Tercera entrega de una serie de notas donde se abordan las principales ideas y la estrategia política del norte-americano Murray Bookchin.
En una nota anterior tratamos los debates en torno a la municipalización económica. En esta oca-sión, abordamos el concepto de “poder dual” que usa Bookchin y el manejo que hace de la idea de un Estado que aparece “vaciado” y de los aparatos de la hegemonía burguesa, y las consecuencias que tiene esta visión para una estrategia que se supone aspira a “crear situaciones revolucionarias”.
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El “Poder dual” y la vuelta a una estrategia de desgaste
Bookchin toma el concepto de León Trotsky de “dualidad de poderes”, para caracterizar su municipalismo libertario, pero deforma totalmente su contenido. A pesar de la crítica correcta a Foucault por condenar todo tipo de poderes, cuando el «problema del poder no es si existe o no sino quién lo tiene», el nacimiento de este “poder dual” sería producto de un hecho consumado más que de una situación revolucionaria. Una perspectiva que parte siempre de una concepción evolutiva y pacífica de los procesos sociales, donde los reflujos y ascensos de la interacción de fuerzas opuestas quedan totalmente omitidos porque, como vimos, para Bookchin la clase obrera desaparece parcialmente y el capitalismo es capaz de regular sus crisis económicas.
Al contrario de Bookchin, Trotsky parte de la lucha de clases y las crisis del capitalismo como fundamento de este concepto.
“El régimen de dualidad de poderes sólo surge allí donde chocan de modo irreconciliable las dos clases; solo puede darse, por tanto, en épocas revolucionarias, y constituye, además, uno de sus rasgos fundamentales”.
Los otros fundamentos claves son que esta dualidad no solo presupone sino que, en general, “excluye la división del poder en dos segmentos”. La ruptura de poderes, contra toda lógica institucionalizadora, “no es un hecho constitucional, sino revolucionario”. Ya que surge allí donde “las clases adversas se apoyan ya en organización substancialmente incompatibles entre sí y que a cada paso se eliminan mutuamente”. Pero sin quedarse aquí, y contra todo formalismo, Trotsky planteara que otro elemento clave de esta concepción de la dualidad de poderes, es que “la parte de poder correspondiente a cada una de las dos clases combatientes responde a la proporción de fuerzas sociales y al curso de la lucha”.
Bookchin y Biehl deformarán burdamente este concepto de Trotsky para borrarle todo perfil revolucionario. Para los autores:
“el poder, sin embargo, no puede obtenerse soñando despiertos ni por medio de rituales, ni siquiera a través de acciones directas cuyo objetivo está limitado simplemente a protestar. Se puede conseguir una sensación placentera con tales prácticas […] pero seguro que no se obtendrá poder social o político real”.
Es decir, Bookchin descarta totalmente que el poder se obtenga por la lucha y la movilización revolucionaria, ya que lo único que produce la acción directa sería una “sensación placentera” [1] y nada más. A diferencia de Trotsky, que mide la parte de poder precisamente en la “proporción de fuerzas sociales y al curso de la lucha”, para Bookchin (que paradójicamente desdeña esta “proporción de fuerzas sociales” incluso para sus propias “asambleas ciudadanas” [2]) planteará que “no hay forma más elevada que la autodeterminación”, es decir, la “autoadministración de una comunidad” como la “forma más alta de acción directa”. Demostrando que más allá de la “fraseología revolucionaria” la lógica de Bookchin no es otra que la de la pura gestión municipal.
