Hay quienes intentan negar la política de militarización en el país, haciéndola pasar por “socialización” de las fuerzas armadas; en este artículo hacemos un contraste de ambas categorías, para entender el carácter que realmente tiene esta política.
Durante su campaña para la presidencia de la república, el ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador denunció la militarización del país. Una de las consignas que decía que impulsaría en la presidencia era la de devolver al Ejército Mexicano y a la Marina a los cuarteles para que dejaran de realizar labores de seguridad pública, la cual fue una medida que sus antecesores, el panista Felipe Calderón Hinojosa y el priista Enrique Peña Nieto, habían utilizado supuestamente para combatir a grupos del crimen organizado y reducir la violencia en el país.
Sin embargo, una vez llegado AMLO a la investidura presidencial, no solo no devolvió al Ejército y la Marina a los cuarteles, sino que expandió la influencia de las instituciones castrenses a distintos ámbitos de la vida civil. Empero, los ideólogos del régimen cuatroteístas —entre los que destaca Pedro Miguel— dicen que no se trató de una continuación de la militarización del país, sino de “socializar a los militares” ¿Es verdad que hemos cambiado una militarización de México por una “socialización” de sus fuerzas armadas?
Para dar una respuesta a esta cuestión, primero debemos entender a qué se refieren los intelectuales de la 4T cuando hablan de este proceso en el que supuestamente se están socializando el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea mexicanos, y, por otro lado, qué es lo que significa militarización.
Socializar a los militares: significado de una idea y contexto de su emergencia
El 26 de mayo de 2019 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Decreto [1] por el que se reformaban, adicionaban y derogaban diversas disposiciones de la Constitución Política de México dando lugar a la creación de la Guardia Nacional. A pesar de ser presentada como una corporación de carácter civil, para 2020 esta institución reportaba tener 83 mil 540 elementos desplegados a lo largo y ancho del país [2] y de ellos el 67,6% eran militares (50 mil 553 de la policía militar o naval y 5 mil 980 soldados [3]). Ese porcentaje de entrada ya planteaba un serio cuestionamiento a la naturaleza supuestamente civil de la corporación. A eso se le sumó que su 1° comandante, Luis Rodríguez Bucio, era un militar retirado.
Aunado a esto, el 11 de mayo de 2020 fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el Acuerdo [4] por el que se dispone de la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria. La vigencia de este Acuerdo quedó establecida hasta el 27 de marzo de 2024, garantizando que dichas labores fueran desempeñadas por las instituciones castrenses al menos hasta el año en que AMLO concluyera su sexenio.
Adicional a los elementos de la Guardia Nacional, en el 2020 fueron desplegados 106 mil 854 efectivos militares (76 mil 119 de la Secretaría de la Defensa Nacional y 30 mil 735 de la Secretaría de Marina [5]) para lo que se nombró como “operaciones de construcción de paz”. Juntando las cifras de la Guardia Nacional —que como vemos, desde su nacimiento tenía un fuerte componente militar— a las de la Sedena y Semar, ese año hubo un total de 190 mil 394 efectivos de las tres instituciones [6] haciendo labores de seguridad pública a lo largo y ancho de México, integrándose también la primera a realizar trabajos de contención del flujo migratorio desde Centroamérica hasta los Estados Unidos.
En septiembre de 2020 el Servicio de Administración Tributaria (SAT) comunicaba que elementos de la Marina serían incorporados “como parte de la estrategia para reforzar la seguridad en las 49 aduanas del país y aumentar la recaudación” [7]. Además, la Sedena comenzó a tener bajo su responsabilidad la construcción de un tramo del Tren Maya —el cual también administran— y se comunicaba la tentativa para asignarle la administración de seis hoteles en la ruta de dicho transporte, al sureste del país, que se sumarían a otros cuatro que ya poseían en la Ciudad de México.
Con esto, quedaba claro que el hoy expresidente Andrés Manuel López Obrador no sólo no iba a ordenar el retorno de la milicia mexicana a los cuarteles, sino que les estaba dando mayores atribuciones en distintos ámbitos de la vida civil que excedían incluso la seguridad pública.
