Continuamos la serie de notas dedicadas a polemizar con el pensamiento de Murray Bookchin.
A lo largo de distintas notas venimos abordando de forma crítica y extensa los elementos fundamentales del “municipalismo libertario”, también llamado “confederalismo democrático”, que en general tienen como principales pensadores a Murray Bookchin y su compañera Janet Biehl. Para situar al lector, en nuestra última nota tratamos de demostrar la ventaja geo-social que tienen los soviets o consejos obreros frente al institucionalismo burgués de la democracia municipal. No sólo para unificar a los oprimidos por el capitalismo, sino como estructuras realmente nuevas que pueden sustituir al estado burgués. En esta ocasión, abordaremos la deformación que nuevamente hacen Bookchin y Biehl de León Trotsky del que toman su “Programa de Transición” para pensar el programa político del municipalismo. Un programa con el que pensará después la participación electoral de su partido verde en EEUU en los años ’90.
El “programa de transición” de Bookchin
Al igual que el concepto de “dualidad de poderes”, Bookchin reconoce que vuelve a agarrar otro elemento del pensamiento de León Trotsky. En esta ocasión será la idea de levantar un “Programa de Transición”. Pero como ya pasó con el anterior, Bookchin lo deformará para convertirlo en un puro programa de reformas, quitándole todo filo revolucionario. Si para Trotsky el objetivo de las demandas transicionales estaba ligado a la meta muy concreta de “la conquista del poder por el proletariado para realizar la expropiación de la burguesía”, en Bookchin el programa de transición liga “por encima de todo, la democratización radical del gobierno municipal”. Es decir, como ya demostramos en diversos artículos, ni la destrucción del estado burgués ni la expropiación anticapitalista sería parte del objetivo de su programa. Lo cual, desde el punto de vista del partido a construir viene a ser determinante porque abre la puerta a todo tipo de coaliciones con los partidos de la burguesía y a la degeneración política, como inevitablemente le ocurrió a las coaliciones verdes de Europa, aunque Bookchin trata de diferenciarse. Por otro lado, el “programa de transición” que plantea no tiene sentido alguno porque si el elaborado por León Trotsky precisamente es un programa diseñado para el desarrollo de la conciencia y organización de la clase obrera, este sujeto, en la estrategia de Bookchin esta liquidado de la política. Además, como el objetivo es la “democratización de la república”, esto tendrá consecuencias en el programa, que no tiene nada que ver con las medidas parciales revolucionarias que adopte una sociedad en transición.
Bookchin, aunque lo niegue, hace una confusa reivindicación de la división del programa mínimo y el programa máximo [1] (propia de la socialdemocracia alemana) y como si no estuviera contrapuesto a una lógica transicional. Y al mismo tiempo reivindica unas consignas supuestamente transicionales que lejos de cuestionar los negocios de la burguesía lo que hacen es socialdemocratizar las demandas transicionales. Sólo hay que ver el ejemplo del programa electoral de “Los Verdes de Burlington” que elabora Bookchin para presentarse a las elecciones municipales, para entender a que se refieren con un “programa transicional”.
Además de exigir de forma absurda y abstracta una “economía ética” y unos “ingresos” y “viviendas dignas” y la “constitución de una Comisión Medioambiental”, lo que propondrán será la creación de una “banco de la comunidad, controlado municipalmente”, el cambio “de la estructura impositiva”, la “compra de tierras libres para jardines”, y la “creación de cooperativas controladas municipalmente”. Este será el programa “transicional” de los libertarios reformistas de Burlington que además de no tocar los negocios de la banca, tampoco cuestiona la propiedad de las grandes empresas químicas de la región. [2] Para Bookchin como ejemplo de demanda de “transición, la plataforma [electoral] podría reclamar al ayuntamiento la creación de empresas municipales que, al crecer, pudieran sustituir la economía de mercado”. Es decir, además de reclamar al ayuntamiento este programa en lugar de imponerlo con la lucha y bajo control obrero y vecinal, lo que plantea ni siquiera es una municipalización burguesa de alguna empresa privada o privatizada, sino simplemente la creación de nuevas, obviamente a cargo de ese ayuntamiento.
Al contrario de Bookchin, la lógica transicional de Trotsky trataba de intervenir en el movimiento real de la lucha de clases con un programa que buscaba ligar las necesidades inmediatas que movilizaban (y que podían desarrollar el frente único de masas) tanto a las demandas transicionales (control obrero, escala móvil de salarios, expropiación de ciertos grupos capitalistas, etc..) como a las consignas organizacionales relacionadas con el desarrollo de la democracia obrera (comités de fábrica, soviets, comités de autodefensa o milicias obreras, etc..). El objetivo era construir un poder desde la autoorganización de la clase trabajadora junto al pueblo pobre para derrocar la democracia burguesa cuya crisis ya no puede ser solucionada por simples reformas como pretendía la socialdemocracia sino por medidas parciales ya revolucionarias.
