El reclamo de las deportistas en los Juegos Olímpicos de Tokio contra la cosificación y la sexualización. De las polleras largas a las bikinis, un recorrido olímpico de la vigilancia sobre los cuerpos de las mujeres.
Celeste Murillo @rompe_teclas
Viernes 30 de julio de 2021 00:22
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La cosificación y sexualización de las mujeres no son novedad y sin embargo son noticia. No son exclusivamente excesos de algunos trogloditas, convivimos en una arquitectura social en la que la opresión de género es funcional para reproducir y justificar desigualdades. Cuando parece que el progreso es inevitable nos cruzamos con recordatorios de que lo esencial de esa arquitectura está intacta (y no es posible reformarla ladrillo por ladrillo).
Sin importar méritos o capacidades, las mujeres son vistas y tratadas como objetos sexuales y el deporte no es la excepción. La antesala de los Juegos Olímpicos de Tokio fue escenario de controversias acerca de una obsesión constante: los cuerpos de las mujeres.
La participación de las mujeres siempre estuvo bajo sospecha, los juegos se presentaban como “la solemne y periódica exaltación del deporte masculino, con el aplauso de las mujeres como recompensa”. Las sufragistas estaban movilizadas hacía una década y no iban a aceptar la invitación a aplaudir. El Comité Olímpico no tuvo otra opción que permitirles participar en los juegos de 1900 en París. Las deportistas organizaron sus propias competencias, su presencia fue simbólica (22 de 997) y solo podían practicar deportes considerados “femeninos”. El sociólogo David Goldblatt explica en su libro The Games: A Global History of the Olympics que los organizadores “estaban sublevados con la presencia de las mujeres”.
La vestimenta fue una de las “preocupaciones” porque, decían, esos cuerpos podrían afectar el rendimiento de los varones. Las deportistas fueron obligadas a usar uniformes ridículos, por “modestia”. La tenista inglesa Charlotte Cooper fue la primera en obtener un título olímpico con una falda larga hasta los tobillos.
¿Cuánto tiempo pasó hasta que la participación fue paritaria? Más de un siglo. Recién en Londres 2012 todas las delegaciones tuvieron representantes mujeres y participaron de todas las categorías. Durante ese siglo y pico, los uniformes atravesaron transformaciones, muchas tuvieron que ver con avances tecnológicos y se generalizaron más allá del género, pero otras acompañaron cambios en la vida de las mujeres, producto de sus luchas y la desnaturalización de prejuicios.
Liberadas, empoderadas, cosificadas
Con argumentos moralistas o cosificadores, los cuerpos son materia de reglamentos y vigilancia, como parte del tutelaje más general que se ejerce sobre las mujeres. Las voces preocupadas por la feminidad ya no son tan fuertes (aunque existen, como la crítica que recibió la velocista Olivia Breen sobre sus shorts “demasiado cortos y reveladores”) pero aparece otro problema: ¿deportistas, objetos sexuales o deportistas cuyo cuerpo es mostrado para ser consumido como un objeto sexual?
Uno de los deportes que muestra esa última combinación de forma más extrema es el voley de playa o beach voley. Olímpico desde 1996, desde su nacimiento tuvo una marcada diferencia en los uniformes según el género, que habla más de nuestras sociedades que de la disciplina deportiva. Los jugadores usan remera y pantalones cortos, pero el uniforme de las mujeres es una bikini, cuya parte inferior no puede tener más de seis centímetros de ancho en la cadera. Cualquier intento de explicación sobre su funcionalidad pierde fuerza cada día que los varones no juegan en bikini. Que el beach voley fuera introducido a mitad de los años ‘90 cuando se buscaba mayor audiencia televisiva, solo abona la sospecha de que lo que se busca es un deporte atractivo (sobre todo para la mirada masculina).
Lo que pasa en el deporte es una extensión de la cosificación de las mujeres en las sociedades capitalistas en las que los valores y prejuicios patriarcales encontraron nuevas narrativas con las que mezclarse y recrearse. La consolidación del neoliberalismo fue un entorno ideal para incorporar, a su manera y con sus propios objetivos, logros de décadas anteriores. “La revolución sexual llamaba a romper con los roles sociales y estéticos establecidos, a aceptar nuestros cuerpos, explorar nuestra sexualidad y vivir emociones fuertes, a través de relaciones entre iguales”, escribió Verónica León Burch, pero ese horizonte estaba lejos de la forma en que fue digerida la “libertad” individual en las sociedades contemporáneas. En su texto “El feminismo como proyecto emancipador” explora muchas preguntas sugerentes sobre la preeminencia del cuerpo en las consignas feministas en la era de la mercantilización.