En el municipalismo el concepto de “poder dual” lejos de excluir “la división del poder en dos segmentos” la convertirá en la clave de su estrategia. La dinámica del poder dual se desarrollaría adentro del Estado burgués. Se trataría de “con el tiempo, lograr el poder suficiente como para constituir un poder dual que, al final, podría reivindicar el poder completo para el pueblo”. Lo más importante para el movimiento libertario sería desarrollar esta dinámica reformista para que “las asambleas de ciudadanos tengan, si no todo, cada vez más poder legislativo”. Será muy significativo que como ejemplo de esta dinámica de un supuesto “poder dual” Bookchin haga referencia a la ridícula “Asamblea de Planificación de Barrio” que levantó en Burlington (Vertmon) nada menos que el mismísimo Bernie Sanders, cuando fue alcalde de esa ciudad. El tildado “demócrata liberal” que se hizo famoso en EEUU por hablar de “socialismo” y presentarse como alternativa a Hillary Clinton en las internas del Partido Demócrata. Pero que, como ya hizo durante toda su carrera política desde que fue senador, acabó dando su apoyo nada menos que al actual presidente de EEUU, Joe Biden. Un ejemplo muy significativo no solo para entender a qué se refiere con “poder dual” sino para ver que su concepción termina en una adaptación brutal al régimen burgués y la edulcoración de partidos burgueses y liberales. Una consecuencia lógica de su estrategia.
La idea de ganar “cada vez más poder legislativo” en los marcos del Estado burgués (cuyo poder ejecutivo no se pone en cuestión) muestra que la lógica “dual” del municipalismo en realidad trata de perpetuar la esencia del parlamentarismo burgués. En ese sentido la crítica de Bookchin a Marx lleva a una concepción parlamentarista del municipalismo.
Mientras Trotsky va a considerar la democracia revolucionaria no como “un acto constitucional sino revolucionario”, es decir como una exterioridad al estado burgués, debido a que se debe a “organizaciones substancialmente incompatibles entre sí” que genera la lucha entre “clases adversas”, Bookchin por el contrario dirá que la “institucionalización es crucial”, haciendo una autentica deformación del concepto de “dualidad de poderes”. Si para Trotsky la relación de poderes antagónicos se mide por los volúmenes de fuerza en el curso de esta lucha, Bookchin, a la inversa, está planteando que la forma más elevada de la “acción directa” no es el combate sino la “autoadministración” municipal. Es decir, además de no importarle absolutamente nada la organización de las masas en lucha lo que plantea es que la consecuencia lógica no es otra que la “institucionalización crucial” de toda protesta o movimiento revolucionario. Es decir, la cooptación de toda protesta en los marcos del estado, convirtiendo el “poder dual” en una mera lucha por conquistar más espacios (“cada vez más poder legislativo”) del estado burgués.
Por un lado, el municipalismo considera los Estados burgueses a nivel local el terreno neutral para la lucha contra el estado burgués. En este sentido, el municipalismo trataría de “reanimar las posibilidades latentes de los gobiernos locales”. Por otro lado, como la acción directa de la masas no es la clave en su concepción del “poder dual”, la traducción política de esta estrategia es la del puro electoralismo. Como el ayuntamiento tiene una legitimidad democrática, se produce un círculo perverso en el que además de bloquear la lucha de clases, da más fundamentos para practicar un electoralismo que además refuerza la legitimidad [3] del estado burgués.
Bookchin, entre lo peor del reformismo de Kautsky y la institucionalización de Hilferding
No sorprende que en el capítulo del libro donde Biehl y Bookchin abordan el “poder dual”, los distintos apartados donde plantean la idea de “fomentar la tensión” con el Estado burgués, no tengan nada que ver con la lucha de clases, sino con cómo presentar candidatos a las elecciones municipales y alcaldes. Biehl y Bookchin explicarán cómo se tiene que plantear en concreto el problema:
“Cuando los municipalistas libertarios reclamen a los gobiernos municipales existentes que entreguen sus poderes a las asambleas de ciudadanos, es muy poco probable que éstos accedan. Los municipalistas libertarios lo que deberían hacer entonces, en consecuencia, es presentarse como candidatos a los cargos locales electivos, con el objetivo de cambiar al final la carta municipal y crear asambleas de ciudadanos con plenos poderes a expensas del Estado”.
A primera vista la lógica de Bookchin parece una bravuconada para justificar su estrategia electoralista. Pero la realidad es que, si en épocas de paz social se puede enmascarar su electoralismo, durante los procesos revolucionarios esta lógica es tremendamente reaccionaria. En distintos momentos Bookchin y Biehl plantearán que estas confusas “asambleas ciudadanas” que reivindican tienen su analogía en los organismos de la Comuna de París, los Soviets rusos, los Räte alemanes o los Comités obreros de la revolución española.