En este contexto, las críticas por izquierda a la política militarizadora del gobierno se fueron haciendo cada vez más fuertes. La respuesta de los ideólogos afines al proyecto de la llamada Cuarta Transformación fue que la militarización de México iniciada en 2007 supuestamente para combatir al narco con el Programa Sectorial de la Defensa Nacional del panista Felipe Calderón —cuyo decreto, no obstante, se publicó en enero de 2008 [8]— había llegado a su fin tras el inicio del sexenio de AMLO en 2018, y lo que actualmente había era un proceso en el que, como adelantábamos al inicio, “no se militariza a la sociedad: se socializa a los militares”, según escribía el intelectual Pedro Miguel en una columna de La Jornada publicada el 10 de septiembre de 2021 este proceso de entiende como: “asignar tareas civiles a los militares… hacerlos partícipes de ese ámbito y llevarlos a interactuar con la población y la economía en general” [9]. Una idea sin mayor definición que en ese texto pretendió justificarse a través de un somero recorrido por la historia del ejército nacional, nacido de las filas del constitucionalismo. Algo de popular tenía el naciente ejército mexicano en su etapa constitucionalista en cuanto a sus componentes. No obstante, el constitucionalismo fue un proyecto político burgués, lo que, por ejemplo, llevó a la División del Norte a romper con él tras la Batalla de Zacatecas en junio de 1914, luego de la cual el primero asumió una posición reaccionaria al combatir a las fuerzas sociales —cohesionadas en el villismo y zapatismo cuya alianza conformó en octubre y noviembre de ese mismo año la facción convencionista— que impulsaban profundos cambios en la sociedad desde cuestionamientos empíricamente anticapitalistas.
Aún con la participación de sectores campesinos en las fuerzas constitucionalistas, estos estaban subsumidos al programa político de su dirección burguesa, encabezada por Venustiano Carranza hasta 1920, misma que se caracterizó por su antidemocracia. Aunque en ese año Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles rompieron con él y sus seguidores terminaron ejecutando a Carranza el 21 de mayo en Tlaxcaltongo, Puebla, su proyecto político fue de la misma naturaleza, y la vida política antidemocrática al interior del Ejército nunca cambió. Hasta hoy las Fuerzas Armadas Mexicanas carecen de libertad para plantear discusiones políticas sobre su propia organización y objetivos de sus operativos —lo que se ejemplifica en la frase del orgullo militar burgués “nosotros no estamos para cuestionar órdenes, estamos para ejecutarlas”—; lo mismo respecto a un principio de elegibilidad democrática de sus mandos por parte de sus bases; “El Ejército es una copia de la sociedad” como bien refirió León Trotsky [10].
Tanto AMLO, como Sheinbaum y Pedro Miguel, terminan reproduciendo la noción priista de que todos los sectores de la revolución mexicana eran igualmente revolucionarios, pero, como vemos, no fue así.
En su esfuerzo justificador de la idea de “socializar a los militares”, Pedro Miguel asegura que la subordinación castrense a presidentes civiles es tanto la virtud como la tragedia de las Fuerzas Armadas, pues siempre han obedecido a ese supremo mando civil, el cual les ha dado las instrucciones en hechos como la masacre del 2 de octubre de 1968, la guerra sucia de los años 70, la contrainsurgencia en Chiapas en 1994 y la guerra contra el narco de Calderón continuada por Enrique Peña Nieto. Con eso, su lógica es: si el presidente en turno es “bueno”, el actuar de los militares será “bueno”.
La argumentación de Miguel llega al eclecticismo extremo de retomar descontextualizadamente una cita de Frantz Fanon en la que dice “Las grandes obras de interés colectivo deberán ser ejecutadas por los soldados. Es un medio prodigioso para activar las regiones inertes, para dar a conocer a un mayor número de ciudadanos las realidades del país” la cual ni siquiera fue extraída por él, sino por un twittero —al que, de hecho, agradece en su columna— del libro Los Condenados de la Tierra, pero omite agregar la parte siguiente en la que este autor anticolonialista refiere que “hay que evitar la conversión del ejército en un cuerpo autónomo que tarde o temprano, ocioso y sin misión, se dedicará a ‘hacer política’” [11].
