Viernes 15 de noviembre de 2024
La violencia machista es una pandemia que sigue en curso
En Chile, la situación de las mujeres y disidencias no ha mejorado desde la pandemia de COVID-19. Las cifras son una dolorosa evidencia de esta realidad: para el trimestre febrero-abril de 2024, el INE estimó que la tasa de desempleo femenina fue de 9,5%. Además, el INE señaló que, en ese mismo trimestre, el trabajo informal de las mujeres alcanzó el 30%.
La violencia machista, por su parte, también se ha incrementado. La Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres informó que, en 2023, se registraron 42 femicidios consumados y alrededor de 221 intentos frustrados. A la fecha, ya van 35 femicidios consumados y 251 frustrados, lo que muestra un aumento con respecto al año anterior.
El femicidio es solo la manifestación más extrema de la violencia machista, una cadena de agresiones en la que la principal responsabilidad recae en el propio Estado. Esta violencia no se limita al ámbito doméstico; la violencia de género se expresa en el trabajo, la economía, lo social, el sistema educativo, el carcelario y el sanitario, y se recrudece especialmente en el caso de mujeres migrantes y víctimas de trata sexual.
Este aumento pone en evidencia la ineficacia de las políticas públicas actuales, incluyendo la reciente Ley 21675 del gobierno, que establece medidas para “prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en razón de su género”.
Una ley que castiga pero no previene: lejos de la erradicación
La Ley 21.675 fue presentada como un avance significativo para la protección de las mujeres, pero se ve desbordada por la realidad social actual. Aunque la ley reconoce a las mujeres como víctimas de violencia de diversos tipos e intensifica las sanciones contra los agresores, su enfoque en la sensibilización y capacitación de funcionarios del Estado, así como en medidas de "prevención" en ámbitos educativo, laboral y mediático, no logran atacar las raíces de la violencia de género. No es únicamente un problema cultural o educativo, sino sistémico.
La ley pone énfasis en la capacitación estatal y la sensibilización social, pero las políticas de prevención descritas en los artículos 9 y 13 -que incluyen la formación en derechos humanos y la erradicación de estereotipos de género-, no logran eliminar las prácticas institucionales que perpetúan la violencia. Además, esta respuesta sigue confiando en las mismas instituciones que revictimizan a las mujeres y disidencias: comisarías, fiscalías y tribunales, que nos ven como números y no como personas con derechos.
Una de las principales falencias de la ley es que no aborda cuestiones claves en la reproducción de la violencia, como la pobreza, la dependencia económica de muchas mujeres y disidencias respecto a sus agresores y la falta de acceso a servicios sociales básicos, como vivienda o ingresos estables. Muchas también dudan en denunciar, sabiendo que el sistema judicial y policial no les protegerá frente a la desigualdad ante la vida.
La ley incrementa las penas por delitos relacionados con la violencia machista, su enfoque punitivo no ofrece una solución integral. Si bien el castigo a los agresores puede ser necesario, no aborda la transformación de las estructuras sociales que permiten y reproducen la violencia que enfrentan las mujeres y disidencias, aún con su agresor en la cárcel. Además, el endurecimiento de las penas no tiene efectos disuasivos significativos, ya que la duración de las condenas no influye en la comisión del delito. En lugar de fortalecer un sistema judicial corrupto, es crucial atacar las causas estructurales de la violencia, que no se resuelven con penas más severas. La ley falla al no ofrecer una solución preventiva a largo plazo y obviar la necesidad de cambiar las condiciones que permiten la violencia hacia las mujeres.
El Estado como cómplice de la violencia
El Estado chileno no sólo es ineficaz frente a la violencia de género, sino que es cómplice activo de ella. Ejemplos claros de esta complicidad incluyen la Ley Anti-Toma, que criminaliza a las familias vulnerables, en su mayoría lideradas por mujeres, de las cuales muchas de ellas han escapado de la violencia doméstica. De manera similar, la Ley Nain-Retamal, que otorga impunidad a la policía, facilita el uso del “gatillo fácil” contra jóvenes y mujeres en las comunidades más precarizadas, un claro reflejo del carácter represivo del Estado. Ambas leyes promulgadas bajo el supuesto “gobierno feminista”.