Ahora bien, lo que el municipalismo está planteando es que al calor de un proceso revolucionario de autoorganización, donde los Consejos, “reclaman” el poder político, si la burguesía no acepta entregar pacíficamente sus poderes, en vez de tomar el poder hay que paralizar la lucha, y aconsejar a los obreros que se presenten a las elecciones de la democracia burguesa. Es decir, lo que está planteando abiertamente el Municipalismo libertario es una auténtica capitulación negociada con la burguesía y su Estado, ni más ni menos, que cuando los consejos “reclaman” el poder político.
Con todo lo anterior, se puede ver que el municipalismo no inventa nada nuevo, y con un discurso izquierdista, oscila entre las estrategias de reforma e institucionalización en las que osciló la socialdemocracia alemana en el Siglo XX.
La idea de institucionalizar el sistema de consejos dentro de la democracia representativa burguesa, fue una vieja idea de Hilferding que fue uno de los dirigentes del Partido Socialdemócrata Independiente que durante la revolución obrera de Alemania de 1919. Este proponía darles rango constitucional a los consejos de obreros y soldados integrándolos en la República de Weimar, para combinar “la dictadura proletaria con la dictadura de la burguesía bajo el signo de la constitución” como le criticará Lenin. De hecho, como veremos luego, esta teoría del “estado combinado” de Hilferding en la actualidad, encaja muy bien con la “Democracia Participativa” impulsada por el PT de Lula en Brasil (y también defendida por algunas corrientes del trotskismo [4]. El objetivo de la socialdemocracia alemana era evitar que los consejos alemanes, tal como pasó en Rusia con los bolcheviques con mayoría en los soviets, desarrollasen una perspectiva que fuera irreconciliable con el Estado burgués, que fue sustituido por el poder de los soviets. Sin embargo, basta ver la experiencia posterior de la República de Weimar con la subida de Hitler al poder para darse cuenta de los resultados y el fracaso de esa política que propone copiar en el fondo el Municipalismo libertario. La socialdemocracia a pesar de su fuerza fue el elemento clave para encorsetar las tendencias a la autoorganización de las masas y preparar el desvío reaccionario e institucional de la revolución.
Como hemos visto hasta ahora, el municipalismo libertario se propondría una “estrategia de desgaste” como ya practicó la socialdemocracia alemana con Kautsky y Bernstein a la cabeza, en la que el objetivo sería ir conquistando posiciones en el parlamento nacional y municipal para en un futuro, “a largo plazo”, conquistar el poder por una mayoría parlamentaria pero sin acabar de destruirlo. De esa manera las distintas luchas estaban centradas no en abrir la posibilidad de “crear situaciones revolucionarias” contra el Estado sino en conquistar posiciones dentro de las instituciones de la democracia burguesa. Lo que le llevó a la degeneración y la sumisión a la burguesía alemana y sus agentes sociales, cuya consecuencia fue el apoyo a la mayor carnicería de los pueblos con la Primera Guerra Mundial y después garantizando el desvío institucional de la revolución de 1919.
En un sentido, Bookchin se propone esta misma estrategia de desgaste “a largo plazo” pero prefiriendo conquistar los parlamentos municipales antes que los nacionales. Lo cual es prácticamente lo mismo y la única diferencia está en que Bookchin quiere conquistar la mayoría parlamentaria desde cada municipio y luego unirlo, y Kautsky prefería optar directamente por la unidad que ofrecía el parlamento nacional. Aun así, con la gran desventaja de que si Kautsky lo hacía apoyándose en la clase obrera y sus organizaciones, Bookchin lo hace desde un ficticio ciudadano.
Sobre el estado “vaciado”, la clase obrera y los aparatos de la hegemonía burguesa
Como veíamos, el municipalismo es un programa para democratizar progresivamente el Estado burgués apoyándose en las asambleas y en los municipios, para descentralizar las instituciones políticas burguesas y la economía: “más a largo plazo, cuando el movimiento para el cambio crezca, más y más municipalidades se democratizarán por sí mismas y formaran confederaciones”. Una estrategia pensada para situaciones de paz social, cuando en verdad las grandes transformaciones sociales se dan históricamente en situaciones de gran conflictividad y lucha de clases. Sin embargo, para Bookchin, el conflicto surgirá después, cuando “a la larga, al llegar a cierto punto, cuando un número considerable de municipalidades hayan sido democratizadas y confederadas, su poder compartido constituirá una amenaza para el Estado”.
