La larga noche de Francisco Sanctis le plantea al protagonista y al lector un dilema para romper con el “no te metás”.
Maximiliano Olivera @maxiolivera77
Martes 17 de octubre de 2017

Narrar el terror. La última dictadura militar sobrevuela como un fantasma parte de la literatura argentina. Desde Respiración artificial de Ricardo Piglia hasta un cuento de Mariana Enríquez en Los peligros de fumar en la cama. El primer momento fue de válvula de escape para aquellos que padecieron el exilio —interno o materializado—, el dolor de las desapariciones y la claustrofobia de las calles desoladas. A esta etapa pertenece La larga noche de Francisco Sanctis de Humberto Costantini. Publicada en 1984 por Bruguera, fue reeditada este año por Tren en movimiento. La reedición cobró impulso tras el estreno del film homónimo dirigido por Francisco Márquez y Andrea Testa, basado en esta obra y que cosechó premios y nominaciones.
En 1977 Francisco Sanctis era un gris empleado que comenzaba a disfrutar de una vida estable cuando recibió un llamado de Elena Vaccaro. Con la presencia de esta antigua compañera, Francisco Sanctis volvió a recordar sus días de militancia en Medicina durante los tiempos de “Laica o libre”. También apareció Leonardo Medina, el seudónimo con el que firmó un artículo y una poesía en una revistita estudiantil. Todo comenzó con una poesía.
Sin vueltas, Elena Vaccaro, que dijo ser la esposa de un oficial de Aeronáutica, le avisa a Francisco Sanctis que esa madrugada Julio Cardini, con domicilio en Álvarez Thomas 2837 segundo C, y Bernardo Lipstein, con domicilio en Lacarra 4225, serán secuestrados por los servicios de Aeronáutica. Que para hacer algo por esos dos desconocidos tiene tiempo hasta las tres o cuatro de la mañana, que recién a esa hora comienzan a funcionar los grupos de tareas.
¿Qué hacer? Lo que Francisco Sanctis pensó que podría ser un levante terminó por abrirle un dilema moral. Su paso por la militancia era un lejano recuerdo. A sus 41 años no conocía a nadie que militara, incluso le era inteligible el sinfín de siglas de organizaciones políticas. Había quedado al margen de la radicalización política del país y era parte de esa masa silenciosa que, en el mejor de los casos, miraba el mundo por televisión. Francisco Sanctis intentó “engancharse”, en rigor sólo lo pensó, pero primó el no-te-metás.
Francisco Sanctis duda, piensa y saca una conclusión que luego volverá a poner en duda. Con destreza, Costantini hace uso de este recurso para aumentar la tensión del lector y logra situarlo en los climas de una sociedad asfixiante, aterrorizada, caminando por las penumbras de una Buenos Aires vaciada por la madrugada pero acelerada por un pensamiento urgente y paranoico. En un carrera contra el tiempo, el lector duda junto a Francisco Sanctis hasta de su sombra.
El dilema moral de Francisco Sanctis, apunta Luis Bruschtein en el prólogo de la reedición, no se centra en “quiero hacerlo para convertirme en un héroe” ni en evocaciones a la patria o a la revolución, sino más bien en un “lo hago porque no me soportaría si no lo hago”. Si Francisco Sanctis decidió mirar la Historia desde el costado de la individualismo, ahora está en el centro de una escena terrorífica que le exige un acto individual para hacer la diferencia cuando los lazos de solidaridad están quebrados. El dilema es, en todo caso, una interpelación para repensar el pasado reciente de la ‘clase media’, lugar donde el lector puede autopercibirse.
Humberto Costantini escribió esta novela durante su exilio marcado por la desaparición de sus amigos Haroldo Conti y Roberto Santoro. Inicialmente militante del Partido Comunista, luego pasó a las filas del PRT y en 1976 partió a México, donde estuvo siete años, siete meses y siete días. Si cuatro décadas después todavía queda mucho por decir sobre la dictadura, bien vale la pena (re)descubrir lo que con intensidad ya se ha narrado.