Un relato enviado desde Córdoba por Matías Gallardo. Historias de barrio, lucha colectiva, misterio y carnaval.
Jueves 18 de febrero de 2016
Todo empezó tratando de averiguar de dónde proviene el mote "República de San Vicente". Consultando entre los vecinos llegué a la casa -y a la historia- de César Pizzini.
Con sus casi 100 años; César nació, creció y, próximamente (según sus palabras), morirá en el barrio. Vive en la calle Ramón Ocampo al 1422, justo al lado de lo que hoy es un mini-supermercado. Allí, unas pocas escaleras tras una puerta de chapa roja, te llevan hasta su modesta morada. El testimonio que obtuve de Don César es, al menos, singular.
Por esto voy a intentar contarlo tal cual salió de su boca. Probablemente, y al convertirme en un eslabón más de ese proceso de intercambio de información que algunos llaman "boca en boca", distorsione de manera no intencionada los hechos. Pido disculpas.
Eran las 18 horas del 8 de febrero de 1932. El clima del barrio estaba raro, y con “clima” no me refiero al calor. Lo que estaba fuera de lugar eran las declaraciones del intendente Ricardo Belisle. El tipo había caído en la cuenta de las ventajas económicas que podía brindar el corso, por lo que decidió mudarlo al Centro. Era una locura, los corsos eran un producto genuino del barrio. Eran un momento único y ansiado por cada uno de los habitantes de la zona para olvidar, aunque fuera por unos pocos días al año, lo miserable de sus vidas. Como consecuencia, comenzó a dar vueltas, por debajo de los oídos de las autoridades, el rumor de que la celebración no iba a mudarse del vecindario. Con el correr de las jornadas la versión fue ganando fuerza y un grupo de jóvenes se encargó de dar forma a la iniciativa. Los numerosos trascendidos desembocaron en cientos de personas apostadas en la calle San jerónimo. Estaban decididos: el corso se hacía, y se hacía en San Vicente.
Entre esa multitud congregada dispuesta a celebrar, a exorcizar de forma casi pagana sus pecados y limpiar su vida para arrancar una nueva, se encontraba César. Por aquel entonces, César era un adolescente de 14 años. Junto a su pequeño hermano Jorge, esa tarde había ido a "la San Jerónimo" a ser uno más entre la muchedumbre. Jorge, por otro lado, apenas caminaba. Con sus 4 años, No entendía mucho de lo que pasaba en esas calles, él estaba ahí por otras cosas. Dos exactamente. Primero, le encantaba ver los trajes que vestían los hombres y mujeres que bailaban como poseídos. Segundo, y por sobre todo, estaba ahí por su hermano. Jorge se había criado a la par de César, éste era su modelo. Lo admiraba, lo imitaba, y toda esta admiración la traducía en un sentimiento de querer estar todo el tiempo junto a él. Las calles, de a poco, se fueron cubriendo de personas. El trayecto entre las plazas Urquiza y Lavalle, aparecía totalmente invadido por cuerpos dispuestos a robarles territorio a los autos. De hecho, mucha de la gente importante que había acudido a las calles céntricas, iniciaba su retorno a las latitudes “SanVicentinas”. El barrio lo había logrado. Había demostrado la fuerza que se obtiene como producto de la acción colectiva y estaba enfrentando, con firmeza, a las autoridades. Sin embargo, y como siempre sucede, los de arriba, esos que tienen más poder, no iban a soportar que un par de pobres diablos les aguaran el negocio. Como resultado, el intendente mandó a que cortaran las luces de la calle. Nadie podía desobedecer. Las calles oscurecieron, pero el ingenio de la gente salió a relucir. Cada uno de los vecinos dueños de las casas cercanas, buscó la manera de proveer de iluminación a las veredas. El barrio fue adquiriendo un tinte mágico y, ahora, el carnaval era más carnaval que nunca. Pero los villanos, si se me permite llamarlos así, decidieron estar a la altura y ser peores que nunca. En ese momento -asegura César- fue cuando comenzó todo. Al destino le gusta, a veces, bajar a la tierra y disfrazarse de casualidades y así fue. El viejo cuenta que, mientras la gente iba decorando los árboles con sus pequeñas lámparas, le pareció ver algo raro. Entre las calles Solares y Diego de Torres, apareció de repente una puerta amarilla -"llamativa, brillante" (dice César y frunce el ceño como enfatizando la expresión)- que nunca había estado ahí-.