Se trataba de ligarlo a un sistema de reivindicaciones transitorias que al contrario de Bookchin, estaba ligado a levantar órganos de lucha de la clase obrera que combatiesen a la burocracia sindical en las empresas, y que permitieran transformar sus ilusiones reformistas y pacifistas con un programa que cargase la crisis y las medidas sociales sobre la espalda de la burguesía. Para así atraer la simpatía de las clases medias explotadas en lucha contra sus direcciones tradicionales, abriendo el campo para una alianza revolucionaria como en germen se podía haber dado en Portugal y la Revolución española. Un programa que, con la agudización de la lucha de clases y la reacción de la burguesía por medio de la represión, y la creación de bandas paramilitares y fascistas, iba a servir para la defensa, pero también para preparar las condiciones para pasar a la ofensiva.
“Las lecciones de un siglo de actividad izquierdista, pues, apuntan a la conclusión de que ni el parlamentarismo ni los movimientos por un tema concreto pueden cambiar esencialmente la sociedad […] Cualquier movimiento político actual que se presente a sí mismo como un desafío al capitalismo y al Estado-nación debe estar estructurado institucionalmente alrededor de la restauración del poder a las municipalidades, es decir, a su democratización, radicalización y confederación”.
Ciertamente el parlamentarismo no es una alternativa porque su propia naturaleza abandona el terreno de la lucha, y tampoco el simple movimientismo o sindicalismo (que se sostienen en la ilusión de “lo social”) pueden ser un “desafío al capitalismo”, porque ignoran la lucha política contra el Estado burgués, dejando el terreno libre a todo tipo de maniobras y desvíos institucionales de los aparatos hegemónicos de la burguesía. Ahora bien, el municipalismo lejos de ofrecer una alternativa como explicamos más arriba no solo se niega a pensar la política dentro de la lucha de clases, sino que no entiende que existe una relación de los movimientos concretos de las masas (las necesidades inmediatas) y su lucha con el desarrollo de las instituciones de frente único que permitan el nacimiento de soviets o consejos, con los que destruir y sustituir el estado burgués. Para Bookchin esta relación entre lo social y lo político es un secreto guardado bajo siete llaves.
El resultado de esto es que a Bookchin y Biehl no le importan absolutamente nada las demandas de las masas. En realidad, su programa, que simplemente se limita a buscar una democratización municipal y a ignorar el conjunto del Estado, acaba conviviendo con el régimen burgués de conjunto. Una lógica que no se aleja mucho del movimientismo. Una visión que, por poner un ejemplo, se vuelve aún más reaccionaria cuando el movimiento de masas clama por derribar los regímenes y mantienen ilusiones honestas en hacer imponer su peso numérico a través de una lucha progresiva por una “democracia más generosa”. Pero, igualmente, incluso en los momentos de paz social la apuesta por la simple democratización municipal conlleva la convivencia, por ejemplo, con el resto de instituciones antidemocráticas como las monarquías constitucionales o los senados y regímenes bonapartistas. Desde ese punto de vista, si hubiera movimientos de masas que exigieran, por ejemplo, por una Asamblea Constituyente soberana (que es la forma más democrática que han dado lugar las revoluciones burguesas), son para el municipalismo una política que habría que censurar por el hecho de que originaría otro “estado-nación” por encima del municipio burgués. Lo mismo pasaría con los movimientos democráticos por la autodeterminación, que por su propia naturaleza buscan el derecho a constituir sus propios “estado-nación”.
De esa forma, Bookchin no sólo acaba ubicándose al lado del régimen político del momento (ya sean dictaduras o democracias) sino renunciando a establecer un dialogo con las demandas democráticas del movimiento de masas. A Bookchin y Biehl no les cabe en la cabeza que son precisamente las “necesidades inmediatas” de las masas las que impulsan muchas veces la fuerza vital de estas demandas contra la opresión económica y política del estado burgués. Precisamente crean las condiciones para pensar una articulación estratégica que permita desarrollar un frente único de masas que sea el germen de los embriones de democracia directa que puedan tumbar los regímenes políticos y abran situaciones revolucionarias. Donde ellos ven un muro, la lógica transicional que plantea Trotsky permite establecer un puente entre los movimientos concretos de lucha y la necesidad de la “conquista del poder por el proletariado para realizar la expropiación”.