Desnuda te ves más bonita
La explotación de las mujeres como objetos sexuales no es nueva en los deportes tampoco. La película Un equipo muy especial (A League of Their Own, 1992) cuenta cuando la federación de béisbol estadounidense, en un movimiento desesperado, armó una liga femenina para llenar los estadios cuando los jugadores estaban en la Segunda Guerra Mundial. Chicas lindas y polleras cortas eran la carnada para el público (masculino). Como otras veces, el mercado va por delante de los prejuicios si se trata de negocios.
La industria deportiva no agota sus intentos de explotar la sexualización. La selección de fútbol alemana posó en la revista Playboy para “promover” la liga femenina. Es probable que ninguna jugadora profesional haya sido amenazada para hacerlo. Sin embargo, la “libre elección” es dudosa cuando los deportes con más exposición (y en consecuencia más publicidad) son aquellos que muestran a mujeres sexualizadas y/o con poca ropa. En los juegos de Londres 2012 el deporte con más aire televisivo fue el beach voley femenino.
La Federación Mundial de Bádminton intentó imponer que las jugadoras utilicen falda o vestido para reavivar la liga femenina. La Asociación Internacional de Boxeo intentó que las púgiles se subieran al ring con pollera corta. La Federación Internacional de Basquetbol trató de que las jugadoras usen trajes ajustados. Todos estos intentos (fracasados) tenían como argumento aumentar el interés del público (masculino, lo aclaro dos veces por si acaso), no se fingieron motivaciones deportivas. Algunas aventuras fueron más lejos. En la Lingerie Football League las jugadoras literalmente juegan en corpiño y bombacha. Aunque fue rebrandeada como como “Liga X” para la “nueva era de empoderamiento de las mujeres” (sic), la premisa sigue siendo chicas lindas jugando con poca ropa.
La industria del deporte ajusta sus reglas en pos del espectáculo televisivo y los cambios actúan sobre todas las personas. Los varones también sufren las exigencias de una industria voraz, reducidos a una mercancía que genera ganancias y es desechada cuando ya no sirve (el suicidio de Santiago “Morro” García, jugador de fútbol profesional en Argentina a comienzos de 2021 abrió varios debates sobre la formación para el éxito constante; un nuevo suicidio en el fúbtol uruguayo volvió a encender las alarmas). Sobre las mujeres se combina ese tratamiento como mercancía, en general, con el de objeto sexualizado, en particular.
Jugar y no ser juguete
La cosificación persiste, se reinventa y se mezcla con discursos sobre la libertad individual. Convive a su vez con una brecha cada vez más grande entre los discursos de la igualdad formal y la desigualdad real, que alimentó la oleada de movilizaciones más recientes contra la violencia patriarcal, la desigualdad y el machismo. En ese contexto, las deportistas levantan la voz, organizan protestas o hacen uso de su poder como figuras populares.
En la previa de los Juegos Olímpicos de Tokio, el equipo femenino noruego de beach handball (que será olímpico en 2024) se negó a usar la bikini obligatoria en el mundial. La demanda de las jugadoras era usar calzas, fueron multadas por el intento y amenazadas con la descalificación. La protesta tuvo tanta repercusión que hasta la cantante de pop estadounidense Pink se ofreció a pagar la multa.
El reclamo superó el ámbito deportivo y amplificó otros cuestionamientos. El equipo de gimnasia artística de Alemania anunció que usaría un unitardo (traje enterizo de lycra) en Tokio con una declaración explícita contra la sexualización de las deportistas. Sarah Voss del equipo alemán dijo que para ellas era importante que las deportistas practicaran el deporte sin “preocuparse por cómo se ven o por ser cosificadas en las competencias”.
Los actuales juegos son los primeros después de las denuncias contra los abusos sexuales del médico de la federación de gimnasia artística de Estados Unidos, Larry Nassar. A pesar de haber conseguido la condena del médico, una oferta multimillonaria para no responsabilizar a la federación USA Gymnastic y que abandonen la denuncia en el Comité Olímpico de EE. UU., 140 atletas mantienen su exigencia de que la federación reconozca su responsabilidad y no solo la de un individuo (que las autoridades protegieron hasta último momento). La propia Simone Biles, estrella del equipo y múltiple campeona olímpica, se sumó en 2020 a la demanda colectiva y declaró antes de Tokio que sigue siendo crítica de la federación de su país.
Muchas protestas tienen carácter simbólico y los cuestionamientos a los reglamentos aparecen menores contrastados con los problemas de la mayoría de las mujeres. Muchas de las protagonistas son deportistas de elite o profesionales con contratos millonarios. Pero al final del día, son expresión de un juego mucho más importante que se juega todos los días, en todas partes.
Este texto fue publicado originalmente en la entrega del newsletter No somos una hermandad.
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Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.