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Red Internacional
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Homenaje. Rodolfo Walsh desde la fábrica: "El viaje circular"

El escritor retrató la alienación del trabajo, procesos de rebelión industrial y la explotación patronal en un cuento con tintes policiales e inverosímiles. "La incansable" es uno de los personajes principales, la extensión del cuerpo del obrero, la que enamora a uno y trunca la vida de otro. Compartimos en este nuevo aniversario del asesinato de Walsh este cuento.

Viernes 25 de marzo de 2022 19:09

Hace hoy 45 años, Rodolfo Walsh fue asesinado en una esquina de Buenos Aires por miembros del Grupo de Tareas 3.3.2 de la Armada. Militancia, análisis político, notas periodísticas, novelas históricas, cuentos policiales, innumerables escritos leemos y releemos del escritor que naciera en 1927 en Río Negro.

"El viaje circular" ( publicado en Cuentos para tahúeres y otros relatos policiales, una colección póstuma editada en 1987 que reúne, en su mayor parte, cuentos publicados en las revistas “Vea y Lea” y “Leoplán” entre 1951 y 1961) posee un tinte fantástico y allí el autor se permite una mayor libertad respecto de las reglas del género.

Rodolfo Walsh muestra la relación de los trabajadores con las máquinas y la idea propia del movimiento del ludismo: la sustitución paulatina del trabajo humano por el trabajo automatizado. Es así como un ingeniero enamorado de la máquina industrial que él mismo diseñó, la concibe como una deidad que reina sobre los obreros. La necesidad de producción ininterrumpida, velocidad vertiginosa, fuerza sobrenatural y sobre todo trabajo incesante. "Yo nunca había visto una pieza tan grande. La parte que emergía del piso tenía más de seis metros y el aire desplazado silbaba a su alrededor. Los brazos en su incesante rotar, parecían empeñados en vertiginosa carrera" describe el narrador a La incansable.

Bajo la forma de relato policial, con detalles que por momentos pueden parecer fantásticos, la historia se pierde en el misterio de una fábrica con pocas descripciones y huelgas alemanas de 1926.

El viaje circular( fragmento)

En diciembre de 1926 egresé del Politécnico de Mecánica de Hamburgo y cuatro meses más tarde entré como asistente del ingeniero jefe en las grandes usinas que proveen de energía eléctrica a la ciudad de Bremen. Recuerdo haber comprobado con asombro que mis estudios en la materia no me habían preparado para la visión casi fantástica que se me ofreció cuando franqueé la última puerta de acceso, para hacerme cargo de mis funciones: las grandes máquinas cuyos volantes giraban rápidamente, la blanquísima luz reflejada en los mosaicos y azulejos, la atmósfera cálida y el zumbido característico de las grandes centrales, todo me impresionó vivamente.

Von Braulitz, el ingeniero, era un hombrecito amable, de ojos muy azules y cabellos muy blancos. Algunas de las máquinas habían sido construidas bajo su dirección. Las describía con orgullo casi infantil, mientras me acompañaba en mi primera visita a la sala. Por una de ellas, sobre todo, profesaba un verdadero amor, una pasión casi enfermiza que sorprendía de momento en un hombre tan formal y aplomado.

Después he comprendido que ese sentimiento estaba justificado. Yo también he llegado a quererla, a venerar su funcionamiento perfecto, su armonía ciclópea, la auténtica poesía de sus líneas. Era una unidad enorme y reluciente.

— Extraña, ¿verdad? -dijo Braulitz deteniéndose ante la máquina, y un fugaz centelleo iluminó sus ojos transparentes. ¿Ha observado que todas las partes que juegan tienen superficies de apoyo tan grandes que el desgaste es casi nulo? Le será fácil comprender que una máquina así dispuesta es...

— Sí, sí —dije, interrumpiéndole—, comprendo perfectamente que sea capaz de funcionar mucho tiempo sin parar; quizá veinte días o más...

— Eso lo hace cualquier máquina -me replicó con un gesto de desdén que, una vez más, me extrañó; pero enseguida volvió a hablar pausado y casi dulce. Esta ha marchado sin detenerse noventa días con sus noches, en su prueba inicial, y ahora está funcionando desde el mes de enero y se detendrá sólo a fin de año, o aun más tarde. Sonrió, palmeando la bruñida envoltura del más grande de sus cilindros, y agregó luego: — La llamamos "La Incansable".

Después me llevó al costado del volante. Yo nunca había visto una pieza tan grande. La parte que emergía del piso tenía más de seis metros, y el aire desplazado silbaba a su alrededor. Los brazos, en su incesante rotar, parecían empeñados en vertiginosa carrera, reapareciendo con nuevo impulso después de perderse en el extremo opuesto. La voz del ingeniero sorprendió mis pensamientos:

— ¿Está observando el volante? ¿Vio alguna vez algo parecido? ¿Se da cuenta del tamaño de su corona?

Debí admitir que, en efecto, nunca había visto nada semejante. La máquina, orgullo de la industria alemana, era semejante a un dios de acero.

