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Red Internacional
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Tribuna Abierta. Milcíades Peña, a medio siglo de su muerte

A cincuenta años de su fallecimiento, resulta oportuno volver a recordar a Milcíades Peña, uno de los más importantes intelectuales marxistas de la Argentina durante el siglo XX.

Martes 29 de diciembre de 2015

Existe una suerte de disputa por los “usos de Peña”. No han faltado los que lo definieron como representante de una corriente crítica, trágica e inclasificable, distante de su adscripción marxista de origen, los que lo recuperaron como un ensayista neutro y descafeinado del cual podían utilizarse algunas categorías de análisis histórico-sociológico de uso académico sin conexión con el sentido general de su obra o, incluso, los que en tiempos más recientes pretendieron recuperarlo desde el campo de un nacional-populismo de izquierda afín al gobierno kirchnerista.

La experiencia de su militancia en el trotskismo

En muchos sentidos, el derrotero de Peña, nacido en la ciudad de La Plata en mayo de 1933, fue peculiar. No contó con estudios universitarios y, antes que un autodidacta libre, ejerció el papel de intelectual formado en la escuela del compromiso político. Desde muy joven se inició en la vida política, primero y fugazmente, en las filas del Partido Socialista. Hacia 1947, junto a un puñado de jóvenes de esa fuerza, ingresó a la organización trotskista liderada por Nahuel Moreno: el Grupo Obrero Marxista (GOM), luego convertido en Partido Obrero Revolucionario (POR). Allí colaboró con Moreno en el estudio de la teoría marxista y el análisis de la historia y la economía argentinas, intentando comprender los cambios ocurridos tras el advenimiento del peronismo. Si uno examina con detenimiento las ideas centrales de los textos programáticos del GOM-POR en esa etapa, elaborados por Moreno, encuentra allí una serie de ideas significativas, que luego reaparecen, sin duda, con elementos reformulados, en la obra de Peña. En especial, este es el caso de cuatro trabajos fundamentales: “Cuatro tesis sobre la colonización española y portuguesa”, “Tesis agraria”, “Tesis industrial” y “Tesis latinoamericana”, todos ellos escritos en 1948.

Los primeros textos del Peña aún adolescente fueron publicados en Frente Proletario, el periódico del GOM-POR, en los que él fundamentó la caracterización de su organización acerca del peronismo, al cual luego la corriente definió como un “bonapartismo sui géneris”, inconsecuente en sus reclamados objetivos antioligárquicos y antiimperialistas. Posteriormente, a partir de nuevos planteos de Moreno, readecuó su caracterización, destacando la base obrera del justicialismo y sus inevitables colisiones con el imperialismo. Bajo estos presupuestos, participó de la experiencia del Partido Socialista de la Revolución Nacional, desde su Federación Bonaerense y el periódico La Verdad, y desde allí se opuso al golpe militar de 1955 (tal como es explicado en su folleto “¿Quiénes supieron luchar contra la ‘Revolución Libertadora’ antes del 16 de septiembre de 1955”). En los años siguientes se insertó en el proceso de la Resistencia, siempre relacionado con el “morenismo”, apoyando y teorizando la estrategia que esta corriente emprendió de “entrismo” en el peronismo, desde el grupo Palabra Obrera.

En el último lustro de vida, Peña se distanció orgánicamente de esta organización, con la que había desarrollo un vínculo muy conflictivo, convirtiéndose en un intelectual marxista independiente. Su suicidio, en diciembre de 1965, cerró de manera inesperadamente temprana (tenía apenas 32 años) una vida ya reorientada a la experiencia de una solitaria elaboración como marxista sin partido y emancipado de vínculos con el movimiento social.

Las elaboraciones de Peña

Los aportes teóricos más importantes de Peña se ubicaron en dos dimensiones, estrechamente relacionadas. Una, la propuesta de una reconstrucción histórica global del país en base a ciertos ejes de análisis. La otra, el detenido estudio de los rasgos de la estructura económico-social del capitalismo argentino y de su clase dominante. El valor de esta obra sigue siendo muy destacable, incluso a pesar de las inevitables limitaciones que hoy pueden y deben advertirse en el diseño de semejante empresa, la cual reclama, entonces, una lectura necesariamente crítica y no apologética.

En el terreno de la investigación histórica, que Peña que encaró sobre todo entre 1955-1957, se sucedieron varios artículos y una serie de pequeños libros que muchos años después pudieron ser reunidos bajo el título pretendido por él mismo: Historia del pueblo argentino. Allí se propuso cubrir la totalidad de la historia nacional, desde la colonización española hasta la Revolución Libertadora. Su objetivo era proponer un conjunto de argumentaciones e hipótesis disruptivas, que hicieran inteligibles algunos de los clivajes esenciales del entramado social desde 1500 a 1955; en especial, intentando explicar las razones que históricamente impidieron a la Argentina salir de su condición atrasada y colonial. Auxiliado con la teoría de la revolución permanente, la ley del desarrollo desigual y combinado y otros aportes de la teoría marxista, Peña buscó desentrañar la estructura económico-social del país y las causas y lógicas con las que se desenvolvieron las confrontaciones entre sus clases.

