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HISTORIA NACIONAL. Morir en Trelew, vivir en la historia: a 47 años de la masacre

El 22 de agosto de 1972, oficiales de la Marina asesinaron a 16 militantes de organizaciones guerrilleras. La masacre fue justificada por el Estado, mediante argumentos falsos.

Jueves 22 de agosto de 2019 14:37

En enero de 1962, Hermes José Quijada fue el primer piloto argentino en aterrizar en el Polo Sur. Desde la lejana Buenos Aires, el director de Clarín lo estrechó en un saludo telefónico. Casi exactamente una década después, fue el encargado de brindar la (tercera) versión oficial de la Masacre de Trelew.

El entonces titular de la Armada afirmó que “la acción de las armas no se hizo esperar contra los reclusos agrupados y en tren de fuga. Cuando cesó el fuego se comprobó que trece de los detenidos estaban muertos, mientras que los seis restantes quedaban heridos”.

Aquel 22 de agosto de 1972, el número final de asesinados y asesinadas llegó a 16. El más joven era José Ricardo Mena, de apenas 20 años. La más “vieja” -si se permite el término-, Ana María Villarreal de Santucho. Contaba solo 36 años.

María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo Rene Haidar sobrevivieron a las balas. Pocos años más tarde serían tragados por la noche negra de la dictadura genocida. La clase dominante argentina tiene un historial de masacres que se crea y se recrea de manera constante.

El desafío

En abril de 1971 la dictadura de la llamada Revolución Argentina anunció su retirada. La Córdoba de las barricadas había dado un nuevo veredicto. El Viborazo se sacudió al gobernador Caballero y al presidente Levingston.

Alejandro Agustín Lanusse, jefe del Ejército y nuevo titular del Ejecutivo propuso un transición. El Gran Acuerdo Nacional fue presentado como salida hacia las urnas. El país burgués inició un denso debate. A la distancia, desde Madrid, un militar exiliado participaba de las negociaciones. Apelando a sus delegados y al movimiento que dirigía, Juan Domingo Perón tejía los caminos para su regreso.

La clase dominante, temerosa del ascenso revolucionario abierto con el Cordobazo, consintió aquel retorno. El “hombre del destino” era, por sobre todo, un hombre de la burguesía.

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Quince minutos

“- ¿Cuánto tiempo duró la operación adentro?

Creo que en total no pasaron de diez a quince minutos…”

El que pregunta es Paco Urondo. Responde María Antonia Berger. A su alrededor transcurre una noche agitada de la historia nacional. Héctor Cámpora se apresta a asumir la presidencia de la nación. Faltan horas para que una muchedumbre inunde las afueras del penal de Devoto. En la pequeña celda también están el turco Haidar y Camps. Los sobrevivientes hablan por largas siete horas.

Aquellos quince minutos fueron los necesarios para tomar, desde adentro, el penal del Rawson. La mole encerrada entre el viento y el hielo, a miles de kilómetros del centro del país, presenció uno de los intentos de fuga más audaces de la historia. Metódicamente preparado por las organizaciones guerrilleras -Montoneros, ERP y FAR- se propuso lograr la libertad de 120 combatientes.

“Las compañeras tejieron puloveres de cuello alto, que eran parte del uniforme que utilizaba el personal del penal”, recuerda Haidar. “Y boinas blancas”, acota Camps. El recuerdo de aquella tarde helada volvía a la vida entre los muros de Villa Devoto.

Aquella fuga requirió un soporte externo nada menor. Tomás Eloy Martínez escribe: “El plan era minucioso y a la vez simple: a las seis y media de la tarde dos camiones, una camioneta y un Ford Falcon debían esperar a los fugitivos ante la puerta del penal (…) a esa hora, un vuelo de la línea Austral debía salir de Comodoro Rivadavia rumbo a Buenos Aires. La escala en Trelew estaba prevista a las siete menos diez”. Aquel vuelo, controlado por tres militantes guerrilleros, era el salvoconducto para los 120 evadidos. Su pasaje a un Chile gobernado por Salvador Allende.