Después de recorrer conmigo la sala y ponerme al tanto de mis tareas, Braulitz me mostró mi cuarto. La usina estaba en las afueras de la ciudad, y para evitar las molestias del transporte, los altos empleados que así lo desearan se alojaban en la misma. La habitación, aunque pequeña, estaba provista de todas las comodidades. En una de las blancas paredes vi la fotografía de un hombre joven y alto, con pantalones blancos y camisa de sport. Braulitz siguió la dirección de mi mirada y murmuró:

— Adalbert Drappen. Su antecesor. Era un muchacho muy capaz, pero tenía ideas algo anárquicas. -Sonrió con paternal condescendencia, como hombre habituado a comprender los impulsos y las pasiones de la juventud-. El ordenanza se ha olvidado de sacar la fotografía. Mañana se lo recordaré.

Quise averiguar algo más acerca de Drappen, pero Braulitz se evadió. Me dio las buenas noches, me estrechó la mano deseándome suerte en el desempeño de mis funciones y se retiró.

Más tarde supe por uno de los capataces que Drappen había sido despedido. Fue en ocasión de las revueltas socialistas de febrero, dos meses antes de mi entrada en la usina. Adalbert Drappen era militante fervoroso. Había exigido que la usina se plegara al movimiento. Braulitz no tuvo inconveniente en parar todas las máquinas, pero cuando se trató de detener "La Incansable", se negó. Hubo un altercado violento, que nadie presenció, pero que algunos oyeron en las inmediaciones de la sala de máquinas. Al día siguiente Braulitz anunció que había despedido a Drappen. Los huelguistas, que ocupaban pacíficamente la fábrica, oyeron la noticia con una sonrisa: sabían que si el movimiento triunfaba, Braulitz tendría que reincorporar a Drappen. En el fondo apreciaban al viejo -a quien tenían por un testarudo-, y por eso nadie se molestó en parar "La Incansable". Noche tras noche Braulitz montó guardia junto a su amada máquina, hasta que finalizó el conflicto y los huelguistas debieron ser reincorporados. Pero Drappen no se presentó. Seguramente la disputa con Braulitz lo había afectado profundamente. Quería mucho al viejo, y éste también lo apreciaba, y decía siempre que Adalbert era su mano derecha. Durante algunas semanas todos lo notaron muy decaído y sombrío, y lo atribuyeron al disgusto experimentado.

Por la noche, finalizada nuestra tarea, solíamos reunimos con Braulitz y Fischer, el subjefe, en el casino de la usina. Fischer era un alemán corpulento, gran bebedor de cerveza, bebida que para mí, hombre del sur, nunca ha tenido gran atractivo. Fischer y yo jugábamos al billar, mientras Braulitz leía en un sillón, levantando de tanto en tanto la cabeza para mirarnos sonriendo, con aquella expresión apacible y paternal. Fischer medía sus carambolas con toda la precisión de un ingeniero; lo único que le faltaba para dar a su actitud el distinguido toque grotesco era instalar un teodolito sobre la mesa. Y cuando erraba un sencillo pase de bola, contemplaba primero el paño y después el taco con cómica perplejidad.

Una vez por semana, los jueves, Braulitz me invitaba a cenar en un restaurante de las cercanías, a orillas del Weser, que fluía oscuramente entre las luces de la ribera. De sobremesa me contaba la historia de su juventud e infinidad de anécdotas en las que ponía lo mejor de su ingenio vivo y chispeante. Por ser un hombre de ciencia, tenía una extraordinaria imaginación de tipo literario, y recuerdo haberle oído más de una vez, con asombro, relatar fingidas aventuras y barajar fantásticas posibilidades entresacadas del sombrío mundo científico. Siempre sospeché que a hurtadillas leía novelas policiales. Una de aquellas fantasías, sobre todo, me impresionó, quizá por la proximidad de los elementos que implicaba.

— Imagínese usted -me dijo con aquella sonrisa bonachona y un brillo malicioso en la mirada-, imagínese usted, querido Cacciadenari, que alguno de nosotros, un capataz, un obrero, tuviese la mala fortuna de dar un traspié y caer en el volante de "La Incansable". Tal vez se oiría un grito, pero nada más. El ruido de las máquinas lo taparía todo. Por unos instantes, una delgada franja oscura aumentaría el espesor de la corona. Después la franja disminuiría rápidamente y el volante retornaría a su aspecto anterior... ¿Me sigue usted?

Yo asentí con la mirada, suspenso de sus palabras.

— La fuerza que oprimiría el cuerpo contra el metal de la corona sería superior a la que experimentaría estando a quince metros bajo tierra. Si cayera de espaldas, después de dar una vuelta sobre sí mismo, y en su desesperación se aferrara a un brazo del volante, esa fuerza centrífuga, como si tuviera algo de diabólico y viviente, lo obligaría a desasirse y distendería su cuerpo en toda su longitud. Cada partícula de su cuerpo cedería bajo la acción de una energía sutil e inexorable. Pronto cesaría de respirar, el corazón se incrustaría en los pulmones. Las ropas y las carnes se convertirían poco a poco en polvo impalpable y se perderían en la atmósfera; los mismos huesos empezarían a desgastarse. Y mientras sucediera esto, nadie lo vería, nadie sabría de ese vertiginoso viaje circular, prolongado a lo largo de semanas y de meses. Adherido a la corona, invisible, muerto, polvo fino y blanco, acaso un hedor apenas perceptible... Sería una muerte prodigiosa, quizá única hasta ahora. Y cuando la máquina se detuviera, uno, dos años después, sólo quedarían en el interior de la corona el reloj, las monedas, una hebilla metálica, una cigarrera de plata, unos restos de huesos...

Cuento completo se puede leer aquí

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