Paradójicamente, son las clases dominantes, sobre todo, en sus limitaciones objetivas y subjetivas para comportarse como un factor avanzado de la historia, las que aparecen más atendidas (y enjuiciadas) en el análisis, antes que el pueblo argentino invocado en el título, sobre cuya comprensión apenas se adelantan algunos elementos. A pesar de su ubicación como historiador marxista y trotskista, el estudio del movimiento obrero no fue una temática sobre la que aportara significativamente. Y cuando reflexionó sobre ello, como en su artículo, El legado del bonapartismo: conservadorismo y quietismo en la clase obrera argentina, los resultados fueron más pobres e inadecuados.

El ángulo preponderantemente elegido por Peña para encarar su propuesta de reconstrucción histórica de la Argentina fue el de una impiadosa crítica historiográfica, escrita con su distintivo estilo punzante, en donde el uso descarnado de la mordacidad y la acidez se combinaban las referencias más eruditas. En particular, emprendió una faena de aniquilación de las visiones en ese entonces hegemónicas, que él definió como expresiones intelectuales de la burguesía y puras versiones mitológicas del pasado: la del liberalismo en buena medida mitrista, que había instaurado la línea Mayo-Caseros como evolución progresiva del país; y la del revisionismo histórico, que había impugnado a aquella, en reivindicación de los supuestamente derrotados (Rosas o caudillos provinciales). También impugnó a quienes introducían sólo variantes en ellas: los intelectuales vinculados al socialismo reformista y al comunismo estalinista, traductores pretendidamente “marxistas” del punto de vista liberal; y los nacional populistas de izquierda o de “izquierda nacional” (Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos), incapaces para superar a la falsa opción liberal-revisionista.

En directa vinculación a estos empeños historiográficos estuvieron los estudios que Peña realizó sobre los rasgos que en la Argentina asumieron el capitalismo agrario, el subdesarrollo industrial y la dependencia con respecto al imperialismo y, a partir de ello, acerca de las características de la clase dominante argentina. Entre otras publicaciones, su libro, como todos, editado póstumamente bajo el título Industria, burguesía industrial y liberación nacional, es el más representativo de este tipo de elaboraciones, junto a algunos artículos aparecidos en la revista Fichas de investigación económica y social, que el propio Peña fundó en 1964 y dirigió hasta su muerte.

Peña no sólo desnudó el carácter atrasado y colonial de la economía capitalista local, sino que destruyó el modelo clásico y hegemónico que existía en el campo intelectual y político del país para definir a su burguesía. Tradicionalmente ella era entendida como escindida en dos grupos con intereses orgánicamente contradictorios: un sector terrateniente poderoso, arcaico, antiindustrial y cautivo de sus beneficios en la tierra; y otro industrial, más débil, subordinado e instrumento de los auténticos valores “nacionales” o “modernos”. Según este análisis, fue la pugna entre ambas alas la que habría caracterizado la evolución del país desde inicios del siglo XX. Y habría sido un Estado sirviente de los intereses rurales el garante del mantenimiento del modelo agroexportador y de la postergación del desarrollo industrial. Peña impugnó esta idea argumentando, a partir de una muy consistente base empírica, que lo que había existido desde siempre era una unidad y complementariedad de intereses entre ambos grupos burgueses, una suerte de fusión. Se trataba de la misma clase, diversificada en actividades diferenciadas. Esta idea es de enorme importancia y actualidad para mantener la independencia teórica y política de la clase obrera, al comprender que no existe un “campo burgués progresivo” a apoyar en contra de otro por parte del proletariado en algún tipo de alianza policlasista. Los dos conducían al mantenimiento del subdesarrollo, la dependencia y la explotación de los trabajadores. De este modo, quedaba en manos de la clase obrera, como caudillo de la nación y del conjunto de los oprimidos, la tarea histórica de romper con aquellas trabas y cadenas en un proceso de transformación que inevitablemente derivaría en una perspectiva socialista. Toda esta interpretación se hallaba informada por un intento de aplicación de la teoría de la revolución permanente elaborada por Trotsky.

En muchos sentidos, la de Peña fue una de las empresas intelectuales más portentosas, por su originalidad y radicalidad, desplegadas por el marxismo en el país. De ella aún queda mucho por examinar, para aprovechar sus puntos fuertes y detectar sus debilidades e inconsistencias. Al mismo tiempo, brinda algunos insumos para reflexionar sobre los vínculos históricamente ocurridos y potencialmente deseables entre intelectual revolucionario y partido, entre teoría y praxis.