El plan de evasión suponía un complejo sistema de señales entre el penal y el afuera. Las sábanas colgadas de las ventanas serían el mensaje de que todo caminaba bien. Sin embargo, “los choferes de los camiones y las camionetas vieron frazadas dónde se levantaban sábanas y huyeron”.

Con solo seis ocupantes, el Ford Falcon partió rumbo al aeropuerto de Trelew. La defección de los camiones obligó un plan alternativo. El teléfono del penal marcó los números de las agencias de taxis y remises de la zona. 19 militantes lograron subir a bordo de tres vehículos.

Llegaron demasiado tarde. María Antonia Berger alcanzó a ver despegar el avión. La nave ya volaba hacia el sur chileno. En aquellas circunstancias no existía una alternativa viable de escapatoria. “El plan era que nos fuéramos todos. Se fue solo un grupo. El resto no llegamos”, le diría Mariano Pujadas a los periodistas aquella noche.

La permanencia en el aeropuerto se convirtió en un tensa negociación con el juez y los oficiales de la Armada. A la cabeza está un nervioso capitán de corbeta llamado Luis Emilio Sosa. Afuera, en la oscuridad, la boca de los fusiles apuntaba hacia los evadidos. Los militantes exigen volver al penal. Los militares logran imponen el viaje hacia la base Almirante Zar.

La masacre

“Estoy desilusionado. Veníamos a liquidarlos a todos y están vivos. Si se hubieran animado a disparar un tiro, no dejábamos ni a uno”. Las palabras del teniente coronel Muñoz aparecieron en el número 499 de Primera Plana, publicado el lunes 21 de agosto. Faltaban horas para la masacre.

Los días transcurridos en la base militar marcaron un continuum ascendente de violencia, maltratos y torturas. Sosa se convirtió en un brutal azote para detenidos y detenidas. En aquellas horas hizo su entrada en escena el teniente de corbeta Roberto Bravo. Un “personaje siniestro”, diría el turco. Y eso era decir poco, casi nada.

“Por fin vamos a poder dormir”, se esperanzó el entrerriano Alfredo Kohon. Aquella noche de lunes, a diferencia de las anteriores, les entregaron temprano colchones y frazadas.

A las 3.30 h del martes 22 de agosto los despertaron a los gritos. “Por primera vez, abrieron todas las celdas juntas (…) nos ordenaron salir y colocarnos de espaldas a las puertas de las celdas. Nos dieron la orden de bajar la vista y poner el mentón sobre el pecho”, recordó Camps.

En minutos se desató una balacera. Las FAL apostadas en cada extremo del pasillo descargaron ráfagas contra los 19 detenidos. Algunos lograron volver a las celdas, otros cayeron muertos de inmediato. Pero la masacre no había cesado. Haidar escuchó a Bravo decir “este todavía está vivo”. Los oficiales recorrían las celdas intentado rematar su macabra obra.

Pero no pudieron. Otros efectivos llegaron al pabellón. Bravo ensayó el relato preparado: “¡Se quisieron fugar! ¡Pujadas quiso quitarle la pistola al capitán, intentó resistirse!”.

Las horas siguientes fueron de una crueldad inusitada para los sobrevivientes. De los siete que soportaron las ráfagas iniciales y los disparos posteriores, solo tres quedaron con vida. La verdadera atención médica llegó tras una interminable espera de 10 horas.

El intento de fuga, inexplicable lógicamente, se convirtió en relato oficial. En la madrugada de aquel martes, la agencia Télam difundió tres cables que fueron anulados antes de su publicación. Un testimonio imborrable de las contradicciones que asolaban el discurso del poder militar.

