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Red Internacional
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A 20 años de Cromañón. Rocanroles sin destino

El 30 de diciembre de 2004 quedó grabado en la memoria de miles de pibes y pibas. Nadie sufrió ni perdió tanto como los que estuvieron esa noche en Cromañón y sus familias, pero en algún sentido ahí adentro estuvimos todos los de nuestra generación y nuestro palo.

Lunes 30 de diciembre de 2024 00:09

*En memoria de tod@s l@s chic@s que murieron en Cromañón, de l@s que se suicidaron después y de toda una generación de amantes del rock.

Hace un par de meses quedamos con mi hermana para cenar en una pizzería que tiene un argentino acá en Santiago de Compostela. El loco es de Quilmes, aunque hace rato vive acá. Hace la pizza estilo porteño y se jacta de que la muzzarela la trae de allá. A mi lo que me gusta es que le puedo pedir por porción -muzza con fainá a caballo- y por un rato volver a tener al alcance de mi paladar ese concepto tan noble, tan nuestro de la pizza. Media masa, con una porción estás bien, con dos te llenás y si querés una grande es para compartir entre tres o cuatro personas. Me parte el alma ver cómo en el resto del mundo a la pizza se la trata como un snack. Y en Italia, donde se inventó, es un plato individual. Cada uno se come la suya y encima se quedan con hambre. La historia del alumno que supera al maestro: esos italianos que llegaron al Río de la Plata -dejando atrás la patria, la guerra y el hambre- quisieron vengar al destino creando la mejor versión posible de la pizza. Una en la que sobre todo. Mucha masa, mucho queso, mucha salsa. Generosa y obscena.

Cuando fui a pagar aproveché para mojarle la oreja al pizzero con el mismo comentario de siempre: "Le seguís poniendo jamón a la fuga rellena y en las mejores pizzerías de Buenos Aires la hacen sin jamón" (en realidad me da bronca porque como soy vegetariano no puedo probarla, con la pinta que tiene).

-"¿Viste que viene Callejeros?", replicó él.
-"¿Cómo que Callejeros?"
-"Sí, no, bueno… Don Osvaldo, toca acá en Santiago en noviembre. Apurate a sacar la entrada que quedan pocas. Estoy hablando con el manager a ver si hacemos la previa acá y salimos todos juntos".

Desde ese día entré en un revival de mi adolescencia, recordar cosas que hace mucho no pensaba, volver a llorar por viejas heridas que uno creía cicatrizadas. Todo lo que fue, lo que no y lo que podía haber sido. En unos días se van a cumplir 20 años de aquella noche que marcó a fuego a nuestra generación, y es loco cómo el trauma que cada uno cree vivir individualmente en realidad es un trauma colectivo. Decidí sacar la entrada porque siento que ya es hora de volver a estar ahí, escuchando esas canciones y cantando -entre risas, entre lágrimas- con la misma sensación de que no hay nada más importante que "ese estruendo casi divino, cuando se quiebran todos los sentidos con un rocanrol".

La noche del 30 de diciembre de 2004 yo tenía 18 años casi recién cumplidos y estaba haciendo lo que hacía prácticamente todo el tiempo en ese momento: pasar el tiempo con mis amigues. Y por casualidad y suerte no estábamos en Cromañón. Estábamos en la casa de Viky cuando la tele aún hablaba de un "incendio en una bailanta" y nos enteramos de todo porque sonó el único celular que teníamos en el grupo en ese momento, el de Javi. Era Lucho -amigo del Trova, nuestro club de fútbol- asustado, que intentaba rastrearnos. "¿Dónde están los mocosos?". "Tranquilo, amigo, estamos todos acá". Por casualidad y por suerte no habíamos sacado la entrada para esa fecha, un poco porque algunos ya habíamos ido un puñado de meses atrás cuando Callejeros hizo sus primeros Obras. Agradezco a mi santo por no acercarme la plata para poder tener esa entrada. Nadie sufrió ni perdió tanto como los que estuvieron adentro. Aunque igual, en algún sentido, ahí adentro estuvimos todos los de nuestra generación y nuestro palo.

Nosotros éramos LoS MoCoSoS (nos gustaba escribirlo así, con cuernitos y colitas de diablo en las cuatro "o" del nombre de la banda). Cuatro pendejitos atrevidos que -con 16, 17 años y los primeros pelos en la barba- no teníamos miedo en subirnos a un escenario y cantar los temas que componíamos y otros covers de las bandas que nos gustaban. Teníamos tanto para decir. Ensayábamos en el fondo de Lavalle, luego en la casa de mi viejo, después arriba de la casa de la abuela de Jim. Cuando ya habíamos hartado a todas nuestras familias con el ruido de los amplificadores, juntábamos unos pesos y nos íbamos a las salas de ensayo de Pico y Pinto, en Saavedra, el barrio de al lado. Todo a pulmón, autogestión, jugábamos a ser músicos, productores y también publicistas. Obvio que con el aguante de los pibes del club y de las pibas del curso, que se juntaban a pintar el trapo para que esté lindo para la fecha, nos ayudaban con la venta de entradas y se tomaban uno, dos, tres colectivos para llegar hasta Flores o el microcentro para vernos tocar en Tabasco, CGCB, Planta Alta o en Parque Centenario.

