En los últimos meses, la demanda de trabajar menos, para trabajar todos y vivir mejor, ha ido ganado cierta resonancia en varios países y también en el Estado español.
Por un lado, porque mucha gente percibe que trabaja más de lo que quisiera, mientras otros trabajan menos de lo que necesitan, o directamente están en el paro. Además, el debate ha alcanzado más difusión después de una enmienda a los presupuestos generales del Gobierno del PSOE, Podemos y PCE, por parte de Mas País. La propia Yolanda Diaz, a través de un estudio por parte del Ministerio de Trabajo de la implantación de la jornada laboral de cuatro días, juega con la idea de reducir las horas de trabajo tratando de convencer a la patronal de sus ventajas. También en estos días se han conocido casos de empresas que han propuesto a sus empleados reducir la jornada laboral. Sin embargo, como veremos en este artículo, estas propuestas son medidas en clave productivista, que de aplicarse implicarían la intensificación del ritmo de trabajo y la reducción del salario. Esto no tiene nada que ver con una reducción de jornada sin reducción salarial, sino que se trata de un ataque en clave neoliberal a las condiciones laborales y de vida de la clase trabajadora.
La reducción de la jornada de trabajo a 6 horas, sin rebaja salarial, y una semana laborable de 5 días, para repartir el trabajo entre empleados y desempleados, es una reivindicación de la clase trabajadora y que, con más actualidad que nunca, se impone como la única medida progresiva y eficaz para acabar con el paro y la precariedad, así como para poner los avances de la tecnología al servicio de las mayorías sociales.
Reducir la jornada, ganar tiempo para vivir
La reducción de la jornada laboral se trata de una reivindicación histórica del movimiento obrero que es más actual que nunca: hoy necesitamos luchar por una reducción de jornada, sin recorte salarial o incluso con una subida en aquellos sectores con retribuciones más bajas. Persigue no solo trabajar menos, sino repartir las horas restadas mediante nuevas contrataciones. Esto es: acabar con los ritmos y jornadas de sobreexplotación, al mismo tiempo que combate el desempleo de masas que, en pleno agosto en el Estado español alcanzaba el 14%, con un 33% entre los menores de 25 años. Esta es una reivindicación que solo puede ser impuesta por la lucha de los y las trabajadores contra los intereses de la patronal.
En el artículo “La pelea por el tiempo”, Esteban Mercatante plantea:
“Aunque la economía moderna se esfuerce en desmentir la conexión entre explotación del trabajo y ganancias que demostraba Marx, los “dueños” del capital y sus CEO saben bien, por experiencia, que el trabajo es la única fuente del valor. El plusvalor es el valor producido en aquella parte de la jornada laboral que supera el tiempo durante el cual los trabajadores producen un valor equivalente a lo que reciben como salario. Sin este excedente, no hay ganancia posible. Y acá, cada hora, minuto y segundo, cuenta.”
La jornada laboral de 8 horas no fue un regalo, sino que fue arrancada al capital. En el Estado español fue el resultado, entre otras luchas, de una huelga de 44 días, en 1919, que paralizó Barcelona y el 70% de la industria catalana. Pero, en el último siglo, a pesar del desarrollo tecnológico y del consiguiente incremento sin precedentes de la productividad del trabajo, la jornada laboral legal no ha experimentado ninguna transformación, o muchas veces, se ha incrementado. Esto quiere decir que, a pesar de que la productividad se ha más que duplicado desde 1919 reduciendo considerablemente las horas de trabajo necesarias para producir los bienes imprescindibles para satisfacer las necesidades sociales, las jornadas de trabajo permanecen iguales. El economista marxista Michel Roberts ilustra el caso en EEUU:
“La semana laboral promedio en los EE.UU., en 1930, si se tenía un trabajo, era de aproximadamente 50 horas. Todavía está por encima de las 40 horas (incluidas las horas extra) ahora para un empleo permanente a tiempo completo. De hecho, en 1980, el promedio de horas trabajadas en un año era de alrededor de 1.800 en las economías avanzadas. Actualmente, todavía son alrededor de las 1.800 horas.”
El liberal Keynes afirmaba en 1930, frente a un auditorio de estudiantes de la prestigiosa Universidad de Cambridge, que, para la época de sus nietos gracias al desarrollo tecnológico y el aumento de productividad del trabajo, todo el mundo trabajaría tres horas diarias, esto es, 15 horas a la semana (Economic Possibilities for Our Grandchildren, en sus Essays in Persuasion). El fracaso del pronóstico de Keynes es el fracaso de las expectativas en un capitalismo futuro con rostro humano.
