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Pablo Iglesias y la nostalgia de los grandes “médicos de cabecera” del capital del siglo XX

Santiago Lupe

Pablo Iglesias y la nostalgia de los grandes “médicos de cabecera” del capital del siglo XX

Santiago Lupe

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Pablo Iglesias reivindica el rol de los partidos comunistas estalinizados. Los que bloquearon la revolución social y fueron piezas fundacionales de las democracias imperialistas de posguerra. La misma historia tiene lecciones distintas para quienes peleamos por que las revoluciones del siglo XXI logren la victoria, no desvíos o derrotas.

“No habría democracia en Francia e Italia sin la acción de los comunistas que son reconocidos como héroes de la patria”. Así de contundente respondió Pablo Iglesias a la diputada de Vox, María Ruiz, en la sesión de control del pasado 29 de abril. Se defendía de las ridículas acusaciones de “social-comunista” que desde la extrema derecha se hacen al gobierno del PSOE e Unidas Podemos.

El actual vicepresidente del gobierno se enorgulleció de encabezar la coalición entre su partido, Podemos, y el Partido Comunista de España – Izquierda Unida. Lo hacía recordando el papel que jugaron sus partidos homólogos en la restauración de las democracias imperialistas tras la Segunda Guerra Mundial. No quiso entrar en esta ocasión en reivindicar la hoja de servicio del propio PCE durante la Transición y la restauración de la monarquía, otras muchas veces reconocida por él.

Lenin definía a los reformistas como los “médicos de cabecera del capital”. Fue justo éste el papel que jugaron después de la Segunda Guerra Mundial los partidos comunistas estalinizados en Francia e Italia. Como unos años antes lo había hecho el PCE aplastando la revolución española -aquí más bien como carnicero- y volvería a hacerlo tres décadas más tarde en sus pactos con el Estado franquista y la Corona.

Que hoy Iglesias tome a los partidos comunistas de la segunda mitad del siglo XX como referencia histórica evidencia que sus fines son coincidentes, más allá de las diferencias del momento histórico. Podemos nació con el norte de restablecer el consenso roto de la Transición, es decir restaurar el régimen con una pátina “progre”. Ahora, la crisis del coronavirus añade a sus objetivos hacer pasar una restructuración del capitalismo español aún más profunda y dolorosa para los de abajo, que la que tuvieron que abordar Carrillo y Suárez con los Pactos de la Moncloa.

Cuando la guerra volvió a ser partera de revoluciones

Que las grandes guerras imperialistas son parteras de revoluciones era una lección aprendida por la burguesía desde la Primera Guerra Mundial. Ésta concluyó con acontecimientos como la revolución rusa y el auge revolucionario que se extendió hasta la derrota de la revolución alemana de 1923. El fantasma de la revolución proletaria recorría de nuevo Europa desde mediados de la Segunda Guerra Mundial, y de manera muy especial en los dos países en cuestión, Francia e Italia.

La resistencia a la ocupación y al fascismo tuvieron, tanto en Francia como en Italia, una centralidad obrera indiscutible e inadmisible para los aliados.

La burguesía francesa en su mayor parte había permitido la ocupación nazi. Era mucho más temerosa de la clase obrera, que en 1936 protagonizó la mayor oleada de huelgas y ocupaciones de fábrica, que del ejército invasor. La burguesía italiana era el sostén de la dictadura de Mussolini desde 1922. De ahí que la resistencia a la ocupación y al fascismo tuviera en ambos escenarios una centralidad obrera indiscutible.

A la lucha de los maquis y partisanos, se le sumaron en 1941 las primeras huelgas mineras en el norte de Francia, en 1942 se realizaron las primeras ocupaciones de fábrica y Turín se convirtió, con los obreros de la FIAT a la cabeza, en la capital de la resistencia obrera del norte de Italia. En otras regiones del globo se abrían procesos similares, como el surgimiento de la resistencia yugoslava -con un millón y medio de combatientes-, la china -con cada vez más rasgos de revolución social- o el inicio del proceso de independencia de la India.