Ese mismo año nos había salido una fecha en República de Cromañón, que había abierto hacía muy poco. No sé quién nos había hecho ese contacto, pero de tanto movimiento habíamos llegado. Fuimos en el Fiat Vivace de Jim hasta el barrio de Balvanera donde trabajaba la gente de Chabán, en un edificio gris y descuidado lleno de oficinas bajo costo, cuartos de prostitutas y travestis y algún que otro vecino. Ascensor de rejas, Piso 7, puerta H, pasillo de luces apagadas y vidrios rotos. Nos dieron las entradas, firmamos unos papeles y empezamos a mover una fecha de banditas del under en la que iban a cerrar dos bandas sorpresa, que por lo bajo nos decían que eran Guasones e Intoxicados pero que no confirmaban para que no explote de gente. Siete pesos la entrada (cinco para el local, dos para la banda) e iba a ser en la víspera de un feriado. Finalmente, como se le cayó la habilitación a Cromañón -que ya venía con esos problemas desde antes- la movida terminó siendo un día de semana, en Cemento y sin las bandas sorpresa. No fue lo que pudo haber sido pero igual nosotros estábamos re contentos, por lo que significaba tocar en un lugar mítico como Cemento, aún fuese ante 30, 40 personas. Tomar una birra en esos camarines que eran un asco pero por donde habían pasado la mayoría de nuestro ídolos del rock. Ya con el primer acorde durante la prueba de sonido se te volaba el pelo por la potencia de los monitores. Y cuando Jim empezó a probar el bombo microfoneado de la batería, ni te cuento.

Parte de la hipocresía que sucedió a Cromañón consistió, además de salvarle el culo a la política y perseguir a los músicos, en estigmatizar al rock. Cerraron todos los lugares en los que las bandas del under podían tocar (de hecho, si te ponés a pensar, en ese momento comenzó el despegue del reggae argentino, ya que -además de la calidad de bandas que había- movía un público al que no se lo miraba con la desconfianza que sí se miraba al del rock barrial). De repente nos encontramos con un montón de temas y de ganas, ensayando todas las semanas sin tener un lugar en donde poder tocar. Hasta que nos vino a ver un tipo que estaba organizando el Pepsi Music. Entró a la sala sin saludar, estaba apurado, nos pidió que toquemos un tema. Le gusto. Nos pidió que toquemos otro, también le gustó. Le dijo al Narigón que tenía que hacer tal arreglo en el bajo y a Javi que haga no sé qué punteo en la primera guitarra. "Con eso van a andar bien", nos dijo y nos dejó una pila de papeles que teníamos que leer y llevarle firmados dos días después a su oficina. Cesiones de derechos, exclusividades, blabla. Salió de la sala, recuerdo que nos miramos y yo pregunté qué les pareció: "Un pelotudo", dijo Jim. "Que se vaya a la concha de su madre", dijo el Nari. Éramos una banda que vivía de hacer vivos, nuestra dinámica de ensayos funcionaba con la presión de tener que preparar las fechas. "¿Y qué hacemos? ¿Tocamos en el Pepsi o no?". "No me cierra", dijo Jim. "A mí tampoco", agregó Javi. "Yo prefiero la Coca Cola", dijo el Nari. Nos reímos y tiramos los papeles al tacho. Nadie lo dijo, pero los cuatro sabíamos que ese era nuestro último ensayo. Y así fue.

Poco a poco fui vendiendo las guitarras que tenía. Para juntar para un viaje o ahorrar para la moto. Primero vendí la eléctrica (una telecaster marca Ranger, color madera y golpeador blanco), luego la acústica y por último la criolla. Durante mucho tiempo tuve un sueño recurrente: estamos por salir a tocar en vivo pero yo siento que no ensayamos lo suficiente y le digo a los pibes que no voy a salir, que no estamos preparados. Discutimos y al final no salimos. También otras variantes de lo mismo: estamos tocando pero yo no me acuerdo los temas y no puedo seguir.

Después de cumplir treinta años, cuando me mudé a Barcelona, decidí volver a comprarme una guitarra. Una ¾ criolla, ligera, marca Thomann, económica pero que suena lindo. El Negro me ayudó a elegirla. Está siempre en una esquina de mi habitación y cuando siento que la rutina del día comienza a perder sentido la agarro y toco una, dos, tres canciones. Luego la dejo y sigo con lo mío. Por suerte ya no tengo más la pesadilla recurrente.