Y es que, bajo el dominio del capital, estas horas de trabajo no necesario no se convierten en tiempo de ocio, liberando a los trabajadores de tiempo de trabajo, sino que son “ganadas” para el capital, para el capitalista, que ahora dispone de ese tiempo para apropiarse de plustrabajo, es decir: se obliga a los trabajadores a continuar trabajando como si no hubiera aumentos en productividad para que los empresarios puedan apropiarse de más y más trabajo excedente en el mismo tiempo. Cualquier trabajador es más consciente de la “hambruna del plustrabajo” de los empresarios de la que hablaba Marx, que del cacareado pronóstico del “fin del trabajo” de los intelectuales burgueses.
“El capital mismo es la contradicción en proceso, (por el hecho de) que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza. Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma de trabajo excedente; pone, por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición –question de vie et de mort– del necesario. Por un lado, despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la realización de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor.” [1]
Paula Bach explica que el desarrollo tecnológico ha reducido considerablemente el tiempo de trabajo para la producción de lo “socialmente necesario”, sin embargo, en aras de sostener la rueda de la producción, el capital viene aumentado el volumen del trabajo “no necesario”, el “destinado a la alimentación de necesidades superfluas”. Esto, sumado a la reducción del ciclo de vida útil del consumo (entre otras cosas la obsolescencia programada), se erige como un límite para la reducción del tiempo de trabajo, límite que existe solo en función de la necesidad del capital de sostener el ritmo de la acumulación para seguir generando ganancias.
Pero no solo eso, a pesar del incremento de la productividad, el capital y sus gobiernos han avanzado desde los 90, con las políticas neoliberales, en sucesivas “vueltas de tuerca” para incrementar más y más la extracción de plusvalor. Los trabajadores, desde entonces, no sólo producen más gracias a las mejoras en tecnología, sino que han visto degradadas sus condiciones de trabajo para trabajar a mayores ritmos y con mayor intensidad. Como afirma Esteban Mercatante: “en estas condiciones, sumadas a las contradicciones que exhibe hace largo tiempo la acumulación de capital y no en la supuesta inminencia “fin del trabajo”, es donde encontramos la explicación de las tendencias ambivalentes que muestra el panorama laboral en todo el mundo, donde sectores sobrecargados de horas de trabajo conviven con otros condenados a los trabajos de tiempo parcial y mal pagos.”
El caso del Estado español es buen ejemplo, las estrategias empresariales se han volcado en la extracción de plusvalor absoluto, “un crecimiento extensivo del consumo de la fuerza de trabajo”. [2] Para ello ha sido indispensable la precarización del conjunto de la clase trabajadora a través de nuevas formas organizativas como la producción flexible, la flexibilización e individualización de las relaciones laborales, la proliferación de los trabajos atípicos, falsos autónomos, temporales, subcontratación, etc. Los gobiernos, “progresistas” o no, han aplicado este programa antiobrero a través de sucesivas reformas laborales, y las direcciones burocratizadas de los sindicatos mayoritarios CCOO y UGT han suscrito cada uno de los ataques de la CEOE. La siniestralidad laboral es un buen indicador de la intensificación del trabajo: según el Ministerio de Trabajo aumenta de forma continuada. En 2016, por ejemplo, fue 1,8 veces superior en contratos temporales respecto a contratos indefinidos, y en total el índice de incidencia medio aumentó un 3,8% respecto al año anterior.
Es por ello que la tasa de temporalidad en el Estado español alcanza el 25% y el desempleo el 13%. De hecho, el desempleo en el estado español nunca ha bajado del 8% (en 2007). Este desempleo estructural es creado por la propia patronal para mantener los salarios a la baja, lo que Marx denominaba “ejército de reserva”, el cual es empleado para que en determinados sectores de la producción siempre haya trabajadores dispuestos a trabajar por salarios más bajos, haciendo que la patronal mantenga una posición de fuerza en las negociaciones sobre las condiciones de trabajo frente a los trabajadores contratados.
La propuesta del reformismo: o cómo subordinarse a la patronal
El experimento comenzó en Suecia. Este país ha estado probando con la reducción de la jornada laboral a seis horas sin reducción salarial, el resultado, según fuentes oficiales, ha sido un éxito: los trabajadores “registraron menos licencia por enfermedad, reportaron mejores condiciones de salud y aumentaron su productividad”. El debate no ha tardado en llegar al Estado español por iniciativa de Más País. En todos los casos el debate se plantea en términos similares: reducir la jornada hace que los trabajadores tengan mejores condiciones de salud, haya menos absentismo, e incrementa la productividad, haciendo que en menos tiempo se produzca lo mismo que con la jornada tradicional.
