La crisis de los refugiados vuelve a desenmascarar el rostro más cruel y conservador de Europa. Y todo cuanto pueda describirse no deja de ser una estéril farsa de la cruda realidad.
Sábado 23 de diciembre de 2017
Miles de refugiados hacinados en improvisados campamentos sin capacidad para darles asentamiento (en el campo de Moria, en Lesbos, son 7000 personas en un espacio para apenas 1500). Las tiendas se agolpan al campo abierto o en naves industriales, y no hay lugar donde apoyar el pie. Carecen de infraestructuras que permitan abastecer de agua, higiene o comida; carecen de un espacio propio para vivir, sin abrigo que les proteja del invierno. Son prisioneros entre dos fronteras. Se dejan morir en la desesperación, completamente desposeídos de sus vidas, vendiéndola al proxenetismo del mercado negro y de la Unión Europea. El éxito de cruzar kilómetros con un par de zapatos gastados, de lograr sobrevivir a las travesías en pateras (que han dejado este año 1800 muertos), y una vez que han superado las suficientes barreras burocráticas, demostrando ser de las escasas nacionalidades a las que se ofrece asilo; ese éxito, en el mejor de los casos, es la angustia y el dolor.
Como una parodia navideña, los jefes de Estado de Europa se reunieron el pasado 14 de diciembre para decidir su destino. La tensión es patente entre los Estados miembro de la UE, y el debate ha girado en torno a la obligatoriedad de las cuotas de acogida de refugiados (por si alguien pensaba que era algo ya cerrado). Sólo Malta ha sobrepasado su objetivo en un 13%, seguidos de Finlandia e Irlanda (con un 94% y 92% de cumplimiento). Por el contrario, a principios de este mes se supo que la Unión Europea iba a juzgar a Polonia, Hungría y República Checa por negarse a admitir a los refugiados. Eslovaquia, aunque no está imputada, se ha resistido también a permitir la entrada a los refugiados y, recientemente, Austria se ha unido a esta postura, país que ya militarizó la frontera para impedir el paso de los refugiados hace un año. Estos países han ofrecido, como única "alternativa", un plan de 35 millones de euros para reforzar las fronteras de la UE y retener a los refugiados dentro de sus respectivos países, y se han mostrado inflexibles respecto a que era esta la única colaboración que ellos iban a ofrecer.
"Estamos dispuestos a contribuir con una suma considerable de dinero para defender la frontera exterior de la Unión Europea y contribuir en las acciones iniciadas por la UE en territorio de Libia", declaraba el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán.
Esto no es un problema aislado de cuatro países de corte ultraconservadora. El ex primer ministro de Polonia y actual Presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, usando como excusa el fracaso de los objetivos (inducidos, por otro lado), ha propuesto eliminar las cuotas obligatorias impuestas a los países y hacer de su acogimiento algo voluntario. Las consecuencias de esta política xenófoba y la lamentable situación que se vive en los campos no han tardado en hacerse notar y ha levantado ampollas entre los mismos refugiados, que el pasado 20 de diciembre llevaron a cabo una revuelta en el campo de Moria, en Lesbos; protesta rápidamente reprimida por las fuerzas policiales griegas y que han dejado a su paso diez heridos, entre ellos un niño y una mujer embarazada.
Por su parte, otros países, como España, no han sido tan honestos con sus intenciones y han dado excusas por no haber cumplido con su respectiva cuota. A septiembre de este año, cuando vencía el plazo de reubicación de refugiados, sólo han sido acogidos el 14% de los 17.338 refugiados. En un bochornoso acto de cinismo, el ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, ha asegurado que, si no se ha acogido a la totalidad de los refugiados es, simplemente, «porque no hay expedientes de tramitación», o dicho en román paladino, no hay nadie a quien acoger. El presidente Mariano Rajoy no ha tenido más tacto. Apeló al consenso en la cumbre y añadió que, más que discutir sobre las cuotas, debería buscarse la cooperación por parte de los países de origen, como si de turistas se tratase.
Mientras la hipócrita e impasible Unión Europea lucha entre sí por una solución que la manche lo menos posible, su discurso pierde valor conforme se atiende a los hechos. Las ONGs y agencias internacionales, aun con la labor que puedan llevar a cabo en la denuncia y sensibilización, demuestran ser insuficientes. No basta la denuncia y la apelación a los valores morales. Sólo una estrategia política y anticapitalista puede dar una respuesta real. Es necesario analizar el problema en relación a la cruenta gestión llevada a cabo por la UE; en donde, no solo no se han hecho cargo de la reubicación, sin importarles el destino de los hijos de la guerra y la miseria, sino que los gobiernos conservadores han demostrado su xenofobia y racismo con descaro, sin cesura alguna por parte de la socialdemocracia cómplice, que se lleva las manos a la cabeza, tatúa en sus labios la palabra solidaridad y aprieta un poco más la soga de quienes nada tienen que perder más que sus vidas.