A los estudiantes de Arquitectura, alguien nos ha hecho creer que esta disciplina es un servicio para clientes acaudalados o para mega empresas. Esa parece ser la meta general al salir de la Facultad, aún si ésta finalmente no es lograda.
Martes 19 de julio de 2016
Fotografía: Johnny Miller
La Arquitectura parece haberse ido desenvolviendo en los diferentes tramos de la historia como un elemento diseñado por alegoristas, gente que está más allá del bien y del mal y que, súbitamente, sale al mundo a mostrar su personalidad, su estilo. Esto hace ver a la Arquitectura como un arte plástica, consumando en sí toda la historia de su autor, y lo que ese autor siente del entorno que lo rodea.
Pero ¿hasta dónde la Arquitectura es un arte? La diferencia entre una obra de arte y una obra de arquitectura, radica en que la obra de arte puede expresar un estado de ánimo personal, o una historia, tanto como un hecho social, una protesta, o prácticamente cualquier cosa que de alguna manera llegue a su autor, lo sensibilice y pueda ser encarnado en un lienzo, una piedra, una pared, bailando, o de tantas formas diversas. Pero cómo es que en la Arquitectura, un profesional diseña en base a sus sentimientos, emociones, a sus viajes, a su historia y no sólo en base a un hecho social como lo es la construcción de un hábitat para seres humanos reales, que no van a pisar sobre el suelo de esa personalidad expresiva, etérea y admirable. Parece que poco a poco, los arquitectos buscan sus mecenas, para que les paguen sus caprichos.
El mundo capitalista ha encontrado en la arquitectura, la forma ideal de mostrar una gran mercancía, la mercancía que contiene a las mercancías. El edificio iluso, que da más sensación que solución, el edificio que se para en el eje de una sociedad individualista y de consumo. Murales enormes de vidrio para mostrar la transparencia de una sociedad turbia, pero muy impresionable. A su vez, enormes cantidades de energía usada en acondicionamiento artificial, para mantener contentos a quienes se han creído esa fantasía y, obnubilados, han entrado a seguirse deslumbrando. Una constante ilusión materializada en una ciudad supermercado. Una urbe que es un bombardeo de mensajes personales; aquí estoy, no te olvides de mí, yo hice esto, ¿me comprás otro?
Me parece un problema grave, y creo que un desencadenante de esta forma de hacer arquitectura, es la educación que recibimos en nuestra Facultad. Por empezar, la mayoría de los docentes llaman “buena arquitectura” a aquella que conjuga venustas, firmitas y utilitas (belleza, firmeza y utilidad), un versito enormemente repetido. Pero, por empezar, el concepto de belleza, cambia constantemente y, así ¿cómo se puede decir buena arquitectura a algo que se sostiene en un concepto tan subjetivo? Pero esa subjetividad es decidida. Es bello no porque cumple con su rol de hábitat confortable, sino porque vende, cumple con el rol de mercancía. Es mucho más “bello” si es brillante, si tiene materiales caros, si muestra poder. Cómo haríamos tambalear a los mercados proveedores de materiales si para nosotros lo bello termina siendo lo que resuelve el programa, y no lo que queda “lindo”, según lo que nos han enseñado que es lindo. Creo que nosotros podemos crear un nuevo concepto de belleza, si no nos ajustamos a esos cánones mercantiles. Una belleza que se enraíce en una comunidad, y que cubra un propósito social, ambiental, y de uso universal.
Para complementar esto, los profesores disparan en sus proyecciones de diapositivas, constantemente edificios estrella, que ya han sido considerados bellos, y que son prácticamente siempre, inalcanzables de construir para el noventa por ciento de la sociedad. Así, al arquitecto promedio, producto de la enseñanza universitaria, parece importarle mucho más poder llegar a construir ese edificio inalcanzable, que ver los problemas habitacionales reales de la gran mayoría de la sociedad. Entonces el recién recibido, es una cría de antílope largada a correr en la sabana para probar su velocidad y ver si puede sobrevivir al enorme león del capital, y que si no se ajusta al régimen, es propenso a morir. Un “buen” arquitecto, es hoy, el que alcanza al cliente burgués, a la gran empresa. Los proyectistas que constantemente nos muestran en las imágenes, son aquellos que han alcanzado ese nivel, los que han alcanzado a la élite.