Sin embargo, olvidan añadir el no rotundo de la patronal sueca a continuar con el experimento y generalizarlo al conjunto de la producción. El propio Partido de Izquierda, principal defensor del experimento, se mostró tajante: "¿Podemos hacer esto en todo el municipio? La respuesta es no, es demasiado caro" (Daniel Bernmar, concejal del Partido de Izquierda). Ya en 2015 se realizó un experimento similar y como fue necesario contratar más personal para compensar las horas reducidas y cubrir los turnos, es decir gastar algunos fondos más, no se propuso ninguna generalización. La patronal, ante la disyuntiva de producir lo mismo en menos horas con un coste mayor, o dejar el proceso productivo como está, tiene las prioridades claras.
Todas estas propuestas tratan de remarcar los beneficios que puede obtener el capital de una reducción de la jornada laboral. Esto se expresa en el marcado sesgo productivista en todas estas propuestas, que, a pesar de sus “buenas intenciones” para con los trabajadores, ante todo buscan subordinar sus planteamientos a complacer las estrategias empresariales.
De este modo, lo que no se cuenta del proyecto sueco es que, en los casos en que el experimento se implantó fuera del sector público la reducción de la jornada se hizo sin reducir la carga de trabajo. Como ya afirmó un empleado de una de las “start-up” del experimento: "pensé que sería muy divertido, pero era un poco estresante" (Gabriel Peres, de la compañía de biotintas de Gotemburgo). Aram Seddigh del Instituto de Investigación de Estrés de la Universidad de Estocolmo afirmaba: "Este tipo de opciones podrían incluso aumentar los niveles de estrés, dado que los empleados podrían tratar de encajar todo el trabajo de ocho horas en seis". Está claro que reducir la jornada laboral sin reducir la carga de trabajo da lugar a un incremento de la productividad por la denominada vía del plusvalor relativo, es decir: trabajando con más intensidad.
Este es el caso de la empresa de ropa Desigual, que hace un mes anunciaba que implantaría la jornada laboral de cuatro dias. Sin embargo, mientras que la empresa propone una rebaja horaria del 13% para toda la plantilla, se establece una rebaja salarial de hasta el 6%, con un 25% de su jornada en la modalidad de teletrabajo, y sin contratar a nuevos trabajadores. Una reducción horaria que implique una rebaja salarial no es ninguna conquista, sino un ERTE sin retribución o una modificación de condiciones a la baja. Asimismo, supondrá trabajar menos horas, pero a ritmos más intensos, ya que no se amplía la plantilla, pero la carga de trabajo sigue siendo la misma. Como suele suceder en estos casos, la carga extra de trabajo se convertirá en horas extras no pagadas, sobre todo en el domicilio, para poder cubrir los objetivos.
Pero hay más trampas en estos planteamientos que buscan la reducción de jornada desde una lógica capitalista. El 1 de octubre, Telefónica comenzaba un experimento, con el acuerdo de CCOO y UGT, para reducir la jornada laboral de sus trabajadores a cuatro dias a la semana. El experimento, presentado como “progresista”, realmente supone un ataque brutal a las condiciones laborales de las plantillas, que verán reducido su sueldo de forma proporcional a cambio de una bonificación del 20% y del establecimiento del teletrabajo dos días de la semana.
Ante estas propuestas “progresistas” que buscan convencer a los empresarios de que los trabajadores pueden ser más productivos trabajando menos horas, la propuesta de Telefónica es aún más consecuente con los objetivos del capital: se propone hacer que el trabajador produzca en seis horas lo mismo que en ocho, pero cobrando lo que normalmente gana en una jornada de seis horas. Y es que, como ya afirmaba Esteban Mercatante “para los capitalistas no se trata de aceptar “compensaciones” para quedar igual, sino de agrandar la porción del plusvalor”.
La lucha por nuestro tiempo
Como hemos visto, las medidas de reducción de jornada que hacen las empresas y los reformistas no tienen nada que ver con un avance en las condiciones de vida de la clase trabajadora, sino que se tratan de recortes y ataques que intentan hacer pasar por “progresistas”. En oposición con estas propuestas, es importante leer lo que sostiene este trabajador del sector de telemarketing:
“Hay margen suficiente para que, disminuyendo la jornada laboral a 30 horas, junto a otras medidas regulatorias del empleo para terminar con la temporalidad, las externalizaciones y la precariedad de contratos basura, puedan incorporarse una importante cantidad de desempleados al mercado laboral. Así, nuestro objetivo debe ser trabajar menos, para trabajar todxs, para vivir mejor. Pero también debemos pensarlo como medida estratégica, porque bajo un régimen que se acerque más al pleno empleo la posibilidad de lucha de la clase trabajadora será mayor y el despido perdería su fuerza como medida disciplinaria y de coerción social. Las huelgas por mejoras laborales serían más efectivas y la capacidad de crear otra relación de fuerzas sería elevada.” (Alejandro León).