Precisamente esto es lo que se ve en el caso de las Fuerzas Armadas Mexicanas: han ganado un creciente poder político favorecido y permitido por el gobierno, puesto de manifiesto sobre todo en este sexenio a través de la impunidad de la que gozan en el caso de la desaparición forzada en 2014 de los 43 normalistas de Ayotzinapa, donde, más allá de la promesa y el supuesto compromiso de AMLO, se han negado de manera reiterativa a entregar información clave como los 800 folios de documentación —pruebas cuya existencia se tiene conocimiento gracias al trabajo de investigación del Grupo Internacional de Expertos Independientes— que las madres y los padres de los estudiantes desaparecidos exigen que sean presentadas para esclarecer los hechos y llevar ante la justicia a altos mandos militares partícipes por acción u omisión tanto en el crimen de lesa humanidad como en el proceso de ocultación de la verdad y, por ende, en la prolongación de la desaparición.
Desde 2021 en que las pruebas emergidas de la investigación fueron apuntando cada vez más tanto a la participación de la Marina como del Ejército, la posición del gobierno respecto al caso cambió: según la narrativa oficialista ahora las consignas “Fue el Estado” y “Fue el Ejército” —lanzadas por el movimiento en las calles desde el primer momento de los acontecimientos— son parte de algo así como una conspiración internacional para socavar la honorabilidad de las Fuerzas Armadas.
Esa impunidad se hizo presente también en la súbita liberación del ex secretario de la Sedena (2012-2018), Salvador Cienfuegos Zepeda, tras su aprehensión a manos de la DEA en Los Ángeles, California, en octubre de 2020, bajo la acusación de estar coludido con líderes de organizaciones criminales. Su repentina obtención de la libertad tuvo que ver con un cabildeo secreto al más alto nivel que llevó a cabo el gobierno mexicano de la 4T con sus contrapartes estadounidenses a través del entonces secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. No es difícil percatarse de que ha habido presión del sector militar para que se efectuaran esas negociaciones. Eso también es “hacer política” —como diría Fanon— y la impunidad de los militares, como resultado de ese “hacer política”, es también uno de los efectos de la militarización.
Nada de eso menciona Pedro Miguel. Para él la socialización de los cuerpos castrenses consiste simple y llanamente en la asignación de tareas civiles a los militares para “hacerlos parte de la sociedad”. Sin embargo, las Fuerzas Armadas son cuerpos represores cuyo carácter muestra que lejos de tener una relación armónica con la sociedad tienen la función de defender los intereses de una parte de ella: la burguesía. Es decir, su papel —más allá de lo que declare el oficialismo— es reprimir y/o contener el descontento social en aras de proteger la propiedad privada de los medios de producción, garantizando la preservación y el avance de los intereses de las burguesías nacionales y transnacionales en detrimento de la clase trabajadora, sectores populares y comunidades indígenas. Esto omiten mencionar de manera persistente y deliberada intelectuales como Miguel.
Además, los elementos de las instituciones castrenses actualmente son moldeados desde una psicología deshumanizante a través de convenios internacionales imperialistas de colaboración para el adiestramiento. Van algunos datos: al menos desde 1953 México ha enviado a miles de militares a capacitarse en instituciones del imperialismo yankee como la Escuela de las Américas [12] —fundada en Panamá en 1946; a partir del año 2000 tiene el nombre de Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad— o el Fuerte Hood en Texas —en el que se preparó parte de quienes conformaron la temible organización narcoparamilitar de Los Zetas—, donde han sido entrenados en técnicas de contrainsurgencia como los “interrogatorios científicos” —que no son otra cosa que tortura— y mecanismos de control social a través del terror y el espionaje.
Va otro dato más reciente: apenas en 2022 la Secretaría de Marina de México y el Ministerio de Defensa de Israel firmaron Memorandos de Entendimiento con los cuales fuerzas especiales mexicanas asistieron a programas de capacitación en el verano de 2023. Según el portal sionista Enlace Judío el entrenamiento fue dirigido por comandantes de la Unidad Antiterrorista Lotar de las Fuerzas de Defensa de Israel —una de las encargadas de llevar a cabo el genocidio en curso contra el pueblo palestino, principalmente mujeres y niñxs— y se centró en “compartir la amplia experiencia operativa de las FDI en diversas situaciones de combate, incluidas técnicas de tiro, combate urbano, el arte marcial israelí de Krav Maga y estrategias contra el terrorismo” [13].