La censura cayó sobre el país. El Código Penal recibió un agregado con el fin de silenciar cualquier información que contradijera lo dicho por Quijada. El movimiento estudiantil salió a las calles a repudiar la masacre. La protesta se respondió con más represión. En Córdoba, una masiva asamblea terminó con 674 estudiantes detenidos. Días más tarde, la CGT provincial fue ilegalizada. En La Plata, la movilización chocó de frente con los efectivos policiales.

Decisión

Aquel lunes 21 de agosto, la Junta de Comandantes de las Fuerzas Armadas se había reunido en Casa de Gobierno. La fuga de Rawson fue el tema ineludible. La conclusión resulta evidente: ese encuentro definió ejecutar la masacre.

Pocos meses más tarde, Tomás Eloy Martínez escribirá: “De la Junta de Comandantes (…) la orden habría llegado de manera directa a las ametralladoras de Sosa y sus cuatro verdugos ayudantes”.

La matanza se planificó como un escarmiento contra las organizaciones guerrilleras. “El secreto de la operación y el intento de presentarlo como un crimen en defensa propia habría sido lo que permitió (…) que sobrevivieran Camps, Haidar y María Antonia Berger, puesto que los verdugos (…) no pudieron completar el remate”, completaba el autor de La novela de Perón.

En la edición de 1988 de Trelew, la patria fusilada, Eduardo Luis Duhalde escribió que aquella masacre fue “la piedra fundacional del terrorismo de Estado”. El funcionamiento de la maquinaria estatal presenta, sin lugar a dudas, grandes similitudes.

Entre aquellas dos fechas median, sin embargo, los años del tercer gobierno peronista. Años signados por el accionar de la Triple A y otros (muchos) grupos para-estatales. Años de Pacto Social y represión violenta. Durante aquel trienio, la clase dominante no suspendió su labor asesina. Solo apeló a otras herramientas.

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Ya van a ver…

Desde fines de 1972 se desarrolló la campaña electoral que culminó en el triunfo de Cámpora. En aquellos meses, una y otra vez, (decenas de) miles de gargantas entonaron “ya van a ver, y van a ver, cuando venguemos a los muertos de Trelew”.

Sin embargo, aquella venganza quedó incompleta, inconclusa. El peronismo que retornaba al poder se convirtió en vehículo del orden burgués. El viejo líder exiliado voló desde Madrid para resguardar los intereses de la clase dominante. La amenaza al poder social del empresariado era la poderosa insurgencia obrera y popular que recorría el país desde mayo de 1969.

Aquella insurgencia solo pudo ser derrotada por el golpe genocida de Videla y cía. Las organizaciones revolucionarias que actuaron en el período -fuera su estrategia guerrillera o no- se demostraron completamente impotentes para derrotar a la clase dominante.

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La venganza por los asesinados y asesinadas de Trelew sigue esperando. Construir un partido revolucionario de la clase trabajadora, capaz de vencer en los momentos de aguda lucha de clases, es parte de prepararla.

Ya van a ver….


Los fusilados en Trelew

Alejandro Ulla (PRT-ERP)
Alfredo Kohon (FAR)
Ana María Villarreal de Santucho (PRT-ERP)
Carlos Alberto del Rey (PRT-ERP)
Carlos Astudillo (FAR)
Clarisa Lea Place (PRT-ERP)
Eduardo Capello (PRT-ERP)
Humberto Suárez (PRT-ERP)
Humberto Toschi (PRT-ERP)
José Ricardo Mena (PRT-ERP)
María Angélica Sabelli (FAR)
Mariano Pujadas (Montoneros)
Mario Emilio Delfino (PRT-ERP)
Miguel Ángel Polti (PRT-ERP)
Rubén Pedro Bonnet (PRT-ERP)
Susana Lesgart (Montoneros)


Fuentes

  •  Trelew. La patria fusilada. Paco Urondo. Editorial Contrapunto. 1988.
  •  La pasión según Trelew. Tomás Eloy Martínez. Editorial Planeta. 1997.
  •  Clarín. El gran diario argentino. Martín Sivak. Planeta. 2013.
  • Eduardo Castilla

    Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.

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