En ese sentido, el hecho de que Bookchin piense que, a diferencia de la concepción original de Trotsky, el doble poder puede suponer una situación “a largo plazo” (cuando “más y más municipalidades se democratizaran”) es un reconocimiento a que su programa político está lo suficientemente domesticado para que no sea cuestionado por el Estado burgués. La experiencia histórica demuestra que estas estrategias autonomistas que se proponen “liberar espacios” dentro de los marcos del capitalismo han sido incapaces de derrotar al estado burgués (porque o bien han sido aplastadas o bien han sido cooptadas por este). El handicap del municipalismo será que incuba los dos problemas de una estrategia tanto localista como institucionalizadora.
Ahora bien, como vimos más arriba, para Bookchin el conflicto con el Estado no es el punto de partida, sino que será una reacción posterior del Estado burgués. En esta situación Bookchin acaba reconociendo que no sabía “adonde conducirá dicho enfrentamiento” y que había que abrir “una amplia puerta de improvisación de ‘estrategias’”, lo que suponía dejar en el aire la destrucción del estado burgués y la adaptación a todo tipo de desvíos institucionales.
Después agrega que habría que tomar medidas, y lanza la idea de construir milicias ciudadanas armadas. Aunque nunca con la idea de destruir abiertamente el estado burgués. Nos dice Bookchin:
“La estructura de poder existente difícilmente tolerará […] una ciudadanía con poder y una economía municipalizada […] el movimiento se encontrará a merced del Estado si fracasa en la creación de una guardia ciudadana para proteger y defender el poder popular concreto que haya podido encarnar […] Esta milicia ciudadana estaría bajo el estricto control de las asambleas ciudadanas. Sería en sí misma una institución democrática, con oficiales elegidos”.
Aquí Bookchin reivindicará la tradición del “movimiento socialista internacional que reconocía la necesidad de armar al pueblo”. Para los autores “ninguna posición radical coherente hoy día puede renunciar a la exigencia de un pueblo armada sin con ello, en realidad, hacer posible la continuidad de la existencia del Estado”. En realidad, dentro del zigzagueante eclecticismo de Bookchin, este rescate de la tradición socialista y anarquista será el punto más progresivo (por no decir el único) respecto a la izquierda reformista (incluso anticapitalista), que en muchos casos pide ridículamente la depuración de las fuerzas armadas y policiales.
Ahora bien, aunque esta idea pareciera romper con el “pacifismo” socialdemócrata, en realidad no lo hace, porque la batalla prácticamente estaría ganada de antemano por el “vaciamiento” de las instituciones burguesas, haciendo inocuo o absurdo todo “enfrentamiento” y, de esta manera, la propia consigna de milicias armadas. Así lo señala:
“más pronto que tarde, se tendrá que dilucidar, muy probablemente en un enfrentamiento, la cuestión de quién tendrá el poder: las confederaciones municipales o el Estado […] En último término, las confederaciones intentaran probablemente de forma militante sustituir al Estado con sus propias estructuras. En ese momento, es de esperar que el movimiento municipalista libertario haya ‘vaciado’ institucionalmente el propio poder del Estado, atrayendo a una mayoría de la gente a sus nuevas estructuras municipales y confederales. Si la autoridad del Estado puede ser desligitimada a los ojos de la mayor parte de la gente, entonces podrá ser eliminada, en el mejor de los casos, con un mínimo de dificultades.
En 1789 en París, y en San Petersburgo en febrero de 1917, la autoridad del Estado se derrumbó ante una confrontación revolucionaria. Tan desnudas de poder estaban aparentemente todopoderosas monarquías rusa y francesa que simplemente se desmoronaron cuando fueron desafiadas por los revolucionarios. Resulto crucial, en ambos casos, que el ejército –comúnmente soldados de reemplazo – se pasara al movimiento revolucionario”.