También en la URSS la burocracia estalinista vio cómo se debilitaba su control sobre las masas. Solo la resistencia heróica y autoorganizada de la clase trabajadora rusa hizo posible la defensa de Moscú y el freno de las tropas alemanas. Stalin había dedicado grandes esfuerzos a liquidar todos los referentes sobrevivientes de la revolución de 1917 -con los Juicios de Moscú, los gulags y hasta la liquidación de la cúpula del Ejército Rojo- y ninguno a preparar la defensa ante la inminente invasión nazi. Así pues, durante los primeros años de la guerra se debilitó el control de parte de la burocracia y surgieron líderes naturales en pleno desarrollo de los combates.

Stalin y los PCs como bloqueo consciente de las revoluciones de posguerra

Desde 1942 los aliados comienzan a discutir cómo evitar que una victoria sobre las potencias del Eje abriera la puerta a revoluciones proletarias triunfantes. Stalin recuperó el control de la resistencia soviética por medio de los agentes de la NKVD y pactó con De Gaulle entregarle la dirección de la resistencia francesa en manos del PCF. En 1943 se celebró la Conferencia de Moscú, donde EEUU, Gran Bretaña y la URSS acordaron una hoja de ruta para restablecer su control. Ésta pasaba por establecer colaboración con Franco, Salazar en Portugal, Darlan -el lugarteniente del gobierno de Vichi en el norte de África-, Badoglio en Italia y no reconocer ningún posible gobierno fruto de un levantamiento de masas en Alemania. Ese mismo año se disolvía la Internacional Comunista.

A pesar de esta política abiertamente contrarrevolucionaria, las victorias del Ejército Rojo sobre los nazis represtigiaron enormemente a los PCs estalinizados. Una posición que emplearían sin reparos para imponer la línea de colaboración con sus respectivas burguesías nacionales, el mantenimiento del orden capitalista y la restauración de sus Estados. En las conferencias de Moscú, Teherán, Yalta o Postdam, se perfilaron los detalles y el reparto de áreas de influencia.

Desde 1942 los aliados comienzan a discutir cómo evitar que una victoria sobre las potencias del Eje abriera la puerta a revoluciones proletarias triunfantes.

Siguiendo estos acuerdos, en la Francia y la Italia de 1945 los PC debían entregar sin condiciones el mando y el control alcanzado por la clase trabajadora a gobiernos encabezados por representantes fiables de la burguesía. En Francia el PCF, con Thorez al frente, disolvió los comités de liberación extendidos por todo el país y obligó a las milicias del maquis a integrarse en el ejército de De Gaulle. En Italia, el PCI de Togliatti, desarmó a los partisanos que habían expulsado a los nazis en una combinación de lucha armada e insurrecciones obreras, e ingresó nada menos que en el gobierno de coalición del exmariscal fascista Badoglio.

En otros países, como Grecia, el control de la resistencia dirigida por el PC y su brazo armado, el Ejército Popular de Liberación Nacional, era casi absoluto. El imperialismo británico se empleó a sangre y fuego contra ellos, con el visto bueno de Stalin, para lograr la restauración de la monarquía. Solo en Atenas mataron a más de 13 mil comunistas. En casos como Yugoslavia o China, a pesar de la voluntad de Tito o Mao de reeditar esas políticas de unidad nacional, los ataques de sus “aliados” antifascistas nacionales -los chetniks de Mijailovich en Yugoslavia y las fuerzas del Chiang-Kai-shek en China- les obligarían a avanzar en la toma del poder y la expropiación de la burguesía.

Desactivar la posibilidad de revoluciones proletarias convirtió a Thorez y Togliatti en padres fundadores de la IV República de De Gaule y la Repúbica italiana -los “héroes de la patria” que reivindica Iglesias-, además de en ministros de los primeros gobiernos de unidad nacional hasta su expulsión en 1947 con el inicio de la “guerra fría”. Es lo que, desde el PCI, se denominó como la política del “compromiso histórico” y que en aquel momento representaba una comunión de intereses entre la burguesía imperialista europea, que veía alejarse el peligro de la revolución social, y la burocracia del Kremlin, que podía administrar su victoria sobre los nazis sin el peligro de que una oleada de revoluciones alentara procesos de revolución política en el interior de la URSS.