Pero eso no fue todo, la puerta tenía un vidrio oscuro y él creyó ver que alguien golpeaba desde el otro lado. Casi sin pensar se acercó a abrirla, o a tratar de ayudar. Lamentablemente, es aquí cuando entran en juego las casualidades y los villanos, Todo en ese preciso instante. De manera sorpresiva se presentó la fuerza pública. El descontento del intendente ante la desobediencia de la gente se hizo cuerpo en un gran número de agentes. La multitud pareció transformarse en una masa oscura que se movía, corría y gritaba. Surgieron los empujones, los golpes, una suerte de caos.
Mientras intentaba abrir la puerta, César tomó consciencia de que había dejado solo a su hermano, y se dio vuelta para ponerlo a salvo y correr a su casa. La desesperación se apoderó de su cuerpo, sus ojos comenzaron a mirar por todos lados, Jorge había desaparecido. Cesar atinó a correr invadido por la culpa, el miedo y una ansiedad indescriptible que no lo dejaba respirar. Entre la conmoción del momento, se llevó por delante a dos agentes. Impulsados por la agitación del ambiente, éstos respondieron con golpes sobre el cuerpo de César. Fue Tras un arranque ira que, quizá movido por esa fuerza desconocida que aparece sólo en situaciones límite, el joven logró soltarse. Ahora no sólo había perdido a su hermano, sino que tenía dos oficiales a sus espaldas.
[Audio de la nota]: “Empecé a esquivar a la gente, trataba de escaparme de los policías mientras iba mirando a cada rincón donde pudiera encontrar a Jorge. No había caso, él no estaba, es como si se lo hubiese tragado la tierra. No podía perdonármelo, el pibe me tenía una confianza ciega y yo le había fallado, lo había descuidado. Encima no podía frenarme a mirar demasiado, tenía a los dos tipos con tantas ganas de desquitarse conmigo que no me quedaba otra. Doblé en una de las calles oscuras, creo que fue Solares. Sentía a los oficiales, atrás, gritándome. Yo agaché la cabeza y corrí lo más rápido que pude. Creo que hice unas dos cuadras, entonces fue que se me apareció -a mi derecha- una calle angosta. Era como un pasaje. ¿Una calle a la derecha? sinceramente no tenía memoria de haberla visto antes pero, ante la urgencia, me pareció la única solución y doble por ahí. Estaba desesperado, si los canas me agarraban me iban a moler a palos. En la confusión de la corrida, vi una puerta abierta, entré y la trabé como pude. Era una casa extraña, como sacada de otra época. Todo oscuro, muy amplia. A las apuradas me fui moviendo para esconderme de los canas. Llegué hasta una pieza en la que sólo había una mesa y una puerta con un vidrio oscuro que parecía dar al exterior -quizá era la cocina. En ese momento algo me llamó mucho la atención. Me acerqué a mirar por una hendidura en la puerta y, del otro lado, entre la oscuridad y la gente, creí ver a Jorge. Imaginate como me puse, empecé a golpear la puerta como loco para tratar de abrirla, pero me fue imposible. Miré otra vez para afuera (el hueco me dejaba ver muy poco) y adiviné una imagen repetida: era la San Jerónimo, la gente -otra vez- estaba colgando lámparas en los árboles. Alguien se acercó a tratar de ayudarme a abrir la puerta, pero no hubo caso, estaba trabada. Después me acuerdo de un silencio. Se prendieron las luces, el vidrio se tornó translúcido y tuve una horrorosa visión: la puerta que intentaba abrir era toda de color amarilla -llamativa, brillante- y el tipo que estaba tratando de ayudar desde afuera... era yo. Atrás, mientras llegaban los primeros policías, pude ver como alguien a quien no se le distingue la cara, se llevaba a mi hermano Jorge”.
Entre unas lágrimas casi resignadas, César afirma que no recuerda nada más de esa noche. A partir de ahí “todas las imágenes se me mezclan, y no sé si son realidad o sueño” -asegura. Lo cierto es que jamás volvió a ver a Jorge, su hermano, a quien aún espera con ansias todos los carnavales. Tal vez algún día "la puerta amarilla me lo devuelva"- sostiene.
El resto de lo acontecido esa noche responde la pregunta del principio y es parte de la historia oficial (que pueden encontrar en Internet). De igual forma, la resumo: luego de que la policía encarcelara al vecino Ángel García, más de 500 personas se acercaron a la Seccional Quinta reclamando por su liberación. Nuevamente la Unión Vecinal logró su cometido. Con García libre y el corso recuperado, a modo de canto de victoria, la gente volvió a la plaza al grito de: “Viva la República de San Vicente”.
Me olvidaba, antes de salir don César me dijo: “pibe, este año espero tener suerte, el carnaval termina el 8 de febrero y también cae lunes, como aquella vez. Ah... y acordarte -gritó mientras yo cerraba la puerta- la solución nunca está a la derecha".