Los crímenes sociales o los mal llamados “desastres naturales”, han dejado miles de damnificados. A la par de esto, un discurso racista y clasista es impulsado por los grandes medios, pues es una manera de restarle responsabilidad al Estado y dejarla caer en las víctimas.
Lunes 20 de septiembre de 2021
El 2021 ha estado marcado no sólo por la pandemia de Covid-19, sino por una serie de crímenes sociales producto de eventos naturales –terremotos, tormentas, inundaciones, etc.— que han dejado miles de damnificados y muertos. Estas pérdidas humanas y materiales no son naturales, como nos quieren hacer creer los grandes medios y el Estado, sino que son producto de una mala o nula planeación de los gobiernos y los empresarios que anteponen las ganancias a la vida de las personas.
Recordemos la tragedia más reciente. Hace unos días, en el Estado de México, en el municipio de Tlanepantla a las faldas del cerro del Chiquihuite, ocurrió un deslave luego de intensas lluvías, en el cual fallecieron dos personas y otras dos siguen desaparecidas. El Alcalde, Raciel Pérez Cruz, dijo que “no era posible evacuar”, para luego, cambiar el discurso y declarar que eran los habitantes los que “se negaban” a abandonar sus viviendas.
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El anterior es sólo un ejemplo más del desastre social: cada año miles de personas sin acceso a una vivienda digna, son desplazadas o damnificadas por los eventos naturales, sin que los gobiernos en turno inviertan en políticas preventivas e infraestructura. El sentido común, impuesto por el discurso y políticas de las clases dominantes, dicta que estas personas “no fueron cuidadosas” o “construyeron donde no debían”, reduciendo una problemática social y estructural a acciones individuales.
Esta forma de revictimzar a las familias pobres y trabajadoras, invisibiliza la responsabilidad del Estado, como si garantizar vivienda digna para la mayoría de la población dependiera únicamente de la voluntad popular, lo cual es completamente falso. Lo que está en juego es más profundo, pues cada individuo realiza lo que está en sus posibilidades y para cubrir sus necesidade básicas, ni más ni menos. Sin embargo, vivimos y dependemos de una sociedad que está divida en dos clases antagónicas: los que son poseedores de los medios de producción y los que no tienen más que su fuerza de trabajo para ofertar. De lo anterior es que se desprenden sentidos comunes y expresiones clasistas y racistas, que sirven para legitimizar y normalizar el dominio de una clase sobre otra.
Cuando los vecinos de una zona afectada se niegan a ser “reubicados”, no es por un acto irracional, sino porque saben lo que les espera: despojo, peores condiciones o que los obliguen a pagar nuevamente sus casas. Sólo recordemos que luego de los sismos de 1985 y 2017, miles de hogares se dañaron o vinieron abajo, y muchos damnificados no recibieron nuevas moradas, sino que fueron expulsados a la periferia de las ciudades y tuvieron que empezar desde cero. Con estos antecedentes, es obvio por qué tanta resistencia y desconfianza hacía las promesas y discursos de las autoridades.
Analizando el problema de fondo, observamos que lo fundamental es la construcción de infraestructura urbana y el acceso a vivienda digna para las mayorías laboriosas. Las construcciones de zonas habitacionales, lejos de representar un negocio multimillonario para las inmobiliarias, deberían estar subordinadas a un plan de vivienda centralizado del Estado, en que el diseño satisficiera las necesidades básicas de la mayoría de la población. No obstante, esta responsabilidad ha sido abandonada por el poder público, dejando la construcción y el diseño bajo el mandato de las fuerzas de las empresas inmobiliarias que especulan con la necesidad de vivienda de la población, o en otras palabras, “el que desee tener una vivienda, debe pagar por ella a precios inflados”.
Lo anterior orilla a los pobres y trabajadores a vivir en condiciones súper precarias y en zonas inseguras, como a las faldas de cerros, pues son los únicos lugares que pueden costear dados los altos costos de las rentas en zonas urbanas y céntricas. Visto desde esta perspectiva nos percatamos que, revicitimizar a los damnificados es una estrategia del Estado para no asumir su responsabilidad, tanto con las víctimas que perdieron todo, como con las generaciones futuras que enfrentarán los mismos problemas.
¿Qué salidas hay?
Lo primero que se debe hacer es exigir que se diseñe un plan nacional de vivienda social y obras públicas, financiado enteramente por el Estado, bajo control de los sindicatos. Con esta precondición, se podrían diseñar zonas habitacionales dignas para las familias de trabajadores, con todos los servicios y en terrenos seguros. Para conseguir tal cantidad de recursos, la salida es imponer impuestos progresivos a las grandes fortunas y las grandes empresas inmobiliarias. Debemos frenar el enriquecimiento a costa de la especulación y la vida de las y los trabajadores. Además, un proyecto de estas dimensiones requeriría el no pago de la ilegítima deuda externa, y con estos recursos se podrían cubrir éste y todos los demás derechos.