Entre lo que es materialmente posible gracias al desarrollo de la tecnología, y la realidad del trabajo agotador –la temporalidad o el desempleo crónico–, se interpone la voracidad del capital. La necesidad del capital de absorber tiempo de trabajo para su valorización, esto es, en palabras de Paula Bach: “lo que hace que el capital sea capital es, precisamente, lo que impide suponer tanto un desarrollo autónomo de las tecnologías [respecto a las relaciones de producción capitalistas] como la posibilidad derivada de una progresiva eliminación del trabajo humano”.
Es por ello que la reducción de la jornada a seis horas, 5 días a la semana, sin reducción salarial es parte de la lucha de nuestra clase contra la burguesía, contra los modos de la producción de “riqueza” bajo los criterios de la propiedad privada, contra los planteamientos productivistas y los modelos de consumo y, en última instancia, contra el sistema capitalista de conjunto. Se trata de una lucha entre los capitalistas y la clase trabajadora en la que los trabajadores tratan de luchar contra este robo de su trabajo. Tratan de luchar para no dejarse la vida en el trabajo, al mismo tiempo que cuestionan la base del sistema capitalista, la apropiación de la fuerza de trabajo ajena. Sin embargo, ante las demandas de reducir la jornada laboral sin reducción salarial, como ya afirmaba Trotsky:
“Los propietarios y sus abogados demostrarán “la imposibilidad de realizar” estas reivindicaciones. Los capitalistas de menor cuantía, sobre todos aquellos que marchan a la ruina, invocarán a demás sus libros de contabilidad. Los obreros rechazarán categóricamente esos argumentos y esas referencias. (…) La “posibilidad” e “imposibilidad” de realizar las reivindicaciones es, en el caso presente, una cuestión de fuerzas que solo puede ser resuelta por la lucha.”
Baste con decir que el propio PSOE se ha opuesto a cualquier mención en torno a la reducción de la jornada laboral. En una entrevista en Catalunya Ràdio, Escrivá afirmó que no cree que España “sea un país que, con los niveles de competitividad y productividad que tiene, tenga que dar prioridad a la semana de cuatro días laborables”. La propia jornada de ocho horas era, para los liberales del XIX, “imposible”. El economista liberal Senior, pagado por los industriales ingleses, hizo correr ríos de tinta declarando que el beneficio del empresario se producía, únicamente, en la última hora de una jornada de 12 horas de trabajo.
Desde el socialista utópico Robert Owen, que, en 1810, difundió el lema “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo y ocho de descanso” hasta la huelga de La Canadiense que impuso la reducción de jornada a 8 horas al día y 6 días a la semana, pasando por la revuelta de Haymarket y los mártires de Chicago, la lucha por el tiempo ha sido una de las principales peleas de la clase trabajadora. Y solo se ha logrado imponer por vía de la lucha. Nunca la CEOE estará “de acuerdo” con reducir la jornada de trabajo manteniendo los salarios porque esto reduce su margen de beneficios. No es una medida que pueda depender de la “buena voluntad” de capitalistas individuales. Es parte de las leyes de la economía capitalista el tratar de incrementar el trabajo excedente. La fijación de una determinada jornada laboral solo puede ser resultado de que los trabajadores impongan esta medida mediante la lucha, y sólo puede mantenerse en el tiempo si los trabajadores no bajan la guardia ante los ataques futuros del capital.
Del mismo modo, la única forma de que los derechos conquistados no se vean amenazados en el futuro es expropiando a los capitalistas, de modo que sean los y las trabajadoras las que decidan democráticamente cómo organizar la producción. Solo en una sociedad socialista, esto es, donde el proletariado sea la clase dominante, se puede acabar con el capital y su “hambruna de plustrabajo”.
La pelea actual por reducir la jornada de trabajo sin merma salarial es parte de una pelea no solo por trabajar menos, sino por vivir mejor, y tener más tiempo para el ocio creativo, el deporte, la cultura y las relaciones personales. También es una lucha solidaria, por trabajar todas, por el reparto del trabajo entre ocupados y parados. Esta lucha es inseparable de la pelea por acabar con la división del trabajo que impone el patriarcado, esto es, una lucha por la socialización del trabajo reproductivo adoptando medidas de conciliación y creando nuevas infraestructuras de servicios públicos.
Es esta una pelea que se enlaza con la lucha de los trabajadores por acabar con la dominación del capital, reorganizando la sociedad sobre nuevas bases, radicalmente democráticas, en la que el trabajo sea realizado por todo el mundo, en armonía con la naturaleza y en función de satisfacer las necesidades sociales. En una sociedad de este tipo, con todos los recursos puestos al servicio de la mayoría social, se irá liberando cada vez más tiempo de ocio, reduciendo el dedicado a las tareas productivas y reproductivas, y pasando “del reino de la necesidad al reino de la libertad”.
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