Llegados aquí, entramos en varios de los puntos cardinales de la estrategia: el concepto de Estado “vaciado”, y el problema de las “milicias ciudadanas”. Dos conceptos que se interrelacionan.
Aunque el debate sobre las “milicias ciudadanas” lo abordaremos después, adelantaremos que, como discutíamos antes, el problema estratégico de Bookchin es que es incapaz de generar las condiciones ni para “crear situaciones revolucionarias” ni tampoco para desarrollar las milicias armadas. Y aun cuando se dé algo así como unas “milicias ciudadanas”, el problema que nos encontraremos en el marco de la discusión de cómo enfrentar al estado, es que estas milicias no solo carecen de límites de clase, sino que en los hechos están “a expensas del estado” burgués, igual que las “asambleas ciudadanas”.
Pasando a la discusión sobre esta idea de un Estado que ha sido “vaciado” lo cierto es que será necesario atraer “a una mayoría de la gente a sus nuevas estructuras” para “sustituir al Estado con sus propias estructuras”. Pero estas dos tareas son imposibles sin luchar contra la hegemonía política de la burguesía que permita que la “autoridad del Estado pueda ser desligitimada”. Ahora bien, contra la visión mistificada y reformista de Bookchin, la realidad es que aunque haya “una mayoría de la gente a sus nuevas estructuras” no es automático que vaya a “sustituir al estado” por ellas. Precisamente, como demostró el ejemplo de la Revolución Rusa, y que luego desarrollaremos, esta “sustitución” no es posible sin una lucha despiadada contra la hegemonía burguesa justamente dentro de las “nuevas estructuras”. Hegemonía que se expresa gracias al rol de los partidos reformistas y la burocracia sindical.
Lo que no llega a entender Bookchin es que no es posible luchar contra el Estado, ni siquiera pensar en desligitimar su autoridad, sin la lucha contra los aparatos de la hegemonía burguesa que permiten que el Estado no se “vacíe”. Y aquí existe un problema de primer orden. Como Bookchin liquida el único sujeto político que puede jugar un rol articulador y hegemónico de las mayorías sociales en contra del Estado, no puede dar lugar ni a situaciones revolucionarias que cortocircuiten el Estado, ni tampoco a “nuevas estructuras” institucionales (soviets, comités, consejos) que atraigan a nueva mayoría social. Sin la clase obrera no es posible articular tal respuesta. Y menos aún sin una política independiente del estado burgués, que el municipalismo es incapaz de plantear.
Para empezar, contra la optimista visión de Biehl y Bookchin de un Estado que se vacía, tenemos que decir que, en primer lugar, el estado burgués nunca queda “vaciado”. Por un lado, porque la burguesía nunca pierde la hegemonía política del todo, más bien sufre una disgregación [5].
Y por otro lado, porque el Estado se basa en un ejército, policía y aparatos burocráticos y judiciales con carácter de clase burgués que no va a ceder pacíficamente ante los ataques a los intereses de la burguesía y que en momentos determinados se hace con el apoyo de un sector de las clases medias y organiza bandas paramilitares [6]. En realidad, la lógica de un Estado que se va “vaciando” esconde la lógica de ir arrebatando espacios al Estado “a largo plazo”. Una manera de pensar que no está lejos de plantear que a la larga es posible un paso pacífico en el camino a una sociedad de transición. Y en ese sentido, por muchas “milicias ciudadanas” que se proclamen en el fondo lo que se está diciendo es que el enfrentamiento se hace totalmente innecesario. ¿Para qué unas milicias frente a un estado que ha sido “vaciado”?
En segundo lugar, la democracia representativa, precisamente es el “principal cerrojo ideológico” en el que se apoya el capitalismo para ocultar su poder económico recreando la falsa imagen de que las masas eligen su propio “autogobierno” (y aún más en relación con la democracia municipal), y con ello la burguesía juega y maniobra con las honestas ilusiones democráticas de las masas, mientras las retacea, permitiéndole a la burguesía evitar que el Estado quede “vaciado”. Es por eso que sin una lucha despiadada contra las direcciones tradicionales de la clase obrera y las direcciones reformistas de los sectores intermedios y de la pequeña burguesía oprimida no es posible luchar contra la hegemonía burguesa y menos pensar en una alianza entre los sectores populares.
