese poder, en diálogo con La Izquierda Diario, Martin Schorr indica que los integrantes de estas fracciones burguesas “son actores con un peso económico sumamente relevante: alrededor del 30% de la producción total generada en la Argentina es controlado por las 200 empresas líderes”. Al mismo tiempo -y el dato no debe ser soslayado- “son centrales en la provisión de divisas a la economía por la vía exportadora. El 70% de las exportaciones del país está controlado por las 200 empresas líderes”.
Cargill, Aceitera General Deheza, Molinos, Mastellone y Arcor son algunos de los nombres propios de ese poder. Quienes dictan el precio de los alimentos son, también, dueños de los dólares que el Estado nacional ansía tanto como el oxígeno.
García Zanotti y Schorr describen ese rasgo estructural de la economía argentina: “El abultado y sistemático superávit comercial agregado de los oligopolios líderes contrasta con los déficits pronunciados y recurrentes del ‘resto de la economía’”. Los datos son dramáticamente elocuentes. En 2019, mientras el conjunto de la cúpula empresarial alcanzó un excedente de más de USD 25.000 millones, el resto de las empresas que operaban en el ámbito nacional sufrió un desbalance de alrededor de USD 7.000 millones. Dentro de ese reducido grupo, solo las primeras 50 firmas fueron responsables de casi el 100 % de ese superávit.
Mirando los problemas bajo este prisma, la impotencia de las políticas estatales frente a la escalada de precios es una función derivada, una resultante. Enfrentar la concentración económica en el rubro alimenticio implica enfrentar a quienes proveen de divisas a una economía bajo permanente acoso de la llamada restricción externa. Urgidos por las necesidades financieras y fiscales, quienes conducen el Estado capitalista - más allá de su relato político- terminan aceptando casi como una maldición del destino ser rehenes de esa situación.
Es esta estructura la que confiere absoluta racionalidad a una medida como el monopolio estatal del comercio exterior, planteada de manera recurrente por la izquierda socialista y anticapitalista. ¿Cómo liberar sino a las mayorías populares de la extorsión permanente que ejercen los grandes oligopolios sobre la vida económica nacional?
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De gases, palos y otras ayudas
Nada puede resultar más falso que la imagen de un Estado rehén. Amén de su carácter no científico, la idea es políticamente funcional a un relato progresista que lo pretende víctima y no cómplice.
Las grandes productoras de alimentos han contado con persistente aval a través de todos los poderes de turno. Si remontamos décadas hacia atrás, veremos al régimen genocida de Videla y Cía. alentado y garantizando los negocios de grandes grupos económicos como Arcor -celebrado muchas veces desde usinas kirchneristas- Ledesma o Bagley.
Si vamos a tiempos más recientes, cómo olvidar el activo papel del Gobierno de Daniel Scioli en la dura represión a la lucha contra los despidos en la norteamericana Kraft Foods (ex Terrabusi, actual Mondelez). Si, por el contrario, elegimos un marco temporal más acotado y nos limitamos al último lustro, resulta imposible obviar otra dura represión al servicio de otra gran alimenticia: esta vez, “la patriada” a favor de la multinacional Pepsico la hizo la CEOcracia macrista. ¿El objetivo? Garantizar el cierre de una planta y cientos de despidos como parte de un proceso de reducción de costos.
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El apoyo estatal a estos grandes monopolios va mucho más allá de esa labor represiva. Se extiende a otras áreas de la gestión pública, incluyendo un menú profuso de subsidios, beneficios fiscales, acuerdos específicos y otras múltiples formas de eternizar ese poder concentrado. Lejos de toda neutralidad o inclinación hacia les consumidores, cada Gobierno perpetúa la prepotencia de quienes tienen el poder de dar o quitar la comida.
Alimentarse sana y abundantemente no debe ser un juego de azar para millones de familias. No puede quedar librado al arbitrio de monopolios cuya racionalidad se orienta por la búsqueda del lucro. Tampoco depender de endebles e impotentes acuerdos firmados por el Estado. Para que Esther, Graciela y sus hijes tengan comida en la mesa, la clase trabajadora y los sectores populares tienen que emprender la urgente tarea de enfrentar ese poder monopólico.
-Se reitera el agradecimiento a les integrantes de CEPA y a Martín Schorr y Gustavo García Zanotti.
-Colaboraron en este artículo Mariela Pozzi, Pamela Bulacio, Mónica Arancibia y Daniel Satur.
[1] Los datos del informe corresponden al período 2016-2019. Dado que se trata de tendencias estructurales, difícilmente hayan sufrido alteraciones notorias en el último período
[2] Se trata de supermercados pequeños o medianos que son parte de las grandes cadenas.
[3] Incluye a los llamados “autoservicios asiáticos” o supermercados que no son parte de las grandes cadenas.
[4] Este fortalecimiento también se verifica al interior del sector industrial. Entre 2015 y 2019 -según datos del Indec- las utilidades positivas del sector medidas en dólares pasaron de representar un 28.8 % a un 34.1%. Un crecimiento de más de 5 puntos en términos relativos.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.