Esta violencia estatal no se limita a los centros urbanos, sino que se extiende a las comunidades Mapuche, donde mujeres embarazadas y niñas sufren de represalias brutales bajo el amparo de la Ley antiterrorista y las declaraciones de estado de excepción, en una estrategia de control y exterminio de las luchas indígenas.
Aunque se han propuesto estrategias de “educación con visión de género” en instituciones como las Fuerzas Armadas, la Policía y el sistema judicial, estas iniciativas no son más que una fachada. La realidad demuestra que es precisamente en las comisarías y en contextos de represión donde los derechos humanos de las mujeres son más vulnerados, como lo evidencian las víctimas fatales, sobrevivientes y casos de abuso sexual denunciados durante la rebelión del 2019.
Superar la violencia de género no se logra con reformas superficiales, sino con una confrontación directa al sistema capitalista y patriarcal que sustenta estas violencias. La solución no pasa solamente por castigar a los agresores individuales, sino por transformar las estructuras que posibilitan y reproducen la opresión.
Más allá del punitivismo: una ley de emergencia contra la violencia machista
En contraste con la Ley 21.675, debemos reconocer que la violencia contra las mujeres no es un problema aislado: no es una falla del sistema, sino la regla. Necesitamos ya una ley de emergencia contra la violencia machista, que ponga énfasis en las mujeres y disidencias, no en los agresores.
Desde Pan y Rosas hemos propuesto algunas medidas para pensar un plan de emergencia, que debe incluir en primer lugar subsidios económicos para mujeres y disidencias víctimas de violencia, lo que les permitirá liberarse de la dependencia económica de sus agresores y salir de situaciones de abuso sin caer en la pobreza. Este apoyo económico es una herramienta fundamental para garantizar que las víctimas puedan reconstruir sus vidas de manera independiente.
El patriarcado nos deja sin casa, por eso, otra propuesta clave en el plan es la creación de hogares de acogida junto a un plan de vivienda, necesarios para ofrecer una salida concreta a las mujeres que huyen de la violencia. El castigo a los agresores no es suficiente sin alternativas habitacionales seguras. Los refugios y viviendas deben financiarse con impuestos a las grandes fortunas y empresas inmobiliarias.
Una ley de emergencia también debe contar con licencias laborales y educativas para las víctimas de violencia, permitiendo que puedan tomarse el tiempo necesario para su recuperación sin perder su empleo ni su lugar en el sistema educativo. Esta medida es esencial para la reintegración social de las víctimas, dándoles la oportunidad de rearmar sus vidas sin que su estabilidad laboral o educativa se vea comprometida.
Además, son necesarios equipos interdisciplinarios de atención que trabajen con un enfoque preventivo en los barrios y lugares de trabajo y estudio, y acompañando a las víctimas en su proceso de recuperación. Estos equipos brindarían apoyo psicológico, legal y social, actuando antes de que la violencia escale y ofreciendo las herramientas necesarias para evitar que se repitan situaciones de abuso.
En lo inmediato, la propuesta también contempla la implementación de protocolos que permitan intervenir en casos de violencia en las instituciones educativas, los ámbitos laborales y sindicales, atendiendo a las diferencias que existen entre situaciones de violencia entre pares menores, entre adultos o en relaciones de poder. Estos protocolos deben ser aplicados con el consentimiento de la víctima, garantizando el derecho a la defensa del acusado, pero también promoviendo la organización de comisiones de mujeres en todos los lugares de trabajo, centros de estudiantes y sindicatos, para asegurar que las víctimas tengan un respaldo y una voz activa en la resolución de los conflictos.
Creemos que es fundamental levantar una campaña por la Ley de Emergencia contra la violencia de género, que considere estos ejes esenciales. En lugar de confiar en un sistema judicial y de seguridad que revictimiza a las mujeres y disidencias, se debe construir un proyecto desde abajo, que aborde las causas profundas de la violencia y no solo sus consecuencias.
No podemos esperar nada de un Estado que protege a las empresas y a la propiedad privada antes que la vida de las mujeres y disidencias. Este 25 de noviembre no podemos quedarnos calladas. La lucha es por una ley de emergencia real que contemple subsidios, vivienda, licencias laborales y equipos de atención que prevengan la violencia antes de que se vuelva irreversible. Y esta lucha no la ganaremos confiando en el gobierno ni en sus instituciones; sólo la ganaremos confiando en nuestra propia fuerza organizada.