Y en tercer lugar, el moderno Estado capitalista, no espera pasivamente el acuerdo con su régimen, sino que lo organiza por medio de la estatización de las organizaciones de masas, de partidos del régimen y el desarrollo de burocracias en el movimiento obrero y los movimientos sociales. Las ilusiones en la democracia burguesa no operan en el vacío, se encarnan en estas “fuerzas materiales” en el interior de las clases con partidos reformistas o con la burocracia sindical y política, que ayudan a recrear esta ilusión a la vez que fragmentan a la clase obrera, para que no sea capaz de atraer y articular en torno a él a los sectores en lucha, con los que crear “nuevas estructuras”.
Entre otras cosas, son estos tres niveles precisamente de los que se vale el capitalismo para frenar cualquier intento de “crear situaciones revolucionarias”, y evitar que un nuevo poder constituyente emerja contra la dictadura del capital. Como Bookchin piensa que el estado se vacía a largo plazo, su estrategia no solo es ciega ante estos bloqueos, sino que el municipalismo se muestra consustancial a ellos.
Entre los factores que hemos mencionada, el rol de la burocracia sindical es fundamental para que el Estado burgués no actúe en el “vacío”. Pero claro, si para Bookchin la lucha de clases no es determinante ¿por qué debería serlo la burocracia sindical? Sin embargo, la realidad es que sin los métodos de lucha de la clase obrera, que es la única clase que pueden paralizar los centros neurálgicos de la economía capitalista mediante el método de la huelga general política, no es posible cortocircuitar el funcionamiento del Estado y dar libertad de acción a las masas. Que permita abrir verdaderamente en los hechos y no en las palabras “una situación revolucionaria”, que se ponga a la orden del día a quién pertenece el poder.
Esta burocracia bloquea este potencial estratégico de la clase obrera ayudando a fragmentarla por medio de su división en todo tipo de categorías artificiales y creando trabajadores de primera y de segunda, incluidas las divisiones raciales y de género. Además, al mismo tiempo que la divide, recluye a la clase obrera a “sus asuntos económicos” y corporativos (que Bookchin no denuncia) y no sin ayuda de la burocracia política de los movimientos sociales. Que hace que la clase obrera aparezca en los movimientos populares en forma de una “ciudadanía” atomizada. De esta forma la burocracia impide por todos los medios que una clase obrera unificada haga suya las demandas del resto de oprimidos y movimientos sociales y permita imponer una salida a la mismas, desplegando sus métodos de combate contra el capitalismo.
Es esta alianza hegemonizada por el proletariado precisamente la única manera de atraer a la “mayoría de la gente a sus nuevas estructuras”. Estas “nuevas estructuras” que suelden esta alianza no serán los ayuntamientos ni las asambleas del estado, sino los soviets que, como veremos después, no solo permitirán unificar a la clase obrera que ha sido fragmentada sino también a sus aliados. En ese sentido, sin acabar con la fragmentación que impone la burocracia sindical, es decir, sin luchar por el frente único obrero, no solo es imposible desarrollar “situaciones revolucionarias” sino que tampoco puede emerger una democracia revolucionaria (soviets, comités, consejos) para destruir y luego “sustituir” al estado burgués. De ahí la importancia estratégica que tiene la formación de organismos obreros, comités, coordinadoras, consejos, soviets u organismos que no solo unifiquen a las diversas capas obreras, sino que sea un polo de unidad con las clases medias populares.
Frente a la reivindicación confusa de Bookchin de una “democracia ciudadana”, en una próxima entrega seguiremos abordando el debate sobre la dualidad de poderes e intentaremos demostrar la ventaja geo-social que poseen los soviets no solo para unificar a los oprimidos, sino también para levantar las instituciones que podrán sustituir al estado burgués. También repasaremos algunos ejemplos históricos basados en distintas experiencias revolucionarias.
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