Otro ejemplo demostrativo de la impotente política municipal, es que es incapaz de ofrecer una alternativa al imperialismo occidental que utiliza demagógicamente “los beneficios de la sociedad democrática” con los cuales subyuga a los países semicoloniales poniendo a gobiernos títere con la máscara de la “democracia” mientras expolia sus recursos naturales. Bookchin no tendría “remordimientos por ir a sitios sin tradiciones democráticas, ni ideológicas ni institucionales, y tratar de convencerles de los beneficios de una genuina sociedad democrática”. Una política que lejos de enfrentar la demagogia del imperialismo, vería en la “república” imperialista un mal menor a través del cual poder desarrollar posteriormente su democratización, como ya proponen en su país de origen los autores del municipalismo libertario. Los procesos revolucionarios de la Primaveras Árabe, por ejemplo en Siria, demuestra que la política de PKK en el Kurdistán sirio de levantar el Confederalismo Democrático, no sólo llevó a Öcalan a renunciar a la autodeterminación para los kurdos, sino al sectarismo con el levantamiento de masas contra el régimen de Bashar al-Ásad en Siria, que tuvo como consecuencia no sólo la convivencia pacífica con el Estado sirio con el que compartía poder el Confederalismo “democrático”, sino que tras la llegada de las bandas extremistas de derecha del ISIS, como era de esperar, se ubicó del lado “de los beneficios de la sociedad democrática” del mismísimo EEUU (verdadero responsable de la opresión política y económica de la región) con los que se alió políticamente para “derrotar” al “mal menor” del ISIS. Esa sería un ejemplo de cómo toma forma real la idea del municipalismo libertario.
Un ejemplo de dialogo: el programa democrático radical y su articulación “transicional” con la democracia obrera
Pero al igual que los movimientos democráticos y de liberación nacional, pasaría lo mismo con el movimiento feminista, antirracista, o ecologista, donde la lógica de Bookchin no ofrece un puente para acabar con el estado burgués. En este sentido, por ejemplo, en el caso de las demandas democráticas, la lógica del programa de transición que planteará Trotsky establecía un dialogo mucho más complejo con las ilusiones democráticas que tenían las masas del que pudo establecer Bookchin. Ya que, a diferencia de este último, plantea una posición independiente contra las maniobras del Estado burgués y las burocracias sindicales y políticas de desviar por vía institucional y los procesos revolucionarios.
Este ejemplo de dialogo se puede ver en la propuesta de Trotsky para Francia en los años 30, cuando al plantear un programa democrático-radical de una “asamblea única” formada por diputados que “serían elegidos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes”, lo hacía considerando que la pelea por “una democracia más generosa facilitaría la lucha por el poder obrero”, es decir, un “estado obrero-campesino que arrancara el poder a los explotadores” por vía de las armas. Ya que la democracia formal, por muy radical que fuera, es impotente para destruir el estado burgués que se apoya en las fuerzas armadas.
Trotsky no pretendía crear falsas ilusiones democráticas como pretende Bookchin. Al contrario, como las masas no veían aún la importancia de la conquista del poder, la pelea por la democracia radical o por el cumplimiento de sus medidas en caso de concretarse frente a la resistencia armada del estado burgués y sus paramilitares, permitirían que las masas hicieran una experiencia con la democracia representativa burguesa que atomizaba en “ciudadanos”. Y que de esa forma, las masas vieran la necesidad de organizarse dentro de las fábricas, los talleres y las empresas para imponer las demandas sociales levantando comités, coordinadoras, etc. que dieran lugar luego a un sistema de consejos y soviets a nivel territorial y más allá de cada lugar de trabajo.
Y es que el programa democrático radical tiene su relación con la revolución, en la medida en que mantiene su “fuerza vital”, que motorizará a las masas (ayudando a desarrollar el frente único y los organismos de autodeterminación en lucha contra el Estado burgués). Ahora bien, sin esta articulación estratégica con el desarrollo del poder obrero, la deliberación de la democracia radical no sólo es puro parlamentarismo sino una pura utopía. Y, por otro lado, sin esta articulación programática para autoorganizar y armar a la clase obrera, en el caso de que la democracia de los consejos se ha vuelto la expresión de poder de las clases trabajadoras (después de su experiencia con la democracia burguesa), la consigna de democracia radical, por muy democrática que sea, pasa a ser el reducto de la contrarrevolución. Como en su momento pasó en Alemania con la República de Weimar o en Rusia con la Asamblea Constituyente, por poner algunos ejemplos, cuando fueron esgrimidas por los enemigos de los soviets o del poder obrero.
Ahora bien, y ésta es la parte clave del “programa transicional” que Trotsky plantea y que Bookchin deforma para encubrir su programa reformista: sin un partido revolucionario que pelee por este programa, insertado en la clase obrera, en los centros neurálgicos del capitalismo de las megalópolis, y en los movimientos sociales, el programa será una mera declaración de intenciones.
En la próxima y penúltima entrega, abordaremos dos elementos centrales en la obra de Bookchin. Por un lado, discutiremos acerca de su concepción sobre la construcción de un “partido municipalista” en contraposición a uno revolucionario. Y por otro lado, y ligado a lo anterior, la idea de “milicia ciudadana” o “guardia ciudadana” que plantea el municipalismo libertario para la defensa frente al Estado. Como veremos, estos dos elementos, junto a la idea de instituciones de autoorganización, serán centrales para pensar una estrategia revolucionaria, que no se contente sólo con “crear situaciones revolucionarias”, sino por terminar de destruir el estado capitalista.
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