Las máquinas se detienen para hacer un mantenimiento general. La patronal pone parches y promete enormes sueldos al módico precio de dejar la vida. Historias de un trabajador de la refinería.
Domingo 3 de diciembre de 2017 00:54
La parada de planta es un evento fabuloso, donde las grandes máquinas se detienen por primera vez en muchos años para hacerles un mantenimiento general, se cambian tramos de caños, se limpian los equipos, se reemplazan los platos de las columnas y los innumerables desgastes cotidianos encuentran su parche estructural. A uno le da ganas también porque al fin va a dejar de renegar con ese filtro, con esa bomba, con esa máquina de mierda que no para de perder aceite y hay que lubricar todos los días. El discurso empresarial sabe aprovechar esto y te promete que ahora sí, que después de este esfuerzo y por los próximos años, el trabajo va a ser un poco más liviano. Minga.
Cuando comienzan a parar los motores de las bombas y compresores, juntan a todo el departamento en una aulita, nos parten en dos turnos y le pegamos derecho de acá a 40 días, 12 hs. sin parar, porque un día que se pierde es un palo verde menos para la compañía. Es un evento del que te hablan desde que ponés el primer pie adentro de la empresa, cuando todavía no sabés distinguir una esclusa de una globo pero ya querés estar. Te prometen fabulosas ganancias al módico precio de dejar un mes entero de tu vida, trabajando sin parar.
Una de las cosas que alguien se pregunta cuando llega a una refinería es dónde está la gente. Son estructuras gigantescas, victoria del hombre sobre la naturaleza y de la ingeniería sobre la improvisación. Hace tiempo, cuando empezaron a sacarse de la tierra los primeros barriles de crudo, bastaba un pequeño horno y una columna (no mucho más compleja que un alambique) para sacar alquitrán y kerosene. Hasta el motor de combustión interna, con eso andábamos bien. Después de aquella invención la cosa se complicó un poco. Surgieron estos monstruos de acero y bronce, maquinarias gigantescas que andan noche y día sin detenerse. Los avances tecnológicos permitieron la automatización de prácticamente todo el proceso. Los petroleros que quedamos somos una postal de lo que fue y escuchamos las anécdotas de los viejos sobre otros tiempos, cuando en estos caños trabajaban miles de personas. Hoy, los que estamos efectivos, no llegamos a trescientos. Mi trabajo es relativamente solitario. Un grupo de 6 o 7 personas alcanzan para hacer andar las máquinas de un sector entero. Desparramados, uno por cada planta, a veces pueden pasar horas hasta cruzarme con alguien.
De golpe, con la parada, las plantas desiertas se abarrotan de decenas de operadores efectivos y cientos de tercerizados contratados para la ocasión -650, según dicen-, cortesía de la UOCRA. La ciudad de caños invadida destila cierto encanto.
Parar una máquina después de 8 años es sencillo: apretás el botón y pum. De golpe amainan los rugidos, creo escuchar un pájaro. Pum, pum, pum. Lo único que sisea todavía son las pérdidas de las líneas de vapor, en un rato ya ni eso. Parar una planta tiene algo de profano en esta industria, de pums heréticos. Nunca había sentido el silencio en mi trabajo, es la primera vez que hablo sin gritar en el pasillo de bombas y el viejo que está conmigo se me caga de risa cuando le digo mi epifanía porque dice que no me escucha. Hasta parecen inofensivos los carteles amarillos con calaveras que marcan la presencia de los gases venenosos. Casi que te dan ganas de llevarte uno a tu casa.
La gente está contenta pero es terrible que deslomarse un mes entero por unas horas extras, suscite algún tipo de algarabía. Pero pasa. Todos estamos pensando en qué vamos a gastar la plata que todavía no tenemos, ni pasó por el tamiz del impuesto a las ganancias. Recién arranca este baile, estamos con energía y un poco alegres por encontrarnos todos juntos para algo que no sea el velorio de un jubilado que se murió de cáncer. Se habla de hacer un asado en el quincho la semana que viene cuando terminemos de parar todo: entre risas, como se aprende a apretar entre los laburantes, le arrancamos tres vacíos y un pechito de cerdo a nuestro gerente.