Para el año pasado el despliegue de elementos de la Guardia Nacional y Fuerzas Armadas (Sedena y Semar) en el territorio nacional en labores de seguridad pública fue de un total de 261 mil 644 (115 mil 713 y 145 mil 931, respectivamente). En 2012, al final del sexenio calderonista, había 56 mil 517 elementos de la Sedena y Semar en las calles; 49 mil 650 y 6 mil 687, correspondientemente. Al final del de Peña Nieto, en 2018, el total era de 70 mil 577; 54 mil 980 de la Defensa Nacional y 15 mil 597 de la Marina. Como puede observarse, la labor castrense en la materia al final del primer sexenio de la 4T es más del triple que la de su antecesor inmediato y es casi cinco veces superior que en la administración de Calderón [14].
Este es el significado de la idea de “socializar a los militares” y ese es el contexto en el que emerge; como un intento de maquillar la inocultable continuidad y profundización de la militarización de México.
¿Y qué es militarización?
Siguiendo algunas ideas planteadas por Roberto González Villarreal [15], uno de los especialistas en el estudio de la desaparición forzada en México —a las que añadimos consideraciones sobre la subordinación de naciones semicoloniales a potencias imperialistas—, la militarización hace referencia a “un conjunto de prácticas, instituciones, organizaciones, decisiones, leyes y normativas que han expandido la presencia, actividades, funciones, atribuciones y gestiones del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina en la seguridad pública, en la operación, administración y usufructo de negocios, aduanas, fronteras, ferrocarriles, aeropuertos, puertos, así como la posibilidad de continuar expandiendo dichas facultades en el ámbito civil” —y de la vida pública en general— para garantizar el avance de los intereses capitalistas nacionales y transnacionales —imperialistas—, dotando a las Fuerzas Armadas de mayor impunidad para actuar sin importar que se violen derechos humanos.
La actual etapa de militarización del país es una de profundización, sin embargo, México se ha venido militarizando desde varias décadas atrás. Encontramos ese proceso expansivo en Operaciones como la “Condor” en Sinaloa o la “Aldea Vietnamita” en Guerrero, ambas durante la década de los años 70 del siglo pasado, y dejaron una estela de ejecuciones extrajudiciales, tortura y desaparición forzada cuyos números exactos son difíciles de determinar. El látigo de ambas azotó a campesinos pobres y sus familias y tenían objetivos contrainsurgentes explícita o implícitamente [16]. No obstante, la militarización en este momento también sirvió como medida preventiva contra la insurgencia obrera en México durante esa década, así como contra procesos de lucha estudiantiles que venían desde la década de los 1960’s; se trató de una respuesta burguesa hacia potenciales descontentos de sectores de masas.
El momento de profundización de la militarización, como dijimos, inicia en el sexenio de Felipe Calderón en aras de un supuesto combate al narcotráfico. Ha estado acompañada de un incremento de paramilitarismo en diferentes partes del país. La militarización implica paramilitarización. Empero, en 2022 la 4T consiguió la aprobación de un Decreto Publicado el 18 de noviembre de ese año [17] con el cual se establece que: “Durante los nueve años siguientes a la entrada en vigor del presente Decreto, en tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública”. La larga noche militarizadora no está cerca de terminar.
Si tomamos eso en cuenta, lo que está ocurriendo en este sexenio no solo es la continuación de la militarización en el país —impulsada por las administraciones panista y priista— sino su intensificación. No es “socializar a los militares” lo que ocurre actualmente como dicen los intelectuales e ideólogos del Morena. Es militarización a secas: la expresión de las consecuencias de la subordinación económica, política y en materia de seguridad a los Estados Unidos, resultado de la histórica opresión imperialista sobre México y tiene como uno de sus principales objetivos contener el descontento social y hacer avanzar a megaproyectos en detrimento de los derechos colectivos de sectores populares y comunidades indígenas. Aunque se plantea en términos preventivos, porque en este momento no hay grandes procesos de la lucha de clases expresados en irrupciones de las masas y hay un consenso expresado en una popularidad de más del 60 % de aprobación a la actual presidenta Claudia Sheinbaum.
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