El PCE a la cabeza de la liquidación de la revolución social y en búsqueda del "compromiso histórico" español

El PCE fue a la vez pionero y tardío en la aplicación de estas políticas de rescate de las democracias capitalistas. Durante la guerra civil se destacó como la vanguardia más militante de la contrarrevolución en la retaguardia republicana. Su oposición a la revolución social iniciada tras la derrota del golpe de Estado la ejerció poniéndose a la cabeza de ahogarla en sangre en las calles de Barcelona en mayo de 1937. De esta manera impuso su tesis de “primero ganar la guerra”. Lo hizo tanto para no enemistar a las democráticias capitalistas, como para abortar el inicio de una oleada revolucionaria en Europa que hiciera tambalear el propio dominio de la burocracia soviética.

El PCE se opuso a toda tentativa de ligar la lucha armada de los maquis a una política en favor de hacer emerger procesos huelguísticos y de organización obrera

Al final esta tesis se demostró totalmente impotente ante un ejército militarmente superior. La desmoralización producida por el aplastamiento de la revolución social fue un duro golpe a las fuerzas morales del bando republicano. Quedó demostrada de nuevo como la política revolucionaria resulta un factor clave en guerras de este tipo. Tal y como ya había pasado, esta vez en sentido contrario, en la guerra civil rusa, cuando la política de reparto de tierras permitió a los bolcheviques consolidar la alianza obrero-campesina contra la reacción zarista y la invasión de más de una decena de ejércitos imperialistas.

En los primeros años de posguerra, la dirección de Pasionaria y Carrillo dirigieron la resistencia armada del maquis subordinándola desde el primer momento a esperar una intervención de los ejércitos aliados una vez concluida la contienda mundial. El PCE se opuso a toda tentativa de ligar esta lucha armada a una política en favor de hacer emerger procesos huelguísticos y de organización obrera en las grandes ciudades, rechazando el ejemplo del norte italiano.

La normalización y reconocimiento del gobierno de Franco por los aliados convirtió en utópica esta hoja de ruta. El PCE acabaría renunciando a ella definitivamente en 1948, abandonando literalmente a los maquis de la península a su suerte y depurando a muchos de ellos acusado de imitar el ejemplo de Tito en Yugoslavia. Decidió entonces realizar un trabajo de inserción y construcción en la clase trabajadora mediante la infiltración del sindicato vertical. Una exitosa táctica que le permitiría convertirse en el principal partido obrero del antifanquismo.

Pero estas posiciones nunca las orientó a que la clase trabajadora interviniera de manera independiente en la lucha contra la dictadura, sino siempre subordinada a unos anhelados sectores “democráticos” de la burguesía española que nunca aparecían.

Desde finales de los 40 comenzaron a elaborar aproximaciones de lo que a partir de 1956 se conoció como la “política de reconciliación nacional”. Una formulación española del “compromiso histórico” italiano. El PCE defendía el acuerdo con sectores de la burguesía y el propio régimen franquista que apostaran por el establecimiento de un régimen democrático. El movimiento obrero ocuparía en esta alianza la posición de base de maniobra de este proyecto.

La búsqueda de alianzas fue variando en las décadas siguientes. Pasó por numerarios del Opus Dei, como Calvo Serer con quien en 1974 presentó Carrillo su Junta Democrática desde el exilio, hasta finalmente los acuerdos con Suárez en 1977 para su legalización y el ajuste económico, y con el heredero directo de Franco, Juan Carlos I de Borbón, para la elaboración y aceptación de la Corona y la Constitución de 1978.

