Comentario sobre la primera novela de Karima Ziali, Una oración sin dios (Esdrújula). Un texto que rompe algún lugar común, nos zarandea y a través de su protagonista, Morad, nos acerca a la realidad de esas segundas generaciones a las que se les sigue imponiendo la categoría de migrantes, migrantes y precarios.
A veces, cuando te acabas una novela que has disfrutado, que te ha llevado de un sitio a otro un poco perdida, rompiendo ideas preconcebidas y conclusiones precipitadas, necesitas una jornada de reflexión. Es muy probable que te ocurra eso cuando leas Una oración sin dios, de la filósofa, columnista y escritora Karima Ziali, que anuncia un nuevo lugar desde el que producir literatura que pone en crisis las categorías tradicionales.
Karima vive desde los tres años en el Estado español, pasando por distintas ciudades hasta llegar a la Granada que hoy habita. Nació en Beni Sidel en 1986, un pueblo del Rif, en Marruecos, precisamente el mismo en el que nació la premiada Najat El Hachmi, que también migró con la familia a Cataluña, pero ella permaneció.
No siempre es bueno empezar por la biografía del autor cuando se va a hablar de una novela, pero en este caso la necesidad se impone. Y digo impone porque tiene algo de carga externa, de esa sobre-responsabilización que se hace en el caso de los autores de origen migrante o desplazados (que yo llamo ectópicos), que parecen tener que hablar siempre en nombre de un colectivo al que tal vez ni pertenecen.
Me atrevo a afirmar que Karima forma parte de una nueva generación de escritores de origen migrante (un origen cada vez menos origen y más lejano), que vienen a dificultar toda categorización simplificadora y a cuestionar muchos lugares comunes, tanto en la sociedad como en el ámbito literario y académico. Y esta primera novela de la autora, esperemos que vengan más, es un buen ejemplo de ello.
El protagonista de esta novela editada por Esdrújula, Morad, es un joven de origen rifeño que vive en Barcelona con su familia y se enfrenta a una maraña de contradicciones en un momento clave de cambios y dudas, como es el verano después de acabar el instituto.
Una de las cosas más interesantes de esta novela, además de las descripciones que zarandean y muerden, es que juega contigo. Te pasas unas cuantas páginas pensando que toda la problemática que atraviesa al protagonista nace del choque cultural. Y ojo, que haberlo haylo. Porque a Morad le quieren atrapar entre dos mundos, como aquel documental de Albert Segura y Marta Carreras, Atrapades entre dos móns.
Y cuando digo quieren, me refiero a su madre, que concentra en sí misma todo el peso de la tradición. Madre que me recuerda a la de El que es digno de ser amado de Abdelá Taia, pero con más amor, amor asfixiante. Pero me refiero también a la sociedad catalana, que podría ser la sociedad de tantos espacios europeos, con su racismo soterrado o no tanto, con sus prejuicios y presuposiciones.
Así, Morad sigue el ramadán durante el día y se bebe todo durante la noche, quiere estudiar filosofía, pero se replantea renunciar a ello para no disgustar a su madre, siente algo inexplicable por un compañero de clase y lo convierte en su enemigo. Morad es un moro, “moro ilustrado”, “moro excepcional”, “moro que no sabe si es musulmán”, moro precario que trabaja en un bar del aeropuerto por el día y bebe vodka por la noche.
Un moro que tiene una “bola de alambre incrustada en su diafragma”. Y aquí viene el juego. La bola lo mismo no nace solo del des-encuentro entre culturas y tradiciones, lo mismo tiene más que ver con un episodio oculto, grave, íntimo, que desgarra las entrañas y que, aunque esté ligado a su origen, trasciende su marca como desplazado.
Porque efectivamente, no toda la biografía, la identidad o identificación, el estar en el mundo de quien tiene raíces en el desplazamiento, nace de ese desplazamiento. O no de la forma esperada. Y así, sin renunciar a señalar las huellas del desplazamiento en el cuerpo de Morad, Karima nos da un necesario toque de atención. No renuncia ni a profundizar en la presión que sufren las segundas generaciones a través de su familia y de la imposición de una religión que no encaja en su ateísmo, ni a señalar ese racismo del espacio “de llegada” al que nos referíamos más arriba.
Un racismo un poquito más sutil que el que aparece en novelas que se ocupan de otros momentos, décadas atrás, aunque ahora está queriendo volver con esta extrema derecha desenfrenada que tenemos. En la novela este racismo emerge despacio cuando le preguntan a Morat por “su” país, como si no fuera suyo el país en el que viven, pero también de forma más desatada en la fabulación de una compañera de trabajo que, desde la buena voluntad y preocupada por él, pero presa del discurso televisivo: “No puede evitar, sin embargo, observar el desfile de palabras que pasan ante ella, palabras requemadas de tanto asarse en la parrilla televisiva: radicalización, yihad, islamismo, terrorismo, célula”.
También trabaja de una manera muy interesante el desarrollo de la sexualidad del protagonista, sin caer en lugares comunes o simplificaciones, del que no diremos más para evitar el spoiler, pero que forma parte de esa búsqueda de la forma de estar en el mundo cuando la realidad te oprime por todos lados.
Otro momento importante de la novela es la denuncia que hace del racismo policial, crítica, pero con cierto cachondeo. Acostumbrados a sus visitas en el barrio, casi celebran que por una vez no vengan buscando droga: esta vez saldrán en la tele por yihadistas. Pero ahí está el señalamiento al hostigamiento policial permanente en los barrios populares con mucha migración.
Y ligado a esto, entra en otro tema clave; queda clarísimo en la novela cómo una parte importante de la problemática que atraviesa a esa juventud de “origen” migrante pasa por su clase y su consiguiente precariedad, multiplicada por las huellas de su origen (o el de sus padres):
Morad solo lleva un mes ahí, para él trabajar no es nada nuevo. A los quince, una fábrica de verano cortando una tela continua de la que debían salir cientos de toallas de hotel; a los dieciséis barriendo unas naves en un polígono industrial; ahora es camarero. “Subo de categoría como la espuma”, se dice a menudo para reconfortar su conciencia de clase.
Y claro, este retrato de Morad, el moro con camiseta de proletario, epítome de una juventud atrapada entre dos mundos, a la que no se termina de dejar construir el suyo propio, se condena a la precariedad, sufre el racismo por una pertenencia que ni ha elegido ni siente suya, que no sabe lo que es irse de vacaciones, hostigada por la policía, nos lleva a pensar en la juventud de las banlieue francesas, que tras la difusión del vídeo que mostraba un asesinato policial racista, está haciendo arder el país. Y en las paredes se lee: “Qui sème la colère, récolte la revolution” [quien siembra la cólera, recoge la revolución], interesante vuelta de tuerca del conocido, “quien siembra la miseria, recoge la cólera”. Una rabia que estalla contra los símbolos de poder de un Estado que solo les ofrece racismo, precariedad y represión, mucha represión, como se explica con profundidad en este artículo El levantamiento de los barrios en modo Chalecos Amarillos (izquierdadiario.es)]. Y desde aquí, desde la lectura de Una oración sin Dios, nos sumamos al grito que clama justicia por Nahel. Una justicia que hoy ni son capaces de imaginar.
Ojo, porque Morad muerde: “Morad aprieta los dientes, su mandíbula angular parece de hierro forjado. Cada milímetro de cristal que compone la pacífica pecera se rompe, se resquebraja, se derrama la vida en un espacio oscuro que no tarda en engullir la humanidad resignada”.
Y es que Morad tiene que morder. Y nosotros, que leer a Karima Ziali. Avisados quedáis.
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