Y ese es otro punto. La constante alabanza a esos grandes arquitectos, de los que efectivamente hay mucho para aprender, pero que no son verdades absolutas, y que muy probablemente hayan sido “uno más” de no haber construido, por ejemplo, viviendas para millonarios.
¿Cuánto conocemos los estudiantes de Arquitectura sobre la sociedad?
La Facultad en ese caso, es casi como los medios de comunicación. Nos cuentan una verdad que es relativa a la posición con la que se pretende que un graduado salga a la calle. No tenemos conciencia realmente, más que de sobrevuelo, cuánta es la energía gastada; no están siendo centrales los problemas ambientales, y después encima hay que escuchar un presidente que pide que “no andes en patas y remera” en tu casa, excusando un monumental tarifazo. La realidad es que la arquitectura con altas aislaciones térmicas, es muy cara. Pero son problemas que se pueden atenuar desde el diseño, que sin embargo no son nunca un eje fundamental, con lo cual pasan a ser una preocupación personal del arquitecto, que como ya decíamos, sus inquietudes particulares, finalmente terminan del lado de la forma, el simbolismo, la idea partido, etcétera, y no de lo ambiental.
Por otra parte, no conocemos el total de los actores sociales con los que podemos trabajar. Hay un enorme déficit de viviendas, y cuando el estado elige una forma para que sean diseñadas, se terminan construyendo casas que sólo cumplen con la necesidad del techo, y la función (y hasta ahí). Entonces ¿dónde quedó la gran venustas? Quedó en el libro, lleno de polvo, o quizás hecho cenizas. Porque venustas era para ricos, para quien más capacidad tiene de comprar venustas. Así mismo, con utilitas y firmitas.
Lo normal, que es una realidad, es decir “se aprende en la calle”. ¿Pero qué te enseña la calle? La calle te enseña las leyes de un mercado al que le tenés que seguir la corriente, sino no tiene sentido nada de lo que hagas. Esa postura resultadista, es la que ha llevado a la Arquitectura a devenir en un fetiche insano alcanzable sólo por medio de la gran fortuna, olvidando que, por ejemplo, el derecho a la vivienda digna es un derecho humano fundamental.
Las ciudades en las que vivimos están más pensadas para los automóviles que para las personas. No se proyectan equipamientos en el espacio público, lugares de estancia para la comunidad. Todo gira alrededor del tiempo del capital. La gente que corre por las estrechas veredas, en días de lluvia mojándose hasta el alma, en días de sol buscando un árbol donde atajarse, el tráfico vehicular que se acumula en torno a los grandes núcleos de consumo, gente desesperada por volver a su casa a creer que sigue viva, y mientras tanto, nunca descansan las risueñas carteleras de compre, compre, y compre.
Cuestionar los planes de estudio, un camino
Esta nota, no es en hostilidad a los arquitectos en general, sino a la forma de hacer arquitectura. Porque si, sumado a un plan de estudio mayormente volcado a la producción, adhiero que el sistema en general ha absorbido a todos los profesionales para que ocupen un lugar en la cadena del proceso capitalista, ¿quién es el responsable final? Más allá de que sea “cosa de cada uno” ver por qué camino seguir, ¿cómo hacemos para ver los distintos caminos, si vamos a una universidad que solamente nos muestra uno?
Es fundamental cuestionarnos nuestros planes de estudio, transmitirlo a los docentes, debatirlo con nuestros compañeros, y empezar a cuestionar de qué es la culpa de que los arquitectos tengan que buscar esa constante y tambaleante supervivencia en un mundo competitivo y feroz.