Ascenso obrero y contrarrevolucion democrática: sin el PCE no habría Régimen del 78

En 1937, la Internacional Comunista y sus secciones en la península ibérica, el PCE y el PSUC, sostuvieron su alianza con la burguesía republicana para acabar con la revolución social. Entre 1977 y 1978, conformaron otra con los vencedores de la guerra civil. Esta vez para detener el ascenso obrero iniciado tras la muerte de Franco. Carrillo quería evitar el riesgo de que se abriera una situación revolucionaria, como la de Portugal en 1974 que tantos esfuerzos había costado al PC portugués controlar y desactivar.

Lo que en la década de los 30 tomaba la forma de contrarrevolución abierta, en los 70 tomó la de una contrarrevolución democrática. Un cambio de régimen que evitaba el desarrollo de las tendencias a la intervención y autoorganización de la clase trabajadora y ponía nuevas bases de estabilidad política -el consenso del 78- necesarias para hacer pasar el ajuste de la crisis de los 70 a la clase trabajadora que habían inaugurado con los Pactos de la Moncloa.

El PCE quería evitar el riesgo de que el ascenso obrero iniciado en 1976 abriera una situación revolucionaria como la de Portugal en 1974

El PCE de los 70 tomó como referencia la historia reciente del PCF y PCI, admirados por los dirigentes españoles por haberse convertido en los partidos hegemónicos de la izquierda de sus respectivos regímenes. Lo habían hecho gracias a seguir prestando valiosos servicios a sus Estados, como el rol chovinista del PCF en la guerra de Argelia o de traición a la huelga obrera del Mayo del 68. Con sus secretarios generales, Marchais y Berlinguer, Carrillo presentó en marzo de 1977 el “eurocomunismo”, la nueva versión de la política de conciliación de clases de los PCs occidentales que consolidaba su integración en las democracias capitalistas.

El PCE, sin embargo, no iba a gozar del mismo destino exactamente que sus colegas eurocomunistas. En el nuevo régimen, el papel del PCF y el PCI estaba reservado para el PSOE. El PCE empezó una debacle sostenida en votos y militancia que no se frenaría hasta la especie de “refundación” que supuso la creación de Izquierda Unidad en 1986. Apoyándose en un movimiento de masas como fue el de rechazo a la entrada de la OTAN, los viejos estalinistas de los 50, devenidos en eurocomunistas en los 70, se transformaron definitivamente en un partido de la izquierda reformista. Por momentos más exigente y crítico con los gobiernos social-liberales, y en los últimos 20 años, convertido en la muleta permanente de éstos en infinidad de gobiernos municipales, autonómicos y ahora del Estado.

Aprender de la historia: la necesidad de partidos revolucionarios en el siglo XXI

La gran conquista de la burguesía española durante la Transición se vio fuertemente golpeada por la crisis de 2008. El Régimen del 78 entró en una profunda crisis orgánica en 2011 con distintas brechas que hasta antes de la pandemia no habían logrado cerrar. Desde la cuestión territorial, hasta el fin del bipartidismo sin un recambio estable, pasando por el cuestionamiento cada vez mayor de instituciones como la Corona. La crisis sanitaria, social y económica que abre el coronavirus promete agudizar este escenario mucho más.

Vuelve a estar inscripto en la situación, tanto en el Estado español como a nivel mundial, la posibilidad de que emerjan nuevos fenómenos políticos -por derecha y por izquierda- y mayores resistencias, luchas y hasta procesos revolucionarios de la clase trabajadora y los sectores populares. Sería más bien una anomalía histórica que no sucediera así, tomando en cuenta los enormes padecimientos que nos van a tratar de imponer en forma de desempleo, precariedad, pobreza y nuevos ajustes para pagar la factura que deje el nuevo rescate a los capitalistas que ya ha puesto en marcha el actual gobierno “progresista”.

Superar estas viejas tradiciones es urgente y vital, y solo es posible avanzando en poner en pie partidos revolucionarios

Los Estados capitalistas van a necesitar de nuevos “médicos de cabecera”. Por eso, no es nada extraño que escuchemos alabanzas y hasta cierta nostalgia por los del pasado de parte de quienes aspiran a jugar el mismo papel. Sin embargo, a diferencia de sus predecesores, hoy no hay nada parecido a lo que representaron los PCs europeos de posguerra o el PCE de los 70. Su política de auxilio a los capitalistas y sus Estados no hubiera podido imponerse sin la fuerte implantación en la clase trabajadora y el prestigio logrado en la lucha contra el fascismo y la resistencia a la dictadura franquista.

Ni Podemos, ni el PCE o IU, tienen algo parecido, más allá de sus buenas relaciones con las burocracias sindicales. Su capacidad de fuego la conforma su peso institucional, la proyección mediática, la cooptación desde el Estado de referentes y sectores de movimientos sociales y los lazos citados con una burocracia sindical desprestigiada, aunque con todavía capacidad de control. Esto pudo servir para contener y desviar el ciclo de luchas anterior, iniciado con el 15M, pero puede resultar insuficiente si tienen que hacer frente a procesos más agudos como los que adelantan en otras latitudes ejemplos como el proceso revolucionario chileno o la reciente huelga de los transportes de Francia.

Frente a acontecimientos como estos, hemos vuelto a ver al reformismo en acción. Como el PC chileno tratando de desviar las enormes movilizaciones a acuerdos de palacio por una nueva constitución o a Melenchon llamando a no ser beligerantes con Macron mientras dure la crisis sanitaria. En el Estado español vemos a Iglesias, junto al ministro “comunista” Garzón, al frente del gobierno que se ha negado a medidas tan elementales como intervenir la sanidad privada sin compensación o imponer impuestos especiales a las ganancias capitalistas y grandes fortunas.

Superar estas viejas tradiciones es urgente y vital, y solo es posible avanzando en poner en pie partidos revolucionarios. La ausencia o extrema debilidad de estas organizaciones fue el Talón de Aquiles de decenas de revoluciones en el siglo XX. Desde la CRT nos hemos dirigido recientemente a los grupos de la izquierda revolucionaria que comparten esta perspectiva para dar pasos en poner en las bases para un partido unificado en esta dirección.

Necesitamos un polo revolucionario así, que debería a su vez dirigirse a otros sectores de la izquierda. Como aquellos jóvenes y trabajadores que han hecho una experiencia con el reformismo y su papel de gestores de las políticas de rescate a los capitalistas, y están buscando una alternativa en clave rupturista y revolucionaria. O aquellos grupos que en los últimos años decidieron sumarse a este resurgir del reformismo de izquierda -siendo parte de proyectos del tipo Podemos o los Comunes como hizo Anticapitalistas- para que rompa definitivamente con las ilusiones en la gestión del Estado capitalista y en recrear nuevos proyectos políticos comunes entre reformistas y revolucionarios. O también a sectores de otras tradiciones, como la izquierda independentista vasca o catalana, para que rompan con su estrategia de “unidad popular” con sectores de la burguesía democrática o independentista.

Evitar que los reformistas del siglo XXI puedan preparase para jugar el mismo rol reaccionario que sus homólogos del siglo XX en sus distintas expresiones, es una tarea de vida o muerte. Más aún en un momento en el que el capitalismo se muestra cada vez más como un sistema que nos condena a un horizonte inmediato signado por la pobreza extrema, la super explotación y la destrucción del ambiente y la salud.

Bibliografía:

“Estrategia socialista y arte militar” Cap. 5 Guerra y política. Matías Maiello y Emilio Albamonte. Ediciones IPS 2017
“Maquis. Historia de la guerrilla antifranquista” Secundino Serrano. Temas de Hoy. 2001
“Teoría y práctica democrática en el PCE (1956-1982) Jesús Sánchez Rodríguez. FIM Historia. 2004


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Santiago Lupe

@SantiagoLupeBCN
Nació en Zaragoza, Estado español, en 1983. Es director de la edición española de Izquierda Diario. Historiador especializado en la guerra civil española, el franquismo y la Transición. Actualmente reside en Barcelona y milita en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT) del Estado Español.